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Étienne: yo era su mentor en materia de derecho, y también lo era en materia de cáncer. Recorríamos el mismo camino y los dos teníamos claro que yo iba delante. Pero aquella tarde de viernes ella me adelantó. Me dijo: Étienne, tú formas parte de las varias personas que han dado un sentido a mi vida, gracias a lo cual la he vivido realmente. A pesar de la enfermedad, pienso que ha sido una buena vida. La miro y estoy contenta. Y yo, prosigue Étienne, yo que siempre hablo, no supe qué responderle. Ella había llegado a un lugar adonde yo no podía seguirla. Entonces dije: ¿has escrito la carta? Era algo de lo que habíamos hablado mucho, la carta que quería dejar a sus hijas. Había hecho borradores y los había tirado, cada vez que se ponía a escribirla se quedaba empantanada porque había demasiadas cosas que decir, o casi nada: os quiero, os he querido, que seáis felices. Dijo tristemente: no, no la he escrito, y le propuse que lo hiciera. ¿Aquí, ahora mismo? Sí, ahora mismo, ¿cuándo, si no? Para empezar, ¿qué les dirías de Patrice a tus hijas? Cada vez le costaba más esfuerzo hablar, pero respondió sin vacilar: era mi soporte. Me llevaba en brazos. Luego, al cabo de un tiempo: es el padre que elegí para vosotras. Vosotras también tenéis que elegir en la vida. Podéis pedírselo todo, os dará todo lo que le pidáis mientras seáis pequeñas, y cuando seáis mayores elegiréis vosotras. Reflexionó y después dijo: es todo.

No tomé ninguna nota; cuando volví a mi casa escribí la carta en dos minutos: hecha. Se la di a su hermana Cécile, que se la leyó y me dijo que Juliette había movido la cabeza para decir que estaba bien. Pero antes de salir de la habitación, me senté al borde de la cama y le tomé la mano. La mantuve unos instantes en la mía. Le había estrechado la mano cuando ella entró en mi despacho, seis años antes, pero después, y hasta aquel viernes por la tarde, nunca volvimos a tocarnos.

Patrice encontró en casa a las niñas al cuidado de su madre, que acababa de llegar y había relevado a Christine. No estaban excesivamente alteradas, las estancias de Juliette en el hospital formaban ya parte de la rutina de su vida. Lo que querían saber era si su madre asistiría a la fiesta de la escuela. Patrice les dijo que no, que no estaría, y ellas protestaron: se lo había prometido. Entonces Patrice les dijo que ella no volvería, que irían todos juntos al día siguiente a verla al hospital, después de la fiesta, y que sería la última vez porque se iba a morir. Tenía a Diane en brazos y se dirigía tanto a ella, aunque sólo tuviese quince meses, como a las dos mayores. Se acuerda de que Amélie y Clara lloraron, gritaron, que la crisis duró una hora y que luego se desmandaron hasta la hora de acostarse, de tan sobreexcitadas que estaban. Extrañamente, todos consiguieron dormir. Él fue al hospital muy temprano a la mañana siguiente, con objeto de volver a tiempo para el comienzo de la función. El estado de Juliette se había agravado durante la noche. Estaba muy agitada: su mirada huía hacia delante, empleaba todas las fuerzas que le quedaban en el acto de respirar, ronco, doloroso, sacudiendo todo el cuerpo. Sintiendo su presencia, le agarró del brazo y dijo varias veces con una voz ronca, bastante fuerte, balanceándose de delante hacia atrás: ¡venga, ahora se acabó! ¡Venga, ahora se acabó! El intentó hablarle, muy suavemente, decirle que las niñas irían a verla después de la fiesta, pero ella no parecía comprenderle y repetía: ¡venga, ahora se acabó! Patrice estaba consternado, a la vez porque las niñas podían llegar a verla de aquel modo y porque, cuando Juliette le había dicho que no tenía miedo a la muerte, la había creído. Ella aseguraba que lo que le resultaba insoportable era dejarles, a los cuatro, pero que estaba preparada para la muerte: la afrontaría. Este estoicismo era propio de ella, habría querido dejar de ella esta imagen, y lo que Patrice veía ahora era un cuerpo jadeante de sufrimiento, entregado a algo que se parecía al pánico. Se acabó la mente clara, la serenidad. Perdía el control. Ya no era ella. Él fue a ver a las enfermeras, que le dijeron que era el efecto del Atarax, pero que harían todo lo posible, como habían prometido, para que estuviera lo más serena y lúcida posible cuando llegaran sus hijas. Hicieron, desde luego, todo lo que estaba en su mano, pero sólo resultó a medias. Cuando Patrice, acompañado de Cécile, le llevó a las niñas, Juliette apenas estaba consciente. Si le hablaban de muy cerca, fijaba la mirada un segundo antes de que se volviera a perder en el vacío. Hizo uno o dos movimientos de cabeza que pudieron entenderse como un asentimiento. Amélie y Clara habían hecho dibujos para ella, le habían llevado una cinta con la grabación de la función, pero a pesar de la importancia que la cinta tenía para ellas y de la que la propia Juliette le daba incluso la víspera, Patrice no tuvo ánimos para conectar el vídeo en el televisor de la habitación. Fue tan penoso que acortaron la visita. Clara besó a su madre, Patrice le acercó a la mejilla la cara de Diane, pero Amélie estaba tan asustada que no quiso soltarse de los brazos de su tía.

En este punto del relato de Patrice, Amélie entró en la sala descalza y en pijama. Hacía mucho que se había acostado, pero había debido de despertarse y, por la puerta entreabierta de su cuarto, escuchar lo que hablábamos. Su aparición no turbó a Patrice, que de todos modos había empezado a contar los últimos días de Juliette en presencia de sus hijas, sin bajar la voz. Amélie se nos plantó delante y dijo: para mí es todavía más duro que para Clara y Diane que mi mamá se haya muerto, porque no me despedí de ella, tuve miedo. Patrice contestó con calma que no la había besado pero que se había despedido, y que lo importante era que estuviese allí, que su mamá la hubiera visto. Comprendí por su tono que no era la primera vez que hablaban de esto y, mientras él iba a acostarla, me pareció bien que Amélie pudiera formular el reproche que se hacía: una vez expresada, era menos probable que esta culpabilidad envenenase su vida sin que ella conociera siquiera su origen. Y como tengo buenas razones para pensar que es cierta la vulgata psicoanalítica sobre los beneficios de la palabra, por oposición a los estragos del silencio, muy sinceramente felicité a Patrice, cuando volvió, por permitir con su actitud general hacia sus hijas que las cosas se dijeran.