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Comimos juntos en Vienne, al día siguiente de mi larga conversación nocturna con Patrice, y después Étienne me acompañó a Rosier. Lo primero que dijo al llegar fue que tenía que irse de inmediato. Patrice y él no se habían visto desde el entierro, se les notaba entre sí un poco violentos, pero propuse que hiciéramos café y lo tomásemos fuera, debajo de la catalpa donde al final pasamos la tarde, cada vez más contentos de estar los tres juntos.

De aquella tarde recuerdo dos cosas.

Patrice hablaba de la forma en que él y las niñas aprendían a vivir sin Juliette. Ella me empuja, decía, su energía me empuja, y luego hay momentos en que ya no lo hace. Las noches son difíciles. Al principio pensé que nunca conseguiría dormir sin ella, tengo la sensación de sentirla pegada a mí, hasta tal punto mi cuerpo estaba acostumbrado al suyo, y después me despierto, ella no está y estoy perdido, totalmente perdido. Pero poco a poco me acostumbro a esta sensación. Sé que con el tiempo ella estará cada vez menos. Que un día pasará un cuarto de hora sin que piense en ella, y después una hora… Trato de explicárselo a las niñas… Cuando les digo que hemos tenido la suerte de estar con ella y de haberla amado y de que ella nos amara, Clara dice que la que tiene más suerte es Amélie, porque es la que más tiempo la ha tenido, y después Diane, porque no se da mucha cuenta, y por lo tanto es ella, la de en medio, la que peor lo tiene… A pesar de todo, pienso que los cuatro estamos en un buen ciclo. Pienso que saldremos adelante. ¿Y tú?

Se volvió hacia Étienne, al que la pregunta le pilló desprevenido.

¿Yo qué?

Tú, continuó Patrice, ¿cómo es para ti la vida sin Juliette?

Étienne, más tarde, me dijo que se había quedado estupefacto y que luego le turbó verse situado, de aquel modo ante el duelo, y casi en un pie de igualdad, por el propio viudo. En el fondo de sí mismo, este lugar le parecía injustificado (nota de Étienne: «No del todo: me parecía justificado tener un lugar»), pero nunca lo hubiese reclamado. Hacía falta la increíble generosidad de Patrice para reconocérselo como algo sobrentendido.

Étienne soltó una risita: ¿para mí? Oh, es muy sencillo. Lo que echo de menos es no poder hablar con ella. Es muy egoísta, como de costumbre sólo pienso en mí en este asunto, y lo que me digo es que hasta mi muerte hay cosas que ya no diré a nadie. Se acabó. La persona a las que podía decírselas sin que fuera triste ya no está.

Más tarde hablamos de las diapositivas que Patrice preparaba para la familia y los amigos en memoria de Juliette. Su primera selección de fotos había sido muy amplia, ahora estaba haciendo la segunda, más reducida. Algunas se imponían por sí mismas, sobre otras dudaba largo tiempo, no descartaba ninguna sin una punzada en el corazón y la impresión cada vez de que condenaba al olvido un instante de su vida en común. Consagraba las noches a esta tarea en su taller del sótano, después de haber acostado a las niñas. Era un momento del día que le gustaba, triste y dulce. No se apresuraba para acabar la preparación de diapositivas, sabiendo que cuando las hubiera acabado, repartido y copiado, habría rebasado un punto al que no tenía muchas ganas de llegar, en todo caso no demasiado rápido.

Un poco, señaló Étienne, como la carta que Juliette quería escribir a las niñas: se prometía a sí misma ponerse a escribirla y al mismo tiempo la rechazaba porque sabía que en cuanto la hubiese escrito ya no le quedaría nada más que hacer.

Nos callamos. Al otro lado de la plaza hubo una explosión de gritos infantiles. Era la salida de clase. Amélie y Clara estarían de regreso dentro de unos minutos, habría que darles la merienda y después ir a buscar a Diane. Étienne dijo entonces: hay una foto que no puede estar en tus diapositivas porque no existe, pero sería la que yo elegiría si sólo tuviera que conservar una. Una noche, ¿te acuerdas?, fuimos los cuatro a Lyon, al teatro. Juliette y tú, Nathalie y yo. Nosotros llegamos antes, os esperamos en el foyer. Os vimos entrar en el vestíbulo, subisteis la escalinata, tú la llevabas en brazos. Ella te rodeaba el cuello con los brazos, sonreía y lo bonito era que no sólo tenía una expresión feliz, sino orgullosa, increíblemente orgullosa, y tú también lo estabas. Todo el mundo os miraba al apartarse para dejaros pasar. Era realmente el caballero que lleva en brazos a la princesa.

Patrice se quedó silencioso un momento y después sonrió, con la sonrisa asombrada y pensativa con que recibes una evidencia en la que nunca habías pensado: es curioso, ahora que lo dices, siempre me gustó eso, llevar a la gente… Hasta de chaval llevaba a cuestas a mi hermano pequeño. Metía a los pequeños en una carretilla y empujaba, o me los cargaba a hombros.

En el tren que me llevaba a París me pregunté si existiría una fórmula tan simple y exacta -le gustaba transportar a la gente, tenía que transportarla- para definir lo que nos unía a Hélène y a mí. No la he encontrado, pero pienso que quizá algún día la descubramos.

