De los blancos que aguardaban debajo del baniano, delante del hospital, recuerdo sobre todo a Ruth, porque es con la que más hablamos y porque volvimos a verla, pero también a una inglesa de edad mediana, corpulenta, de pelo corto, que había perdido a su amiga; my girlfriend, decía, y me imagino a esta pareja de lesbianas ya entradas en años que vivían en una pequeña ciudad inglesa y participaban en la vida colectiva, y su casa instalada con amor, sus viajes todos los años a países lejanos, sus álbumes de fotos, todo esto roto. El regreso de la superviviente, la casa vacía. Sendas tazas con el nombre de cada una, y una de las dos ya no se utilizará, y la mujer obesa sentada a la mesa de la cocina se coge la cabeza con las manos y llora y se dice que ahora se ha quedado sola y estará sola hasta su muerte. En los meses siguientes a nuestro regreso, Hélène ha estado obsesionada por la idea de reanudar el contacto con los miembros de aquel grupo, de saber qué habría sido de ellos, si a alguno de ellos se le habría concedido el milagro. Pero por mucho que buscara entre nuestro equipaje el papel donde lo había anotado todo, nunca ha podido encontrarlo y tenemos que resignarnos a la idea de no volver a saber nada de esas personas. La imagen que conservo hoy de la media hora que pasamos con ellas es una imagen de película de horror. Nosotros estamos limpios y arreglados, indemnes, y nos rodea el corro de los leprosos, de los desplazados, de los náufragos que han vuelto al estado salvaje. La víspera eran como nosotros, nosotros éramos como ellos, pero les sucedió algo que no nos sucedió a nosotros y ahora formamos parte de dos humanidades separadas.
Por la noche, Philippe cuenta su historia de amor con Ceilán, adonde vino por primera vez hace más de veinte años. Informático de la región parisina, soñaba con países lejanos y tenía un colega esrilanqués con quien hizo amistad y que les invitó a su casa: a él, a su mujer de entonces y a Delphine, que era todavía una niña. Era su primer gran viaje en familia y les gustó mucho: el bullicio de las ciudades, el frescor de las montañas, la languidez de los pueblos a la orilla del océano, los bancales de arroz, el grito de los gecos, los techos de teja acanalada, los templos en los bosques, el fulgor del alba y las sonrisas, comer con los dedos los platos de arroz al curry. Philippe pensó: aquí está la verdadera vida, aquí me gustaría vivir algún día. Aquel día no había llegado aún: el colega esrilanqués se fue a Australia, se escribieron un poco, después se perdieron de vista, el contacto con la isla mágica se había roto. Philippe estaba harto de ser un directivo en la periferia de París, era un apasionado del vino, en aquella época un informático encontraba fácilmente un empleo bien pagado donde él quisiera, y entonces decidió instalarse cerca de Saint-Emilion. Allí se hizo enseguida una clientela: grandes viticultores, centrales de compras que él modernizaba y de las que vigilaba los sistemas de gestión. Su mujer abrió una tienda que, contra todo pronóstico en una región con fama de ser poco acogedora con los recién llegados, prosperó. Vivían en el campo, en una bonita casa en medio de las viñas, se ganaban bien la vida haciendo algo que les gustaba, habían conseguido reciclarse. Más tarde conoció a Isabelle, una divorciada sin traumas. Delphine creció, encantadora y sensata. No tenía aún quince años la primera vez que vio a Jérôme y decidió que sería el hombre de su vida. Él tenía veintiuno y era un chico guapo y sólido, heredero de una estirpe de ricos comerciantes de vino. En ese medio no se bromea con las diferencias de fortuna, pero cuando, andando el tiempo, el ensueño de la adolescente se transformó en un compromiso serio y compartido, Jérôme supo resistir a la presión de los suyos y mostró la firmeza tranquila de su carácter: amaba a Delphine, la había elegido, nadie le separaría de ella. Philippe idolatraba a su hija, era muy de temer que ningún pretendiente hallara gracia a sus ojos, pero se produjo otro flechazo, esta vez entre el yerno y el suegro. A pesar de los veinte años de diferencia descubrieron que tenían gustos comunes: los grandes burdeos y los Rolling Stones, Pierre Desproges y la pesca con caña, Delphine como remate, y su relación llegó a ser enseguida la de unos camaradas muy antiguos. Los recién casados encontraron una casa en un pueblo a una decena de kilómetros de donde viven Isabelle y Philippe. Las dos parejas se volvieron inseparables. Cenaban los cuatro en casa de unos u otros, Philippe y Jérôme se turnaban sacando una botella que degustaban a ciegas, pasaban la comida hablando de todo un poco, a los postres encendían un porro de hierba del jardín, ponían Angie o Satisfaction, se amaban, eran felices. Philippe, debajo de la parra, volvía a hablar de Sri Lanka. De aquello hacía ya ocho años, pero había conservado la nostalgia, y Delphine también. Una noche de otoño, justo después de la vendimia, cenaron fuera, habían bebido un Château Magdelaine de 1967, el año de nacimiento de Jérôme, y hablaban de ir allí de vacaciones los cuatro cuando Isabelle propuso la idea: ¿y por qué no hacían antes los dos hombres un pequeño reconocimiento?
