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Lo que más le gustaba a Philippe era partir un mes antes que los demás y pasarlo solo en Medaketiya, sabiendo que pronto se reunirían todos. Gozaba a la vez de la soledad y de la dicha de tener una familia: una mujer con la que formaba una buena pareja, una hija maravillosa, tanto que, al buscarse un marido, había encontrado la manera de encontrarle un amigo, su mejor amigo, sencillamente, y una nieta que se parecía a su madre a su edad, nada menos. La verdad, aquella vida era una buena vida. Había sabido arriesgarse cuando había que hacerlo -afincarse en Saint-Émilion, cambiar de oficio, divorciarse-, pero no había perseguido quimeras, ni hecho sufrir mucho a nadie, ya no buscaba conquistar nada, sino tan sólo saborear lo que había conquistado: la felicidad. Otra cosa que compartía con Jérôme, y que es rara en un muchacho de su edad: esa forma de mirar ligeramente socarrona, sin malevolencia, a la gente que se agita y se estresa e intriga, que tiene sed de poder y de ascendiente sobre el prójimo. Los ambiciosos, los jefecillos, los siempre insatisfechos. Jérôme y él eran más bien de esas personas que hacen bien su trabajo, pero una vez que lo han acabado, ya ganado el dinero, lo aprovechan tranquilamente en lugar de cargarse con más trabajo para ganar más dinero. Tenían lo necesario para estar contentos con lo suyo, no todo el mundo tiene esta suerte, pero ante todo y también tenían la sabiduría de conformarse, de amar lo que tenían, de no desear más. El don de permitirse vivir sin mala conciencia y sin prisa, de mantener una conversación lenta y burlona a la sombra del baniano, bebiendo una cerveza a pequeños tragos. Hay que cultivar nuestro jardín. Carpe diem. Para vivir felices, vivamos escondidos. Philippe no lo formula así, pero así lo entiendo y lo siento mientras habla, yo, tan alejado de esta sabiduría, yo, que vivo en la insatisfacción, la tensión perpetua, que persigo sueños de gloria y destrozo mis amores porque siempre me imagino que en otra parte, algún día, más tarde, encontraré algo mejor.

Philippe pensaba: he encontrado el lugar donde quiero vivir, el lugar donde quiero morir. He llevado a ese lugar a mi familia y he encontrado una nueva, la de M. H. Cuando cierro los ojos en la butaca de ratán, cuando siento bajo mis pies descalzos la madera de la terraza delante del bungalow, cuando oigo crujir sobre la arena la escoba de fibra de coco que M. H. pasa cada mañana por su cercado, ese sonido tan familiar, tan relajante, me digo: estás en tu casa. Estás en tu hogar. Al terminar la limpieza, M. H. vendrá a reunirse conmigo, sosegado y majestuoso con su sarong carmín. Fumaremos un cigarrillo juntos. Mantendremos un diálogo sin importancia, como esos amigos muy antiguos que no necesitan hablar para entenderse. Creo que me he convertido realmente en un esrilanqués, dijo un día Philippe, y se acuerda de la mirada amistosa pero un poco irónica que le lanzó M. H.: que te crees tú eso… Le ofendió un poco pero también le sirvió de lección. Era un amigo, sí, pero seguía siendo un extranjero. Su vida, creyera lo que creyese, no estaba allí.

Philippe podría pensar hoy: mi nieta ha muerto en Medaketiya, hemos perdido nuestra felicidad en unos instantes, no quiero volver a oír hablar de Medaketiya. Pero no piensa eso. Piensa que al fin va a demostrar a M. H. que su vida sí estaba allí, entre ellos, que es uno de ellos, que después de haber compartido la dulzura de los días pasados con ellos no va a alejarse de su desgracia, coger sus bártulos y decir adiós, quizá volvamos a vernos un día. Piensa en lo que queda de la familia de M. H., en sus casas destruidas, en las casas de sus vecinos pescadores, y dice: quiero quedarme a su lado. Ayudarles a reconstruir, a recomenzar su vida. Quiere ser útil, ¿qué otra cosa hacer consigo mismo?

No sabemos cuándo podremos partir. No sabemos adónde han llevado el cuerpo de Juliette: quizá al hospital de Matara, quizá a Colombo. Jerome, Delphine y Philippe no se irán sin ella y nosotros tampoco nos iremos sin ellos. Matara está demasiado lejos para ir en tuk-tuk, pero el dueño del hotel anuncia en el desayuno que un camión de la policía parte en esa dirección y que se las ha arreglado para que lleven a Jerome con ellos. Hélène se brinda de inmediato a acompañarle y él acepta de inmediato. Pienso que yo debería haberme brindado, que era un asunto de hombres, y les veo partir con una punzada de celos que me avergüenza. Me siento como un niño al que sus padres dejan en casa para ocuparse de cosas serias. Como Jean-Baptiste y Rodrigue, que desde hace cuarenta y ocho horas han sido abandonados a su suerte. Nosotros nos ocupamos de Philippe, Jérôme y Delphine, y apenas de ellos. Se pasan el día encerrados en su bungalow, releyendo viejas historietas, nos vemos en las comidas y se muestran silenciosos, enfurruñados, desplazados, y advierto que debe de ser difícil vivir así un acontecimiento tan enorme: tratados como niños, excesivamente protegidos, sin tener derecho a participar. Me digo que no ver nada es quizá más traumatizante que ver cadáveres, y que Jean-Baptiste, al menos, es lo bastante mayor para ir conmigo al pueblo. Entregado a su proyecto de ayuda, Philippe quiere conocer la situación por sí mismo. Dudo un poco de confiar a Rodrigue al cuidado de Delphine, pero ella dice que no hay ningún problema, al contrario, y nos vamos.