También a él le preparaba para la vida que le esperaba sin ella. Al principio él se negaba a mantener estas conversaciones que le parecían morbosas, pero se dio cuenta de que les hacían bien a los dos, y casi llegó a aguardarlas con placer: relajaban la tensión y Juliette estaba después más tranquila. Había una especie de dulzura muy conyugal y que, en algunos instantes, le parecía totalmente irreal, en sentarse a la mesa, debajo de la lámpara, para hablar de esto. En su pareja, era ella la que trabajaba fuera y él el que se ocupaba de la intendencia, no hacían falta consignas para la vida doméstica pero ella se empeñaba, de todos modos, en pasar revista a todo, como un propietario un poco maniático que explica a su inquilino el sitio de cada cosa en la casa, qué días hay que sacar la basura y cuándo habrá que renovar el contrato de mantenimiento de la caldera. El más penoso fue el día en que abordó la cuestión de las vacaciones de verano. Ya las había organizado y previsto que las niñas pasaran algunas semanas en cada una de las dos familias. Pensaba que a Patrice le vendría bien disponer de un tiempo para descansar: aquel verano sería duro para él. Al comprender que ella se refería al verano próximo, él tuvo un momento de vértigo que ella captó. Le cogió de la mano, dijo que hablaba en el caso de que, pero ninguno de los dos se engañaba.
Volví a pensar en aquel verano, que ya hemos dejado atrás, cuando Patrice me contó esto. Clara y Amélie pasaron una semana con nosotros, como Juliette había previsto, e hicimos lo posible por distraerlas. Clara se aferraba a Hélène. En un cuaderno con tapas, con su bonita letra escrupulosa, Amélie empezó una novela cuya heroína era, por supuesto, una princesa, y de la que recuerdo la primera frase: «Erase una vez una madre que tenía tres hijas.» Y, de repente, estas imágenes que eran para mí recuerdos me las representé como anticipaciones. Unos meses antes, Juliette había imaginado aquellos paseos en bicicleta, aquellos baños, aquellos mimos impregnados de pena, pensando: yo ya no estaré aquí. Será el primer verano de mis hijas sin mí.
En un momento de la temporada que pasé en el juzgado de primera instancia, la señora Dupraz, la secretaria con la que Juliette se entendía mejor, me habló de la tutela de menores, de las que se ocupaban las dos todos los martes. Cuando en una familia muere uno de los progenitores y deja una herencia a sus hijos, el juez de tutelas tiene por misión salvaguardar sus intereses y para ello controlar el uso del capital que hace el cónyuge superviviente. Debe darle cuenta un mes o dos después de la muerte del consorte, y algunos toman a mal lo que consideran una injerencia en la vida familiar. Lo cierto es que el viudo o la viuda no pueden sacar un céntimo de la cuenta de su hijo sin la autorización del juez, y los bancos son a este respecto tanto más estrictos porque en el caso de que incumplan esta normativa pueden ser condenados a reembolsar la suma. La mayoría de las peticiones no plantean problemas y Juliette adquirió pronto la costumbre de firmar fajos enteros de mandamientos judiciales en junio, para las vacaciones, y en diciembre, para los regalos navideños. Pero a veces ocurre que la frontera entre el interés del niño y el del adulto no está clara. Se puede autorizar la reparación de un tejado porque es mejor para el niño tener un techo sin goteras sobre su cabeza. Pero también es mejor para él tener un padre al que no le persigan los ujieres, ¿y esto significa que su capital puede servir para saldar las deudas paternas? Esto compete a la capacidad de apreciación del juez y hace falta mucho tacto para que estos arbitrajes se hagan con la menor interferencia posible. Juliette, me dijo la señora Dupraz, destacaba en esta justicia tan humana, con la que Patrice acaba de tener contacto. Pensando en él, Dupraz se acordó emocionada de un joven al que habían recibido para la apertura de su expediente. Acababa de perder a su mujer, tenían dos hijos pequeños, y su forma de hablar de ella y de ellos, la nobleza y la simplicidad de su aflicción las habían conmovido. Además era guapo, tan guapo que entre ellas pasó a ser una broma ritual decir: oye, a ése habría que citarle más a menudo. Me pregunto si Juliette, antes de morir, evocaría este episodio, recordaría a aquel joven viudo tan guapo, tan dulce, tan desvalido. Me pregunto si imaginó la entrevista que tendría Patrice en este despacho del juez de tutelas que había sido el suyo, y la impresión que causaría a la persona que lo ocupase, dos o tres meses después de su muerte. Sin duda.
Philippe, que dos o tres veces por semana tiene por costumbre salir a correr temprano por la mañana, convenció a Patrice de que le acompañara: le despejaría la cabeza. Corrían por todos los caminos del campo alrededor de Rosier, a un ritmo muy lento, a la vez porque Patrice no estaba entrenado y para poder hablar. Patrice confiaba a Philippe lo que no se atrevía a decirle a Juliette. Se reprochaba no apoyarla más, huir de ella en algunos momentos. También era penoso estar los dos todo el tiempo en casa, ella postrada en el sofá de la sala con su bombona de oxígeno, tratando de leer, dormitando, sufriendo y, por otra parte, sin reclamar la presencia de Patrice, que, refugiado en el sótano, en el cuarto que le servía de taller, fingía vagamente que trabajaba y en realidad se aturdía con videojuegos. Martin, el hijo de Laurent y Christine, iba a verle algunas veces y se pasaban horas intentando despegar con aviones o disparando bazucas contra huestes de enemigos. A Juliette no le gustaba que perdiese el tiempo de aquel modo, pero al mismo tiempo se daba cuenta de que él necesitaba aquella anestesia. En cuanto se detenía, el carrusel volvía a dar vueltas en su cabeza: miedo, piedad, vergüenza, amor ilimitado y luego las preguntas sin respuesta. Ya no: ¿se va a morir?, sino: ¿cuándo se morirá? ¿Podríamos haber hecho algo para evitarlo? Si hubieran detectado el tumor antes, ¿habría cambiado algo? ¿El primer cáncer no había tenido algo que ver con Chernóbil, y el segundo con la línea de alta tensión que se encontraba a cincuenta metros de su casa anterior? Había leído un estudio muy alarmante sobre el tema en la revista Sortir du nucléaire, a la que estaba suscrito. Este tipo de elucubraciones desquiciaban a los padres de Juliette, según dicen ellos, y Patrice había aprendido a no decir ni pío sobre estos temas, pero los seguía rumiando, y hacerlo le minaba.
Philippe se inquietaba al escucharle. Temía que no soportase el golpe, que a la muerte de Juliette no consiguiera salir adelante. Philippe, a su vez, piensa que él mismo no lo aguantaría: si se muriese Anne-Cécile, el mundo se derrumbaría para él, no sólo sería infeliz, sino que estaría perdido. No sabría manejarse. Y Philippe, hoy, admira tanto más a Patrice al ver que aguanta el golpe, que sale adelante, que se maneja. Al que se asombra, Patrice le dice: yo me tomo la vida como viene. Tengo tres hijas que educar y las educo. Es muy raro verle deprimido. Aguanta. Me descubro ante él, dice Philippe.