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– ¿Qué tiene tanta gracia? -preguntó su madre mientras entraba en la sala, pero antes de que alguien pudiera responderle el teléfono sonó otra vez-. Por el amor de Dios. -Sacudió la cabeza y volvió a la cocina, sólo para volver un instante después meneando de nuevo la cabeza-. Colgaron antes de que pudiera contestar.

Joe dirigió una mirada desconfiada a su pájaro y sus sospechas se confirmaron cuando Sam ladeó la cabeza y el teléfono volvió a sonar.

– Por el amor de Dios -repitió su madre y volvió a la cocina.

– Mi papá se comió un insecto -dijo Todd a Joe, llamando su atención-. Asamos perritos calientes y se comió un bicho.

– Bueno, Ben se lo llevó de acampada porque cree que las chicas y yo lo estamos afeminando -dijo la hermana de Joe, sentándose en el sofá a su lado-. Dijo que necesitaba llevarse a Todd para hacer cosas de hombres.

Joe lo entendió perfectamente. Se había criado con cuatro hermanas mayores que lo habían vestido con sus ropas y le habían pintado los labios. A los ocho años lo habían convencido de que era un hermafrodita llamado Josephine. No había sabido lo que era un hermafrodita hasta que a los doce lo buscó en el diccionario. Después de eso, se pasó varias semanas aterrorizado, pensando que le crecerían unos enormes senos como a la mayor de sus hermanas, Penny. Afortunadamente, su padre lo había pillado examinando su cuerpo en busca de cambios y había convencido a Joe de que no era un hermafrodita. Luego se lo había llevado de acampada y no había dejado que se bañara en una semana.

Sus hermanas unidas eran como Bondini; nunca olvidaban nada. Mientras crecían habían disfrutado y, simplemente, había sido un infierno para su psique. Pero si sospechaba por un segundo que las parejas de sus hermanas no las trataban bien, les propinaría gustosamente una buena paliza a cada uno de ellos.

– Un insecto aterrizó en el perrito caliente de Todd, que se puso a llorar negándose a probarlo -continuó Tanya-. Lo cual es completamente comprensible y no puedo culparlo, pero Ben agarró el insecto y se lo comió haciéndose el machote. Y le dijo: «si yo puedo comer el maldito insecto, tú puedes comer el perrito caliente».

Sonaba razonable.

– ¿Te comiste el perrito caliente? -preguntó Joe a su sobrino.

Todd asintió con la cabeza y su sonrisa mostró el hueco de sus dientes frontales.

– Después, yo también me comí un bicho. Uno negro.

Joe miró fijamente la cara pecosa de su sobrino y compartieron una sonrisa conspiradora. Una sonrisa de chicos tipo «yo puedo hacer pis de pie». Una sonrisa que las chicas nunca podrían entender.

– Colgaron otra vez -anunció Joyce, entrando en la habitación.

– Te hace falta un identificador de llamadas -le dijo Tanya-. Nosotros lo tenemos y siempre miro para saber quién está llamando antes de contestar.

– Quizá lo ponga -dijo su madre, sentándose en una vieja mecedora con cojines pintados, pero cuando su trasero tocó el asiento, el timbre volvió a sonar-. Me estoy haciendo vieja -suspiró levantándose-. Alguien está jugando con el teléfono.

– Usa la opción de devolver la última llamada recibida. Te lo enseñaré. -Tanya se levantó y siguió a su madre a la cocina.

A las chicas les volvió a dar un ataque de risa y Todd se cubrió la boca con la mano.

– Sí -dijo Dewey sin apartar la vista del Duke-. Ese pájaro está coqueteando con el desastre.

Joe colocó las manos detrás de la cabeza, cruzó los tobillos y se relajó por primera vez desde el robo del Monet del señor Hillard. Los Shanahan eran bastante escandalosos y estar sentado en el sofá de su madre rodeado de todo ese jaleo le hacía sentir de nuevo en casa. También le recordaba su propia casa vacía en el otro extremo de la ciudad.

