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El tuk-tuk pasa por delante del hospital, no lo bastante lejos para que nos ahorremos el olor de muerte. Desde la distancia, veo al grupo de turistas náufragos que dan vueltas lentamente debajo del baniano, y de nuevo esta vez tengo la impresión de ser un superviviente en una película de zombis, que sobrepasa en coche a un grupo de muertos vivientes ociosos, con los brazos colgando, que nos siguen con la mirada vacía. Al recorrer la calle principal, curiosamente tranquila, llegamos a la plaza del mercado donde Philippe encontró a Jérôme y a Delphine y les anunció la muerte de Juliette, y después bajamos a la playa de Medaketiya: un campo de barro negro, hediondo, del que emergen restos de barcos, de casas, de empalizadas, de troncos de árboles arrancados, y aquí y allá un pedazo de muro todavía en pie. En esas ruinas hay personas que se mueven, rebuscan, recuperan objetos heterogéneos: una palangana, una red de pesca, un plato rajado, lo único que les queda. Cuando pasa Philippe todos le reconocen, van a su encuentro y con cada uno la escena es prácticamente igual. Se abrazan, lloran juntos, intercambian noticias en un inglés macarrónico: esencialmente los nombres de los muertos. Philippe no comunica nada a nadie, ya saben lo de Juliette, lo de Osandi, lo de M. H. Pero él no sabe lo de los vecinos, y a cada muerte que le notifican lanza una especie de gemido, al igual que sus interlocutores. No se jactaba diciendo que conocía a todo el mundo, que todos le habían adoptado. Llora por estos pescadores esrilanqueses como por sus propios padres. Empieza a explicar a cada uno de los supervivientes que va a tener que marcharse enseguida, con Jerome y Delphine, pero que volverá pronto para ayudarles, que va a buscar dinero, que se quedará mucho tiempo. Para él parece muy importante decírselo y para ellos importante oírlo; en cualquier caso se abrazan aún más. Avanzamos entre escombros, de un superviviente a otro, de abrazo en abrazo, hasta el pequeño cercado de M. H. No queda nada de la guesthouse, y del bungalow que alquilaba Philippe sólo algunas tablas del suelo, el plato de una ducha, una pared adornada con un fresco que reproduce unos cocoteros, peces, redes, en colores vivos y alegres. Lo pintó Delphine con Juliette el año pasado. Las dos trabajaron a conciencia. Juliette tenía tres años, estaba orgullosa de ayudar a su madre. Philippe se sienta delante del fresco, entre los escombros. Jean-Baptiste y yo nos apartamos un poco. Le miramos, de lejos. En su lugar, ¿tú harías lo mismo que él?, me pregunta bruscamente Jean-Baptiste. ¿Si haría qué? Si tu nieta de cuatro años hubiera muerto, o si Gabriel y yo, tus hijos, hubiéramos muerto, ¿te ocuparías de los pescadores de Medaketiya? Titubeo. No lo sé. Yo, prosigue Jean-Baptiste, creo que yo pasaría totalmente de esos pescadores. Después de reflexionar, digo que no pasar de ellos es la prueba de una generosidad extraordinaria o bien una estrategia de supervivencia, y que prefiero ver en esto lo segundo. Me parece más humano. En un momento determinado, lo más humano es pensar sólo en uno mismo. Preocuparse de la humanidad en general cuando ha muerto tu hijo es algo que no me creo, sino que creo más bien que Philippe y Jérôme se preocupan de sobrevivir a la muerte de Juliette. Y de salvar a Delphine, sobre todo.

