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A diferencia de Étienne, al que le gusta hablar de sexo, sin chocarrería, hasta el punto de convertirlo en un preámbulo para que una conversación merezca este nombre, Patrice es bastante mojigato, y me sorprendió descubrir, hojeando las láminas de una de sus historietas llenas de princesas gráciles y caballeros valientes, a un ángel dotado de una polla totalmente explícita. Ahora bien, cuando le pregunto al respecto me responde sin cortarse que durante el embarazo y después del nacimiento de Diane, el deseo entre ellos estaba adormecido, que aumentó poco a poco en el otoño y que esto les hizo muy felices, pero que enseguida ella empezó a estar cada vez más cansada: tenía problemas respiratorios, después vino la embolia, luego, en fin… Volvieron a hacer el amor una sola vez, justo después de anunciado el cáncer. Estaban los dos torpes, desacompasados. Él tenía miedo de hacerle daño. No sabía que era la última vez. Aparte del sexo propiamente dicho, desde el principio habían mantenido una relación de ternura muy fusional. Se tocaban mucho, dormían acurrucados el uno contra el otro, en cuchara. Cuando él se volvía, ella también lo hacía en el sueño, ayudando a las piernas con las manos, y se encontraban en la misma posición, pero invertida: él se había dormido vuelto contra la espalda de ella, cuando él se despertaba ella se apretaba contra su espalda, con las rodillas plegadas en el hueco de las de él. La enfermedad hizo esto imposible: estaba la bombona de oxígeno, ella tenía que dormir incorporada, en casa era lo mismo que en una habitación de hospital. Echaban de menos esta intimidad nocturna que nunca les había faltado a lo largo de su vida en común, pero seguían cogiéndose de la mano, buscándose en la oscuridad y, aunque la superficie de contacto hubiese disminuido, Patrice no recuerda ni una sola noche, hasta la última, en que un poco de la piel de uno no hubiera tocado un poco de la piel del otro.

Tuvieron que reconocer que el primer chequeo, a finales de febrero, fue decepcionante. No había nuevas metástasis, el cáncer no progresaba, pero tampoco retrocedía. Es lo fastidioso de los pacientes jóvenes, dijo un médico: las células proliferan más rápido. Francamente, no confiaban ya en el tratamiento, que decidieron continuar sin gran convicción y un poco, pensó Juliette, porque no sabían qué otra cosa se podía hacer.

En el trayecto de vuelta, le dijo a Patrice que ya estaba cansada de hacer el avestruz. Ahora tenía que prepararse.

No intentó ocultar su enfermedad a la gente que la rodeaba. Después de la embolia, ya le había dicho a su vecina Anne-Cécile: escucha, me he asustado mucho, creí que era grave, parece ser que no pero si lo fuera tienes que saber que cuento contigo respecto a las niñas. Cuando, un mes más tarde, le comunicaron el diagnóstico, puso a sus amigos al corriente, a su manera clara y concluyente: tengo cáncer, no estoy segura de salir de ésta, voy a necesitaros. Patrice y ella formaban con otras dos parejas del pueblo, Philippe y Anne-Cécile, Christine y Laurent, un pequeño grupo estrechamente unido. Tenían hijos de la misma edad, el mismo estilo de vida. Todos eran de otra parte, nadie era de Rosier, por lo demás muy poca gente de Rosier es de Rosier, y sin duda por eso los recién llegados se integran fácilmente. Esta sociedad me recordaba la que yo había conocido en la región de Gex y, cuando iba a tomar el café en casa de unos y otros, en aquellas casas nuevas, amuebladas con el mismo estilo alegre y sin pretensiones, con buzones adornados por una pegatina humorística dibujada por Patrice para rechazar la publicidad, podía creerme de nuevo en la época en que recogía los testimonios de los amigos de Florence y Jean-Claude Romand. Hacían barbacoas en los jardines, se intercambiaban el cuidado de los niños y los DVD: películas de acción para los chicos, comedias románticas para las chicas, que Patrice y Juliette veían en la pantalla del ordenador porque eran los únicos en el pueblo que no tenían televisión. Esta opción militante, heredada de la familia de él, era objeto en su círculo de bromas recurrentes, como la propensión de Patrice a tomar al pie de la letra cosas que se decían en sentido figurado. Philippe y él formaban un dúo muy eficaz, el falso cínico y el idealista soñador, y Patrice reconoce sonriendo que a veces, bajo la mirada afectuosa de las otras mujeres, exageraba un poco su papel de Rantanplan. [10] Unas semanas antes de que Juliette hablase de su cáncer, Anne-Cécile había anunciado una gran noticia: estaba embarazada. Recuerda como algo especialmente horrible la evolución paralela de su embarazo y la enfermedad de su vecina. Las dos sufrían náuseas, pero las de Juliette se las causaba la quimioterapia. Una portaba la vida, la otra la muerte. Para recibir a su cuarto hijo, Anne-Cécile y Philippe habían emprendido grandes obras en su casa, y Patrice y Juliette hablaron también de hacerlas, de derribar tabiques, volver a pintar la casa, transformar el sótano en un auténtico despacho. Los cuatro habían charlado al respecto, extendiendo sobre la mesa planos, catálogos, muestrarios de colores, y ahora para ellos era extemporáneo. Anne-Cécile y Philippe se avergonzaban de ser felices, de crecer y prosperar mientras que la desgracia se había abatido sobre sus amigos, cuya vida hasta entonces había sido tan parecida a la suya. Anne-Cécile se decía que si hubiera estado en el lugar deJuliette sin duda le habría guardado rencor, y acabó ocurriendo lo que ocurre a menudo en estos casos: incomodidad, un tono más envarado, visitas cada vez más espaciadas. Pero comprendió que Juliette no le guardaba rencor en absoluto por su felicidad, que se interesaba de verdad por su embarazo, sus proyectos para el futuro, que era posible hablar de ellos sin que resultara ridículo o inoportuno, y que para ser útil no hacía falta tener una expresión triste.

