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En la entrada, Jeanne y yo nos ponemos el abrigo y ella se apodera del cochecito con firmeza. Su cochecito no es el que ella ocupa y donde se sienta cada vez más a disgusto, sino el de miniatura donde lleva a una muñeca calva y bastante fea cuyo cuerpo de plástico huele a chicle de fresa. Desde que Hélène le compró este cochecito, quiere salir con él a toda costa. En general, quiere hacerlo todo como nosotros, y como nosotros paseamos a nuestro bebé, ella quiere pasear al suyo. Así que el cochecito sale rodando al rellano, Hélène se acuclilla en el umbral del apartamento para besar a su hija una última vez antes de que se vaya, Jeanne hace ademán de entrar en el ascensor, del que sujeto la puerta, y luego cambia de idea, se vuelve hacia Hélène, dice adiós con la mano, vuelve al ascensor, se alza sobre la punta de los pies para apretar el botón. Justo antes de que la cabina de cristal pase por debajo del rellano, veo que Hélène nos sonríe. Salimos a la calle, Jeanne empujando el cochecito y yo vigilando para que no baje a la calzada. Está tan orgullosa de imitarnos que se olvida de distraerse y pararse, como acostumbra a hacer, delante de cada portal, de cada puerta cochera, de cada motocicleta: es responsable, avanza derecha, bajamos la rue d'Hauteville casi tan rápido como si yo fuera el que la empujase a ella. De vez en cuando se vuelve para que sea testigo de que lo hace todo bien. Llegamos al edificio de la señora que la cuida, levanto a Jeanne hasta el tablero de números y le guío los dedos, como cada mañana, sobre los botones. El de la luz, en la escalera, es la continuación del rito, y después el de la puerta del piso y el acecho, al otro lado, de los pasos de la señora Laouni en el pasillo. Jeanne está a gusto con ella, la señora Laouni es a la vez cariñosa y firme, se intuye que en su casa impera el orden. Sin embargo, el año pasado perdió a su marido. Telefoneó una mañana llorando para decir que no podría encargarse de Jeanne porque su marido había muerto esa noche, lo había encontrado muerto en la cama, un ataque cardíaco. Hasta entonces daba la impresión de ser una mujer feliz, en su sitio en la vida. Nunca amargura, cansancio, dejadez. Orden, buen humor, dinamismo, amabilidad. Nada de todo esto ha cambiado después de la muerte del marido. No sé nada de su vida de pareja, a él no lo vi nunca, se iba al trabajo antes de que yo llevara a Jeanne y volvía después de que yo hubiese pasado a recogerla, pero estoy seguro de que ella le amaba, que eran buenos compañeros, buenos padres para sus hijas, que ella le añora cruelmente, que la vida sin él es triste, injusta, contra natura, y lo que me impresiona es que su aflicción, que ella no oculta cuando le hablan de ella, nunca parece pesar sobre los niños que cuida. Dice: son ellos los que me ayudan a sobrellevarlo, y la creo. A veces, cuando abre la puerta por la mañana, veo claramente que tiene los ojos hinchados, que ha debido de llorar toda la noche, que le ha costado levantarse, pero coge a Jeanne en brazos y la niña se ríe, y la señora Laouni se ríe con ella, y sé que será así hasta la noche.

Subo la rue d'Hauteville, iré al café de la plaza Franz- Liszt a leer el periódico y después volveré a casa. Rodrigue habrá ido al colegio, Hélène quizá haya vuelto a acostarse y entonces yo también me acostaré y haremos el amor de esa manera conyugal, apacible, un poco rutinaria, que nos inspira a los dos un deseo renovado sin cesar y que espero que sea inagotable. Haré de nuevo café que tomaremos juntos en la cocina, hablando de los niños, de la marcha del mundo, de nuestros amigos, de detalles domésticos. Ella se irá a trabajar y llegará el momento de que yo también lo haga. Cada mañana desde hace seis meses, voluntariamente, he pasado unas horas delante del ordenador para escribir sobre lo que más miedo me da en este mundo: la muerte de un hijo para sus padres, la de una mujer joven para sus hijas y su marido. La vida me ha hecho ser testigo de estas dos desgracias, una tras otra, y me ha encomendado, o al menos así lo he comprendido, dejar testimonio de ellas. Me las ha ahorrado, rezo para que siga haciéndolo. A veces he oído decir que la felicidad se aprecia retrospectivamente. Pensamos: no me daba cuenta, pero yo era feliz entonces. En mi caso no es cierto. He sido infeliz mucho tiempo, y muy consciente de serlo; hoy amo lo que me ha tocado en suerte, y no tengo mucho mérito porque es algo amable, y mi filosofía entera se resume en la frase que habría murmurado, la noche de la coronación, Letizia, la madre de Napoleón: «Con tal de que dure.»Ah, y además: prefiero lo que me acerca a los demás hombres que lo que me distingue de ellos. También esto es nuevo.

Al llegar al final de este libro, pienso que falta algo a propósito de Diane. Amélie y Clara han tenido la palabra en él, cada una escena propia, como una habitación para ella sola, pero Diane, cuando sucedió todo esto, era tan pequeña que aparece solamente como un bebé mudo o berreando en los brazos de su padre. Ahora tiene cuatro años, y pienso que se dirá lo que por otras razones se han dicho sus hermanas: es todavía más difícil para ella que para las demás. Porque es la pequeña, porque tuvo a su madre a su lado sólo quince meses, porque ni siquiera se acuerda. Nathalie, la mujer de Étienne, me contó que en su última visita en familia a Rosier, Diane reclamaba continuamente que Juliette la cogiese en brazos, y que Juliette la ponía constantemente en los de Patrice. Sólo le quedaba un mes de vida y decía: no tiene que acostumbrarse, porque después lo echará mucho en falta. Patrice, por su parte, cuenta que las primeras palabras de Diane fueron: ¿dónde está mamá?, y que la primera película que le gustó fue Bambi. Vio cien veces la escena en que Bambi comprende que su madre no volverá a levantarse, es la imagen más exacta que se hace de su propia historia. Patrice dice también que de sus tres hijas es ella la que hoy habla más de Juliette, y la única que le pide con mucha frecuencia que le enseñe las diapositivas. Bajan los dos al sótano, se sientan delante del ordenador y él lo pone en marcha. Empieza la música, desfilan las imágenes. Patrice mira a su mujer. Diane mira a su madre. Patrice mira a Diane mirándola. Ella llora, él también, hay dulzura en llorar así juntos, el padre y su hija pequeña, pero no puede ni ya podrá nunca decirle lo que los padres quisieran decir siempre a sus hijos: no es nada. Y yo, que estoy lejos, yo, que de momento soy feliz, y bien consciente de lo frágil que es, quisiera curar lo poquísimo que se puede curar, y por eso este libro es para Diane y sus hermanas.

El libro de Philippe Gilbert, Les Larmes de Ceylan, lo ha publicado Éditions des Équateurs, y Le Livre de Pierre, de Louise Lambrichs, ha aparecido en Éditions du Seuil.

Gracias a Colette Le Guay, Philippe Le Guay y Belinda Cannone por nuestras estancias estudiosas en Montgoubert y por su amistad; y a Nicole, Pascale y Hervé Clerc, por el Levron y por la suya.