Juliette pidió a los médicos de Lyon-Sur que fueran francos con ella, y ellos lo fueron. Le dijeron que no tenía cura, que moriría del cáncer, que no podían predecir el tiempo que le quedaba pero que a priori podía contarse en años. Era de esperar que esos años los pasase muy medicada y que la calidad de su vida disminuyera en consecuencia. Tenía un marido, tres niñas a las que acompañar hasta donde fuera posible, había que aprovecharlo y decidió someterse con docilidad a los tratamientos. Una semana después del diagnóstico, empezó la quimioterapia y la herceptina, que le administraban a razón de una sesión semanal en el hospital de día. Esto era para el cáncer. Para sus dificultades respiratorias, los anticoagulantes, por desgracia, habían demostrado su insuficiencia, tenía los pulmones deshechos -de cartón, había dicho el radiólogo, moviendo la cabeza con tristeza: nunca había visto a una mujer de esta edad en tal estado-, no había más remedio que recurrir a los aparatos. Así pues, enviaron a Rosier, depositadas sobre una carretilla para transportarlas de la camioneta a la casa, dos enormes bombonas de oxígeno, una para la habitación y otra para la sala. Había un cursor para regular el caudal, un tubo largo, una especie de gafas que pasaban por detrás de las orejas y dos tubitos que entraban en la nariz. En cuanto sentía que se acercaba uno de los accesos de asfixia, Juliette se conectaba y notaba un alivio inmediato. Conservaban la vaga esperanza de que esta ayuda fuese provisional, de que los tratamientos anticancerosos hicieran también efecto en este frente, pero, por el contrario, recurrió cada vez más al aparato, hacia el final lo usaba casi todo el tiempo, y la afligía la idea de que sus hijas conservasen de ella aquella imagen de enferma, o de criatura de ciencia ficción.
Cuando Amélie le preguntó: mamá, ¿te vas a morir?, ella optó por ser tan franca como los médicos habían sido con ella. Le dijo: sí, todo el mundo se muere algún día, también Clara, Diane y tú os moriréis, pero dentro de mucho, muchísimo tiempo, y papá también. Yo no me moriré dentro de muchísimo tiempo, pero sí dentro de un pequeño mucho tiempo.
¿Dentro de cuánto?
Los médicos no lo saben, pero no enseguida. Te lo prometo, no enseguida. Así que no hay que tener miedo.
Amélie y Clara lo tenían, por fuerza, pero menos, pienso, que si les hubiera mentido. Y, en cierto modo, estas palabras que tranquilizaban a las dos niñas y les permitía continuar seguir llevando su vida de niñas, cumplían la misma función con su padre. Patrice vive en el presente. Practica espontáneamente lo que los sabios de todas las épocas consideran el secreto de la felicidad, estar aquí y ahora, sin añorar el pasado ni preocuparse por el futuro.
Todos admitimos en teoría que es inútil inquietarse por problemas que amenazan con presentarse dentro de cinco años, porque no sabemos si se presentarán ni si estaremos aquí para afrontarlos. Admitirlo, de todos modos, no nos impide preocuparnos. Patrice, en cambio, se despreocupa. Esta despreocupación va emparejada con el candor, la confianza, el abandono, todas las virtudes ensalzadas en las bienaventuranzas, y estoy seguro de que esto que escribo aquí le dejará perplejo, hasta tal punto es intransigente su cultura laica, y en cambio me asombra que unos cristianos fervientes como sus suegros no vean que la actitud ante la vida de este anticlerical primario es simplemente el espíritu del Evangelio. Al igual que un niño se repite, en el fondo de su cama, una fórmula mágica que le apacigua, al igual que sus hijas, Patrice se repetía: no enseguida. Dentro de tres, cuatro, cinco años, Juliette se volverá cada vez más frágil, cada vez más dependiente, y la tarea de él consistirá en ocuparse de ella, ayudarla, transportarla en brazos como lo hacía desde el principio. No quiero ser demasiado idílico, el insomnio y la angustia hicieron estragos en Patrice como lo habrían hecho en cualquiera, pero creo, porque me lo ha dicho, que muy pronto puso en práctica este programa: estar allí, transportar a Juliette, vivir el tiempo de vida juntos que se les concedía y pensar lo menos posible en el momento en que acabase, y aplicar este programa les ayudó inmensamente a todos, a él, a ella y a sus hijas.