Hasta hacía un año, no le había preocupado nada el asunto de encontrar una esposa y formar una familia. Siempre había pensado que tenía tiempo, pero recibir un disparo le había hecho ver las cosas desde otra perspectiva. Le había recordado qué era importante en la vida: una familia como la suya.

Claro, tenía a Sam y vivir con Sam era como vivir con un niño de dos años, desobediente, pero muy entretenido. Sin embargo, no podía hacer fuegos de campamento ni perritos calientes con Sam. No podía comer insectos. La mayor parte de los polis de su edad tenía hijos, y mientras había estado tirado en casa recuperándose, había comenzado a preguntarse cómo sería participar en las ligas infantiles y mirar cómo sus hijos corrían a las bases. Imaginarse a los hijos era la parte fácil. Pensar en una esposa era un poco más difícil.

No creía ser demasiado selectivo, pero sabía qué le gustaba y qué no le gustaba en una mujer. No quería una mujer que se pusiera histérica por cosas como los aniversarios mensuales y a la que no le gustara Sam. Sabía que tampoco quería una mujer vegetariana demasiado preocupada por la grasa y el tamaño de sus muslos.

Quería volver a casa al salir del trabajo y tener a alguien esperándolo. Quería llegar a casa sin llevar la cena. Quería una chica práctica, alguien con ambos pies firmemente plantados en el suelo. Y por supuesto, quería a alguien que le gustara el sexo que a él le gustaba. Tórrido, definitivamente tórrido. Unas veces rudo y picante, otras no, pero siempre desinhibido. Quería una mujer a la que no le diera miedo tocarle ni que se asustara si la tocaba. Quería mirarla y sentir cómo la lujuria atravesaba su vientre, y saber que ella sentía lo mismo que él.

Siempre había creído que reconocería a la mujer adecuada en cuanto la viera. Realmente no tenía ni idea de cómo lo sabría, sólo sabía que lo haría. Sentiría como si lo dejaran totalmente K.O. o lo fulminara un rayo, y entonces lo sabría.

Tanya volvió a la sala con el ceño fruncido.

– El último número que llamó era de Bernese, la amiga de mamá. ¿Por qué Bernese estará tomándole el pelo por teléfono?

Joe se encogió de hombros y confió en que su hermana no averiguara quién era el verdadero culpable.

– Tal vez está aburrida. Cuando era novato, una viejecita nos hacía ir una vez al mes a su casa alegando que había ladrones que intentaban robar sus preciosos perros afganos.

– ¿Y lo hicieron?

– Diablos, no. Deberías ver esas cosas, eran verde, naranja y púrpura. Joder, te quedabas ciego si las mirabas fijamente. De todas maneras siempre nos tenía preparadas unas galletas y un par de refrescos. Las personas mayores suelen sentirse solas y hacen cosas de lo más extrañas simplemente para tener a alguien con quien hablar.

Los ojos oscuros de Tanya se clavaron en los suyos y el ceño se le hizo más profundo.

– Eso es lo que te va a ocurrir a ti si no encuentras a alguien que te cuide.

Las mujeres de su familia siempre lo fastidiaban sobre su vida amorosa, pero desde que le habían disparado, su madre y sus hermanas habían redoblado sus esfuerzos para verle felizmente casado. Relacionaban matrimonio con felicidad. Querían que él viviera su versión del «y comieron perdices» y aunque entendía su preocupación, lo volvían loco. No se atrevía a insinuarles que en realidad pensaba en eso seriamente. Si lo hiciese, caerían sobre él como buitres carroñeros.

– Conozco a una mujer realmente agradable que…

– No -la interrumpió Joe, aún no estaba dispuesto a considerar a las amigas de su hermana. Se la imaginaba contando cada pequeño detalle a su familia. Tenía treinta y cinco años, pero sus hermanas todavía le trataban como si tuviera cinco. Como si no fuera capaz de encontrar su trasero sin que le dijeran que estaba al final de la espalda.

– ¿Por qué?

– No me gustan las mujeres agradables.

– Eso es lo que te pasa. Estás más interesado en el tamaño de las tetas que en su personalidad.

– No me pasa nada. Y no es el tamaño de las tetas, es la forma lo que cuenta.