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Hubo aún otro silencio y luego Juliette dijo que no quería que la desposeyeran de su enfermedad, como habían hecho a los dieciséis años. Sus padres habían puesto todo su amor, toda su energía, toda su ciencia en protegerla, si hubieran podido habrían sufrido el cáncer en su lugar, pero ella ya no quería que otros lo sufrieran por ella. Quería vivirlo plenamente, hasta la muerte, si es lo que la esperaba al final, como parecía probable, y contaba con Étienne para que la ayudase.

¿Te acuerdas de la primera noche de tu enfermedad, la primera vez?, le preguntó él. ¿La noche siguiente al día en que te dijeron que tenías cáncer?

No, Juliette no se acordaba. No se acordaba de haber oído las palabras: tienes cáncer. Tampoco se acordaba de haber comprendido, posteriormente, que lo que había tenido era un cáncer. Lo había comprendido, forzosamente, puesto que lo sabía, pero se le escapaba el momento en que había pasado de la ignorancia o de la confusión al conocimiento, el momento en que había sido pronunciada la palabra. ¿Comprendes lo que yo llamo verme desposeída de mi enfermedad?

Muy bien, dijo Étienne. Entonces tu primera noche es ésta. Voy a hablarte de la mía, es importante.

Ya he contado que al final de mi primer encuentro con Étienne, al cabo de dos horas de monologo, del que salí con la sensación de que me habían metido el cerebro en una centrifugadora, se volvió hacia mí y me dijo: esta historia de la primera noche es quizá para usted, piénselo. Lo pensé y me puse a escribir este libro. Él volvió a hablar del asunto después de nuestra primera entrevista a solas, y yo anoté con la mayor precisión que pude el relato de aquella noche en el Instituto Curie, con la rata que le devora y la frase misteriosa que le salva por la mañana. No entendí mucho de la historia pero pensé que sí, que era importante, y que volveríamos a hablarlo un día u otro, y que entonces quizá lo comprendiese mejor. Y hete aquí: tres meses más tarde, siempre en la cocina a cuya mesa nos sentamos delante de un café solo, me cuenta su visita a Juliette el día en que ella supo que tenía cáncer. Él me repite lo que le dijo a ella, y yo le escucho ávidamente pero la frase salvadora se me sigue escapando. Tomo notas. Al día siguiente busco en mi libreta anterior las que había tomado la primera vez. Son idénticas. Son, prácticamente, las mismas frases decepcionantes, privadas del fulgor de oráculo que brillaba, dice Étienne, en La verdadera frase. Pienso, desalentado: si no se ha vivido esta experiencia no se puede hablar de ella, y ni siquiera él, que la ha vivido, encuentra las palabras. Hojeo la libreta, me topo, algunas páginas más adelante, con otra frase, copiada de Bajo el signo de Marte, que yo releía entonces: «Como es sabido, los tumores cancerosos no duelen por ellos mismos; los que duelen son los órganos sanos que son comprimidos por los tumores cancerosos. Creo que puede aplicarse esta misma explicación a la enfermedad del alma: todo lo que me duele es mío.» Vuelvo a las frases de Étienne, por ejemplo a la siguiente: «Mi enfermedad forma parte de mí. Soy yo. Así que no puedo odiarla.» Se parece, pero no es del todo igual.