De vuelta al hotel, trato de contactar con Hélène por el móvil, pero no contesta. Jérôme y ella siguen sin aparecer a la hora de la comida; esperamos un poco y comemos sin ellos. Los italianos dueños del hotel se comportan desde hace dos días de un modo irreprochable: alojan y alimentan a todo el mundo, ofrecen las mismas atenciones a los refugiados sin blanca que a los huéspedes de pago y, como se ha interrumpido el abastecimiento, las comidas son cada vez más frugales, el servicio conserva la dejadez ceremoniosa que le caracterizaba antes de la catástrofe. Estoy nervioso, incómodo, consulto mi reloj. No lo confesaría por nada del mundo, pero la verdad es que para mí la situación se resume así: mi mujer se ha ido a vivir una experiencia extrema con otro hombre. Yo, que hace dos días la veía tristona y desganada, la veo ahora como una heroína de novela o de película de aventuras, la periodista guapa y valiente que en el calor de la acción da lo mejor de sí misma. En esa novela o película no soy yo el héroe, más bien me identifico, ay, con el marido diplomático, irónico, ponderado, perfecto en los cócteles y las recepciones al aire libre de la embajada, pero que, cuando ésta se ve rodeada por los jemeres rojos, ya no da la talla, contemporiza, espera a que otros tomen las decisiones en su lugar, y es su mujer la que ocupa la primera línea, arrostra los peligros, mira la muerte de cara. Para entretener la espera, cada vez más pesada, intento leer El pez escorpión. Me topo con un capítulo donde se describe Matara como un pueblo de hechiceros especialmente temibles, y encuentro esta frase: «Si supiéramos a lo que nos exponemos, nunca nos atreveríamos a ser felices.» Yo nunca me he atrevido, por tanto no me concierne. Juego una partida de ajedrez con Jean-Baptiste, dibujo con Rodrigue personajes más o menos monstruosos en hojas que doblamos de tal forma que uno no ve lo que ha dibujado el otro. Este juego que yo le enseñé, inspirado en los surrealistas, se llama el cadáver exquisito, y cuando Rodrigue repite la expresión le hago bajar la voz, molesto. Él comprende al instante por qué, lanza una ojeada inquieta a Delphine. Más tarde hablo con ella. Me describe su vida en Saint-Émilion. Siempre le ha gustado el campo, nunca pensó en vivir en otro sitio. Nunca ha buscado tampoco afirmarse o ser independiente trabajando: era una joven ama de casa absolutamente sin complejos, que daba un sesgo natural y hasta moderno al reparto más tradicional de las tareas. Jérôme trabajaba, ella se ocupaba de Juliette, de la casa, del jardín, los animales. Juliette adoraba a los animales, sobre todo a los conejos, y no dejaba que nadie, aparte de ella, les diese de comer. Jérôme volvía todos los días a la hora del almuerzo y se tomaba su tiempo, el tiempo de charlar tranquilamente con su mujer, de saborear la comida que ella había preparado, de jugar con su hija. Trabajaba, sí, pero a su ritmo, siempre disponible para ellas dos, para su suegro, para sus amigos, y los clientes a los que su oficio le obligaba a ver eran una ampliación del círculo familiar donde se desarrollaba su felicidad. Escucho a Delphine, la miro: rubia, graciosa, infantil. Su padre dice que se parece a Vanessa Paradis o, más bien -e insiste en el matiz-, que Vanessa Paradis se parece a ella. Es cierto, pero aunque sólo vi a Juliette una vez, media hora, creo que a quien se parece es a su hija. Trato de imaginar esta vida tan apacible y tan distinta de la mía. Delphine la describe con una voz tranquila, pero es una calma de sonámbula y todos los verbos están en pretérito.