Las cinco semanas de exploración de Sri Lanka es un recuerdo encantador para los dos varones. Con el saco de dormir y la Guía del trotamundos en el bolsillo, viajaron a tenor de los trenes, los autobuses, los tuk-tuks, las fiestas de pueblo, los encuentros, la inspiración del momento. Philippe estaba orgulloso de enseñar la isla a su yerno, y un poco molesto, primero, y al final igualmente orgulloso de que su yerno, al cabo de unos días, se las apañase incluso mejor que él. Con su anchura de hombros, su humor estable, su ironía sin maldad, me imagino a Jérôme como un compañero de viaje ideaclass="underline" tomándose las cosas según vienen, sin prisas, sin que nada le pillase desprevenido, acogiendo los contratiempos como oportunidades y a los desconocidos como amigos posibles. Más bajo, más nervioso, más locuaz, Philippe daba vueltas alrededor de aquella fuerza tranquila como su cuasi sosias Pierre Richard alrededor de Gérard Depardieu en Compadres o La cabra. Debía de divertirles mucho asombrar a los viajeros cuando les decían que eran yerno y suegro en las conversaciones entabladas en las verandas de las guesthouses.
Bajaron al sur. Cubrieron sin apresurarse las etapas de la carretera costera de Colombo a Tangalle, que nosotros recorrimos en taxi durante media jornada, y cuanto más serpenteaba y languidecía al alejarse de la capital, tanto más la vida parecía desperezarse entre resaca y cocoteros, edénica, intemporal. La última ciudad de verdad en esta costa es Galle, la fortaleza portuguesa donde cuarenta años antes Nicolas Bouvier había encallado solo y vivido en compañía de termitas y fantasmas una larga temporada en el infierno. Ni Philippe ni Jérôme tenían la menor afinidad con el infierno y recorrieron el camino silbando. Más allá de Galle sólo hay algunos villorrios de pescadores, Welligama, Matara, Tangalle y, a la salida de Tangalle, el barrio de Medaketiya. Un puñado de casas verdes o rosas de ladrillo, oscurecidas por la bruma, una selva de cocoteros, plátanos, mangos, cuyo fruto te cae directamente al plato. En la playa de arena blanca, canoas con balancín de colores vivos, redes, cabañas. No hay hoteles, pero algunas de las cabañas sirven de guesthouse y el tipo que las regenta se llama M. H. O sea, tiene unos de esos nombres esrilanqueses de como mínimo doce sílabas, sin las cuales un hombre no posee consistencia en el mundo, y para facilitar la vida a los extranjeros se hace llamar M. H., pronunciado a la inglesa: em-eich. Medaketiya y las guesthouses de M. H. eran el sueño de todos los mochileros del planeta. La playa. El final del camino, el sitio donde por fin te asientas. Habitantes sonrientes, nada complicados, nada estafadores. Pocos turistas, y los que hay son iguales que tú: individualistas, tranquilos, guardan celosamente el secreto. Philippe y Jérôme se quedaron allí tres días bañándose, comiendo por la noche el pescado que habían capturado por la mañana, bebiendo cervezas y fumando canutos, mutuamente satisfechos del éxito del periplo: el paraíso en la tierra existía, lo habían encontrado, sólo faltaba llevar allí a sus mujeres. Al marcharse, cuando le dijeron a M. H. que volverían pronto, él dijo educadamente el equivalente cingalés de Inshallah, pero los cuatro volvieron al año siguiente, y al siguiente, y también los siguientes. Organizaron más o menos su vida entre Saint-Émilion y Medaketiya. La de Philippe, sobre todo: los otros tenían más ataduras y sólo iban en vacaciones, pero él pasaba allá tres o cuatro meses cada año. Siempre en las cabañas de M. H., que poco a poco se convirtió en amigo suyo y que una vez hasta les visitó en Gironde: este viaje no fue muy venturoso, lejos de sus bases M. H. no estaba a gusto, no se aficionó a los grandes caldos de Burdeos, qué le vamos a hacer. De la guesthouse, Philippe trasladó su cuartel general a otro bungalow que M. H. le alquilaba todo el año. Isabelle y Philippe lo decoraron a su modo, se convirtió realmente en su hogar. Tenían una casa y amigos en Medaketiya, allí todo el mundo les conocía y les quería. Nació Juliette y la llevaron, bebé, a Medaketiya. M. H. había tenido tardíamente, además de sus hijos mayores, una niña llamada Osandi, y ésta, que tenía tres años más que Juliette, aprendió muy pronto a ocuparse de ella: era su hermana.