Fritz Zorn hunde el clavo más adentro: «La herencia de mis padres en mí es como un gigantesco tumor canceroso; todo lo que sufre por su causa, mi miseria, mi tormento y mi desesperación, soy yo.» Étienne no dice esto, no dice que una neurosis familiar o social haya adquirido la forma de un tumor que pesa sobre su alma, pero dice y repite en todos los tonos: mi enfermedad soy yo. No es exterior a mí. Ahora bien, lo que dice aquí, lo que dice en todo caso algo o alguien en el fondo de él mismo, es lo contrario de lo que dice a la luz del día, en voz alta. A la luz del día, en voz alta, dice lo mismo que Susan Sontag, que ha escrito al respecto un ensayo hermoso y digno, La enfermedad y sus metáforas: la explicación psíquica del cáncer es a la vez un mito sin fundamento científico y una vileza moral, porque culpabiliza a los enfermos. Esto es la tesis oficial, la línea del partido. En la oscuridad, en cambio, dice lo que dicen Fritz Zorn o Pierre Cazenave: que su cáncer no era un agresor externo sino una parte de él, un enemigo íntimo y quizá ni siquiera un enemigo. La primera forma de pensar es racional, la segunda es mágica. Puede sostenerse que llegar a hacerse adulto, a lo cual supuestamente ayuda el psicoanálisis, es abandonar el pensamiento mágico para adoptar el pensamiento racional, pero también se puede sostener que no hay que abandonar nada, que lo que es verdad en una planta del alma no lo es en otra, y que hay que habitar en todos los pisos, desde el sótano al desván. Tengo la impresión de que es lo que hace Étienne.

Antes de dejar a Juliette, le dijo: no sé lo que va a pasar esta noche, pero va a pasar algo. Mañana serás distinta. Cuando volvió, a la misma hora de la tarde del día siguiente, ella tenía la cara descompuesta. Le dijo: no ha funcionado. No he conseguido esa especie de conversión de la que hablas. No consigo ver la enfermedad como tú, en realidad no he entendido bien cómo la veías tú. Es ridículo, pero yo la veo ahí, como algo que me acecha en esa butaca.

Le mostró la butaca de escay negro, con tubos de metal, donde aquella tarde él no se había sentado, optando por el radiador.

(Al leer esta página, tres años más tarde, Étienne me dijo que aquella cosa agazapada en la butaca, al acecho, le había hecho pensar en mi zorro, en el sofá de François Roustang. Yo pienso, por mi parte, que Juliette dijo aquel día lo contrario de lo que dice Étienne: mi enfermedad es externa. Me mata, pero no soy yo. Y también creo que ella nunca la vio de otra manera.)Pues bien, has vivido tu primera noche, le dijo Étienne. Empiezas tu relación con la enfermedad. Le has cedido un espacio, no todo el espacio. Está bien.

Juliette no pareció convencida. Suspiró, como alguien que ha suspendido un examen y que prefiere no hablar de él, y luego dijo, tristemente: mis hijas no se acordarán de mí.

Tú tampoco te acuerdas de tu madre cuando eras pequeña. Ni yo de la mía. Ya no vemos la cara que tenían. Sin embargo, nos habitan.

Se acuerda de estas palabras que, dice, se le ocurrieron sin pensarlo. Y, también sin pensarlo, le digo: me has hablado mucho de tu padre, pero no de tu madre. Háblame de ella. Me mira un poco asombrado, guarda un momento de silencio, aparentemente no se le ocurre nada, y después se lanza. Cuenta una infancia solitaria en Jerusalén, donde el abuelo dirigía el hospital francés. La nieta no iba a la escuela, su madre le daba clases. Durante mucho tiempo sólo conoció del mundo un círculo familiar ansioso y recluido. El padre de Étienne también fue educado en una gran soledad, fueron dos soledades que se encontraron. Ella amó con todo el amor de que era capaz a aquel hombre excéntrico, insumiso, desgraciado. Supo proteger a los hijos de la depresión de su marido, transmitirles una libertad y una aptitud para la felicidad que ella y él no poseían, y Étienne la admira por ello. Era el tercero de los hermanos. Antes de su nacimiento, el segundo, Jean-Pierre, murió a la edad de un año de una insuficiencia respiratoria. Murió asfixiado en el hospital donde lo ingresaron, con un sufrimiento atroz e incomprensible, lejos de su madre, a la que prohibieron quedarse a su lado y que durante el resto de su vida no dejó de pensar en ello: en su pequeño bebé muerto totalmente solo, sin ella. Es lo que te puedo contar de mi madre, dice Étienne.