Cuando se enteró de la enfermedad de Juliette, la madre de Patrice se sacó de la manga un investigador heterodoxo llamado Beljanski, cuyos medicamentos a base de plantas habrían curado -curado, no sólo aliviado- a cancerosos y enfermos de sida. Turbado por los testimonios que su madre citaba, aunque sólo creía en ellos a medias y quizá aún me- nos, Patrice prefirió no descartar nada y quiso convencer a Juliette de que tomara, paralelamente a los tratamientos químicos, aquellas pastillas que les podía facilitar un médico de familia. Hija digna de sus padres, ella respondió que se sabría si existiese una píldora milagrosa contra el cáncer o el sida. Digno hijo de los suyos, Patrice le explicó que si no se conocía mejor su existencia era porque el descubrimiento de Beljanski amenazaba los intereses de los laboratorios, que hacían todo lo posible por silenciarlo. Esta clase de comentarios exasperaban a Juliette. Era un viejo objeto de disputa entre ellos. A ella le horrorizaban las teorías del complot y él reconocía de buen grado que les daba crédito. Patrice se batió en retirada, pero no por ello renunció: aunque no creyese en ella, le pedía que probase la medicina por éclass="underline" para que no se reprochara, si ella moría, haber desperdiciado una posibilidad, por ínfima que fuera, de salvarla. Ella suspiró: si es para que te sientas bien es distinto; conforme. El médico de familia llegó con las cápsulas, explicó el protocolo y Juliette se avino con tanta reticencia que no se atrevía a confesárselo a sus propios médicos. Cuando acabó decidiéndose, temiendo que el tratamiento de Beljanski tuviera un efecto contraproducente sobre la herceptina, sólo le dijeron, encogiéndose de hombros, que era un complemento alimenticio que, si no le beneficiaba, tampoco le haría daño. Dejó de tomarlo al cabo de unas cuantas semanas y Patrice no tuvo ánimos para insistir.
Estaba agotada, dormía mal y durante el día era raro que transcurriera una hora sin recurrir a la ayuda de la bombona. No faltaba ninguna de las pequeñas miserias que acompañan a una gran enfermedad: un día, una alergia al port-a-cath, esa caja que se coloca debajo de la piel para facilitar las inyecciones, otro, una trombosis que le ponía el brazo morado hasta el hombro, y de nuevo había que hospitalizarla de urgencia. Según los médicos, sin embargo, soportaba bien la quimioterapia, mejor de lo que ella se había temido, mejor de lo que Étienne, al recordar la suya, se temía por ella. Era alentador. Patrice se consentía pensar: ¿y si diese resultado, al fin y al cabo? ¿Si los médicos, por honestidad, para no dar esperanzas que podían frustrarse, habían sido demasiado pesimistas? ¿Si, al menos, Juliette experimentaba una larga remisión, sin excesivos tratamientos, sin demasiados sufrimientos? Si las cosas mejoraban, podrían hacer cosas: paseos por el bosque, comidas campestres.
Hubo una especie de mejoría en el mes de febrero, y por eso Juliette aceptó que Hélène, Rodrigue y yo fuéramos a verla, con la peluca en el equipaje. Juliette, que siempre había llevado el pelo largo y tenía una espesa melena negra, acababa de cortárselo, pero aún no había empezado a perderlo y a tener realmente, según sus propias palabras, su aspecto de cancerosa. Unos días después de nuestra visita, Patrice le cortó el pelo. A partir de entonces lo hacía una vez a la semana, pasando la maquinilla con mucho cuidado para que el cráneo no quedase áspero. Era un momento muy íntimo entre ellos, muy dulce, dice él. Aguardaban a que las niñas no estuvieran, les gustaba disponer de tiempo, lo alargaban. Pienso: como una pareja que se reúne para hacer el amor a primera hora de la tarde.