Una noche de marzo, Patrice y Juliette pasaron por su casa bastante tarde, sin previo aviso, al volver de una cena en el restaurante chino de Vienne. Jacques y Marie-Aude habían ido a pasar unos días, hacían de canguro de las niñas y les habían animado a que salieran solos. Se sentaron los cuatro en el salón, reavivaron el fuego, Anne-Cécile propuso una infusión y Philippe un whisky. Juliette esperó a que todos estuviesen bien instalados para decir que el último chequeo había sido malo, que Patrice y ella habían hablado durante la cena de dos cosas importantes y que ella quería decírselas a ellos. La primera se refería a su entierro. Anne-Cécile y Philippe tuvieron el tacto de contener una exclamación y estoy seguro de que Juliette se lo agradeció. Patrice no es creyente, dijo, yo no sé si lo soy, es complicado, pero vosotros lo sois. Sois nuestros únicos amigos creyentes y me gusta la manera de vivir vuestra fe. Lo he pensado y prefiero un entierro cristiano: es menos siniestro, permite reunirse a la gente y además de lo contrario será muy duro para mis padres, no puedo hacerles esa mala pasada. Así que quisiera que os ocupaseis vosotros. ¿De acuerdo? De acuerdo, respondió Anne-Cécile con la voz más neutra posible, y Philippe, siempre con su fría ironía, añadió: haremos como si fuera para nosotros.

Bien, ahora la segunda cosa. Sé que si muero Diane no tendrá recuerdos de mí. Amelie sí, Clara unos pocos, Diane no, y me cuesta mucho aceptarlo. Patrice saca fotos, por supuesto, pero tú, Philippe, eres buenísimo para eso. Quisiera que me fotografíes todo lo posible, a partir de ahora. Si sacas muchas fotos, quizá haya algunas no demasiado feas.

Philippe dijo que sí y así lo hizo. Pero lo que era terrible, recuerda, es que el simple gesto de sacar la cámara y enfocarla con ella empezó a significar: vas a morir.

Todo tenía que quedar dispuesto, los expedientes en orden, como en la víspera de las vacaciones judiciales, y tenía miedo de que no le diese tiempo. No sabía exactamente cuánto le quedaba, pero poco, en cualquier caso. Repartió las tareas entre sus amigos, preguntó a cada uno qué podía darle y cuando una cosa había sido dicha, dicha quedaba, no la repetía. Philippe era el encargado de las fotos y de la misa. Anne-Cécile, que es logopeda, se ocuparía de la pequeña dificultad en el habla de Clara, y Christine, que es profesora, de la orientación escolar. Laurent, director de recursos humanos en una empresa, fue ascendido a consejero para asuntos de dinero: indemnización por defunción, hipoteca de la casa, cobertura social de Patrice y las niñas, lo cual preocupaba enormemente a Juliette. Examinó con él las dos opciones, defunción a corto plazo o larga enfermedad. La segunda la inquietaba quizá más, desde el punto de vista económico, porque las bajas por larga enfermedad implican una reducción del sueldo, y el presupuesto familiar era ya muy justo. Una solución era hacer trampa, trabajar una semana y ausentarse la siguiente; otra era obtener una cuarta parte de tiempo terapéutico, pero temía no tener fuerzas para eso. En el caso de defunción, el seguro pagaría la hipoteca de la casa, y el consejero de la caja de previsión de la justicia, a quien ella y Laurent fueron a ver juntos, les dijo que Patrice estaría cubierto durante dos años. Pero ¿después?

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[10] Serie televisiva francesa de dibujos animados cuyo protagonista es un perro bastante tontaina. (N. del T.)