Más tarde, Ruth llega al hotel. Después de pasar cuarenta y ocho horas delante del hospital, sin comer ni dormir, está tan debilitada que la han traído aquí más o menos a la fuerza. Le han servido un bocadillo que ella no toca, el mayor de los italianos, el que regenta el hotel, ha venido a decirle que le han preparado una habitación, insiste suavemente para que vaya a acostarse, a dormir un poco, pero ella mueve la cabeza. Cuando estaba debajo del baniano no quería moverse de allí. Ahora que la han desalojado para depositarla en esta butaca, tampoco quiere moverse de aquí, en todo caso no para ir a acostarse. Piensa que si cede al sueño Tom no podrá volver. Para que pueda volver, ella tiene que velar. Lo que quisiera es ir a la playa, sentarse en el sitio donde les separó la ola, allí donde se alzaba su bungalow, y quedarse ahí, con los ojos clavados en el horizonte, hasta que Tom resurja vivo del océano. Se pone muy rígida al decir esto, como si hiciera meditación, y es posible imaginar que se quede así en la playa durante días, semanas, sin comer ni dormir ni hablar, con la respiración cada vez más lenta y silenciosa, pasando poco a poco de su condición de persona a la de estatua. Su determinación da miedo, parece a punto de pasar al otro lado, a la catatonia, la muerte en vida, y Delphine y yo comprendemos que nuestro cometido es hacer todo lo posible para impedírselo. Esto equivale a convencerla de que Tom no volverá, que ha muerto ahogado como los demás. Al cabo de dos días, es prácticamente cierto. Con la esperanza de ayudarla, del mismo modo que Jérôme la ayuda a ella, Delphine le cuenta su historia. Le dice lo que yo hasta ahora no le he oído decir, son los demás los que lo dicen delante de ella: que su hijita ha muerto. En su inglés escolar, pronuncia las palabras: My little girl is dead. Ruth sólo hace una pregunta: ¿la has visto muerta? Delphine no tiene más remedio que responder que sí, y Ruth dice: entonces no es lo mismo. Yo no he visto a Tom muerto. Hasta que le haya visto, no creeré que ha muerto. Y creer sería como matarlo. No ove eran cosa de lo que le dicen, pero se la puede hacer hablar, es una manera de mantener un vínculo. Es asistenta social, Tom era carpintero. Se niega a creer en su muerte, pero dice: He was a carpenter. El imperfecto empieza a roer sus frases. Se conocen y se quieren desde la adolescencia, se casaron en otoño y al día siguiente de la boda se fueron a dar la vuelta al mundo durante un año. Sabían lo que harían a su regreso: su primer hijo -querían tener tres- y su casa. En un pueblo no lejos de Glasgow, se han endeudado para comprar una parcela con algunas piedras, las ruinas de una granja que Tom iba a restaurar. Llevaría el tiempo que llevase, probablemente dos años, porque Tom sólo podía trabajar en la granja durante sus ratos de ocio, y aquellos dos años vivirían en una caravana. El niño pasaría su primer año en la caravana, pero después ellos tendrían y sus hijos tendrían una casa, una verdadera casa suya, lo que ni el uno ni la otra habían tenido en su propia infancia porque proceden de familias rurales desarraigadas, perdidas en la ciudad, sin solar patrio. Tom y Ruth se parecían, sus historias respectivas se asemejaban, y al escuchar a Ruth se adivina que no fueron fáciles. Tienen el mismo miedo de andar a la deriva, de llevar una vida que no habían deseado, pero se habían encontrado y prometido que seguirían juntos en la bonanza y en la adversidad, que se ayudarían a toda costa. Juntos eran fuertes, tenían un proyecto, construirían su vida y no permitirían que se fuese al garete. Antes de entregarse a este proyecto con todas sus fuerzas, de afincarse en un lugar gracias a los hijos, el trabajo, el pago de los préstamos, las servidumbres a las que, por otra parte, aspiraban, habían decidido concederse aquel año de libertad y ver los dos solos el vasto mundo. A continuación tomarían los arreos y ya no se detendrían, desarrollarían una vida tenaz y laboriosa en un pueblo de Escocia, entre el campo y la periferia industrial, donde llueve las tres cuartas partes del tiempo. Pero antes habría habido esto: la vuelta al mundo con la mochila a la espalda, las estaciones de autobús, los amaneceres y los crepúsculos de los trópicos, los trabajos ocasionales en cada etapa para no gastar los ahorros, un mes lavando platos en una pizzeria de Izmir, otro en un astillero en el sur de la India, e imágenes, recuerdos que les durarían toda la vida. Se veían ya viejos, mirando las fotos de la gran aventura de su juventud en la casa construida por Tom, la casa donde habrían crecido sus hijos y a la que llegarían sus nietos. Pero ya no hay recuerdos posibles, proyectos posibles, si Tom ya no está a su lado para compartirlos. La juventud de Ruth ha terminado y ya no quiere llegar a la vejez. La ola se ha llevado su porvenir al mismo tiempo que su pasado. Ya no tendrá casa ni hijos. No serviría de nada decirle que a los veintisiete años su vida no ha acabado, que al cabo de un tiempo de duelo encontrará a otro hombre con el que podrá emprender otra cosa. Si Tom ha muerto, morir es lo único que le queda a Ruth.