Hélène me contó aquella noche que habían tardado mucho en llegar a Matara. No está muy lejos, pero la carretera estaba cortada regularmente, recogían y depositaban a autoestopistas, en cada puente había que esperar porque en todos los ríos repescaban cadáveres. Hubo un momento en que el camión pasó por delante del centro de buceo donde pensábamos ir el día de la ola: no quedaba nada del edificio ni del club de vacaciones del que formaba parte, y el policía al que Hélène preguntó lo que había sido de sus centenares de clientes suspiró: all dead. El hospital de Matara es mucho más grande que el de Tangalle, allí manejan muchos más cadáveres, el olor de muerte era incluso más fuerte que la víspera. Condujeron a Hélène y a Jérôme a la cámara frigorífica, cuya veintena de cajones contenía cuerpos de blancos: la sección Vip, dijo sarcàstico Jérôme, cuyo humor se volvía cada vez más agrio. Les abrieron los cajones, uno detrás de otro. Hélène no sabía lo que temía más, que Juliette estuviera en uno de ellos o que no estuviera. No estaba en ninguno. Recorrieron el hospital de arriba abajo. Jérôme agitaba ante la cara de la gente el papel donde, en Tangalle, habían garabateado la descripción de Juliette. Le respondían señalando, con un gesto consternado de impotencia, los cuerpos grises e hinchados que ocupaban el suelo: usted verá, elija. A] cabo de una hora lo habían visto todo y estaban totalmente desamparados. Alguien les indicó una oficina donde un empleado delante de un ordenador hacía desfilar en diaporama las fotos de los muertos que, tras su paso por el hospital, habían sido trasladados a otro sitio. Media docena de esrilanqueses formaba un corro alrededor de la pantalla, y el círculo se amplió para hacer un hueco a Hélène y a Jérôme. Debieron de tomarles por una pareja. Una hermosa pareja: él muy grande, con una camisa blanca, el pelo rizado, sin afeitar, y ella con un pantalón blanco y una camiseta sobre su cuerpo magnífico, los dos con una expresión tensa de inquietud y congoja. Todo el mundo estaba harto de su propia inquietud, de su propia congoja, pero ellos inspiraban simpatía, hacían lo que podían por ayudarles. Jérôme describió a su hija al empleado, que no comprendía bien y seguía haciendo desfilar las fotos en la pantalla. Hombres, mujeres, niños, ancianos, nativos y occidentales, con el rostro enmarcado, deteriorado, tumefacto y los ojos abiertos o cerrados, desfilaron decenas, la pantalla dedicaba unos segundos a cada foto y después, automáticamente, pasaba a la siguiente, y por fin apareció la de Juliette. Hélène estaba al lado de Jérôme. Le vio mirar la foto de su hijita muerta. Vio cómo la miraba. Cuando otra foto sustituyó a la de Juliette, Jérôme enloqueció. Se precipitó sobre el ordenador, pidió a gritos que volviese atrás. El empleado pulsó el ratón y consultó la ficha que acompañaba a la foto: Juliette ya no estaba allí, la habían trasladado la víspera a Colombo. Su foto fue reemplazada de nuevo y Jérôme sucumbió de nuevo al pánico y le pidió que volviera atrás: no conseguía separarse de la pantalla ni aceptar que Juliette desapareciera. El empleado pulsó varias veces seguidas para detener el desfile automático. Jerome miraba ávidamente la cara de su hija, sus cabellos rubios, los tirantes del vestido rojo sobre los hombros redondos y bronceados. Cada vez que aparecía una nueva foto suplicaba: again! Again, again, y al escribir esto pienso en Jeanne, nuestra hijita, que dice desde hace poco: ¡otra vez!, incansable, para que la hagamos saltar sobre nuestras rodillas o encima de la cama. ¿Fue Hélène la que, para poner fin a la escena, para arrancar a Jérôme del abismo, le cogió de la mano y le dijo: anda, vámonos ya? ¿Cómo volvieron? Había lagunas en su relato, lo refería con reticencia. Estaba agotada, por supuesto, al borde de un ataque de nervios, pero yo comprendía también que si ella no contaba más era para no traicionar la intimidad horrorosa y perturbadora que acababa de compartir con Jérôme, y esta intimidad me hacía daño.
Transcurrió otro día antes de que pudiéramos partir a Colombo. Un día vacío: ya sólo quedaba aguardar, y aguardamos. Estábamos con nuestro grupo y por tanto apenas me acuerdo de los demás, de los clientes del hotel y rescatados. En la periferia, casi invisibles porque comían aparte, estaban los suizos ayurvédicos y Leni Riefenstahl, que cada mañana seguía haciendo sus largos de piscina. Más cercana, una pareja israelí con su hija, que debía de tener la misma edad que Juliette, y a la que no perdían de vista, diciéndose, forzosamente, que podría haber corrido la misma suerte que aquélla, y una familia de franceses antipáticos, muy preocupados por el uso que personas deshonestas podrían hacer de sus tarjetas de crédito si les ponían la mano encima entre los escombros, por no hablar del dinero en efectivo, del que decían, admirándose de ser tan generosos, que lo daban por perdido. Sin duda guardaban rencor a Delphine y a Jérôme por el freno que su desgracia imponía a la expresión de sus propias lamentaciones; en todo caso les evitaban y aguardaban a que no estuvieran en las proximidades para precipitarse sobre Hélène o sobre mí, pedirnos prestados los móviles y exigir vociferando a su compañía de seguros que les enviase sin dilación un helicóptero.
Jérôme ha conseguido de la dirección del hotel un traslado a Colombo para el día siguiente. El minibús podría transportar, apretujados, a una docena de pasajeros, y dedicamos una parte de la noche a las negociaciones para asignar las plazas. Habría quizá otra expedición uno o dos días más tarde, pero no era seguro porque la mayor parte de los vehículos disponibles en la costa habían sido confiscados para los auxilios y faltaba combustible: había que aprovechar la oportunidad. La tragedia que sufrían les había valido aquel trato prioritario a Jérôme, Delphine y Philippe, y nosotros estábamos desde el primer día tan cerca de ellos que, por descontado, también nos incluían en el viaje. Jean-Baptiste y Rodrigue estaban hartos de ir y venir del bungalow al restaurante y la piscina del hoteclass="underline" acogieron con alivio la partida. Por medio de su familia, Ruth había sabido que Tom, herido, se encontraba en el hospital de una pequeña ciudad situada a unos cincuenta kilómetros del mar, en las montañas; nos perdíamos en conjeturas sobre la forma en que habría ido a parar allí, pero como estaban cortados grandes tramos de la carretera costera, y había que pasar por el interior de las tierras para llegar a Colombo, quedó convenido que también la llevaríamos y que, haciendo un desvío, la dejaríamos en la cabecera de su marido. Quedaban cuatro plazas que la dirección del hotel se sintió obligada a ofrecer a los franceses antipáticos, pero ya fuese porque les molestaba la vecindad de sus compatriotas en duelo, ya porque contaban firmemente con el helicóptero de su compañía de seguros, afortunadamente declinaron la propuesta.