Cuando volví de Rosier, a Hélène le habían crecido los pechos y me anunció que estaba embarazada. Debería haberme alegrado, pero me asusté. La única explicación que encuentro para este miedo es que no me sentía preparado: subsistían demasiadas trabas, había demasiados vínculos sin cortar. Para volver a ser padre en la segunda mitad de mi vida, habría sido necesario que yo fuese un hijo casi tranquilo, y me sentía muy lejos de serlo. A pesar de mi desasosiego, pensaba que más valía decir sí que no, y más o menos conscientemente, a tientas, esforzarme en cambiar. Mi proyecto ya no era pertinente, llamé a Patrice y a Étienne para advertirles de que lo abandonaba, añadiendo que quizá lo reanudase algún día, pero lo dudaba. Étienne dijo: tú verás. Me puse a escribir sin transición sobre mí mismo, sobre el desastre de mis amores anteriores, sobre el fantasma que obsesionaba a mi familia y al que quise enterrar. La gestación de mi libro duró lo que el embarazo, es un eufemismo decir que fueron meses difíciles, pero terminé poco tiempo después del nacimiento de Jeanne y, de la noche a la mañana, el milagro que esperaba sin creer que se cumpliría se hizo realidad: el zorro que me devoraba las entrañas se había ido, yo era libre. Pasé un año entero dedicado a gozar del simple hecho de estar vivo y ver crecer a nuestra hija. No tenía ideas para más adelante, y en consecuencia ninguna inquietud. Siempre me ha gustado, aunque me pareciese inaccesible, la forma en que Freud define la salud mental como la capacidad de amar y trabajar. Yo era capaz de amar, más aún de aceptar que me amasen, el trabajo ya saldría. Un poco al azar, sin saber adonde iba, la primavera pasada empecé a reunir mis recuerdos de Sri Lanka, de ahí pasé a repasar mis notas sobre Étienne, Patrice, Juliette y el derecho de consumo. Reanudé este libro tres años después de haber concebido el proyecto, lo termino tres años después de haberlo abandonado.

Esta vez decidí dejarlo a los interesados para que lo leyeran antes de publicarlo. Ya lo había hecho con Jean- Claude Romand, pero advirtiéndole que El adversario estaba terminado y que ya no cambiaría ni una línea. Someter Una novela rusa a la aprobación de mi madre y de Sophie habría sido como tirarla directamente al fuego: como no podía permitirme este lujo, las puse ante el hecho consumado. No lo lamento, me salvó la vida, pero hoy ya no lo haría. Hélène fue la primera en leer estas páginas. Había aceptado que yo emprendiera este trabajo, pero cuanto más se acercaba el final, más miedo tenía de descubrir lo que yo había escrito de Juliette. Sigue sin poder creer en su muerte y sin poder hablar de ella, quizá se reprocha no haber prestado suficiente atención a su hermana. Terminada su lectura, los dos sentimos alivio y envié el texto a Étienne y a Patrice diciéndoles lo contrario de lo que yo le había dicho a Romand: podían pedirme que añadiera, retirase o cambiara lo que quisieran: yo lo haría. Este compromiso inquietaba a Paul, mi editor. No hay precedentes, me recordaba, de que alguna vez alguien se haya declarado satisfecho de lo que se cuenta de él en un libro: en cuanto sus personajes lo hubiesen corregido, no quedaría ya nada del mío. En este caso se equivocaba, y mi última visita a Lyon y a Rosier fue al final para mí, y creo que también para ellos, el momento más conmovedor de toda esta empresa. Me sentía como un retratista que, al mostrarle el lienzo, confía en que el modelo estará contento, y los dos lo estuvieron. Étienne me dijo: hay cosas con las que no estoy en absoluto de acuerdo, pero me cuidaré de decirte cuáles para que no las toques. Me gusta que sea tu libro y, en conjunto, me gusta también el tipo que lleva mi nombre en tu libro. Hasta puedo decirte: estoy bastante orgulloso. No me pidió que suprimiese nada, solamente pidió algunos añadidos, con el fin de que cada cual tuviera lo que era suyo: al contar la ofensiva contra el TJCE, por afán de economía yo había omitido agregar a la troika Juliette-Étienne-Florès a la especialista de derecho comunitario que les había aconsejado, Bernadette Le Baut Ferrarese, y a él le había parecido injusto que ella no saliese en la foto. Patrice, por su parte, temía que yo concediera excesiva importancia a los desacuerdos políticos que había podido tener con Juliette. Volvía una y otra vez sobre este punto, argumentaba, matizaba, corregía. No le molestaba aparecer como un ingenuo de izquierdas, pero no quería de ninguna manera que a Juliette la creyeran, por poco que fuese, de derechas, y yo tenía la sensación perturbadora de oír a través del libro cómo proseguían la discusión confiada y apasionada que habían mantenido durante sus trece años de vida juntos. Tras nuestra sesión de trabajo, cuando fuimos a buscar a las niñas a la escuela, varias compañeras de clase de Amélie me rodearon y dijeron: ¿es verdad que has escrito un libro sobre Juliette? ¿Podremos leerlo? Pero la propia Amélie y sus dos hermanas, cuando en la cena abordé este asunto, prácticamente no reaccionaron. Sí, ya sé, decían, y miraban a otra parte, hablaban de otra cosa.