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Tanya resopló. Joe no recordaba haber oído un sonido parecido a otra mujer.

– ¿Qué? -preguntó.

– Vas a ser un viejo muy solitario.

– Tengo a Sam para acompañarme y probablemente me sobreviva.

– Un pájaro no cuenta, Joey. ¿Tienes novia ahora? ¿Alguien que presentar a la familia? ¿Alguien con quien considerarías casarte?

– No.

– ¿Por qué no?

– No he encontrado a la mujer adecuada.

– Si hasta los hombres del corredor de la muerte encuentran una mujer para casarse, ¿por qué razón no lo haces tú?

Capítulo 4

El pequeño distrito histórico de Hyde Park estaba situado al pie de las colinas de Boise. En los años setenta el distrito había padecido la dejadez causada por el éxodo a los suburbios y la popularidad de las casas prefabricadas. Pero en los últimos años los negocios se habían modernizado y se habían reformado las tiendas. Como resultado la ciudad había vuelto a renacer.

Con una longitud de tres manzanas, Hyde Park estaba en medio de los barrios residenciales más antiguos de la ciudad. Sus habitantes eran una variopinta mezcla de bohemios y gente influyente. Ricos, pobres, jóvenes o ancianos que llevaban tanto tiempo allí como las aceras agrietadas. Artistas que luchaban por abrirse camino y prósperos yuppies vivían unos al lado de otros. Pequeñas casas púrpura con cornisas color naranja junto a casas victorianas con caminos adoquinados.

Los negocios del barrio eran tan eclécticos como los residentes. La vieja zapatería estaba abierta desde que se podía recordar y en la misma manzana un chico podía cortarse el pelo por siete pavos. Lo mismo se podía tomar tacos que pizza, un café expreso que ropa interior comestible en la tienda de lencería Naughty or Nice. Podías cenar en el autoservicio 7-Eleven después de llenar el depósito de gasolina, y comprar desde un Slurpie a un National Enquirer. Podías perderte entre las callejuelas para hacer prácticamente de todo, desde curiosear en librerías de segunda mano hasta intentar hacerte con raquetas para la nieve o bicicletas. Hyde Park tenía de todo. Y Gabrielle Breedlove y Anomaly encajaban allí perfectamente.

El sol matutino se derramaba sobre el barrio iluminando directamente el escaparate de Anomaly y llenando la tienda de luz. El escaparate estaba repleto de una gran variedad de platos orientales de porcelana y lavamanos. Una vidriera dorada de unos treinta centímetros con grandes palomas dibujadas en la superficie llenaba de sombras irregulares la alfombra berberisca.

Gabrielle estaba en la parte oscura de la tienda, añadiendo algunas gotas de aceite a un delicado vaporizador de cobalto. Durante más de un año, había experimentado con diferentes aceites esenciales. Todo el proceso era un ciclo continuo de probar, equivocarse y volver a probar.

Estudiaba las propiedades químicas mezclando los aceites en pequeños frascos, utilizando las pipetas y los quemadores como si de un científico loco se tratase. Crear aromas maravillosos satisfacía su lado más artístico. Creía que ciertos aromas podían curar mente, cuerpo y espíritu, ya fuera por sus propiedades químicas o evocando imágenes cálidas y agradables que sosegaban el alma. Sin ir más lejos la semana anterior había logrado crear con éxito un preparado único. Lo había embotellado en bellos frascos rosas y como parte del marketing, había colmado la tienda de una suave fragancia a flores y cítricos embriagadores. Lo vendió todo el primer día. Esperaba que le fuera igual de bien en el Coeur Festival.

El preparado que se traía entre manos no era tan especial, pero era muy conocido por sus efectos relajantes. Enroscó el cuentagotas al frasco de pachuli y lo devolvió a la caja de madera que contenía los demás aceites. Cogió otro de los pequeños frascos que contenía salvia y, con mucho cuidado, añadió dos gotas. Se suponía que ambos aceites combinados ayudarían a reducir la tensión nerviosa, relajarían, y aliviarían el exceso de cansancio. Esa mañana, con un policía a punto de infiltrarse en la tienda, Gabrielle necesitaba las tres cosas a la vez.

La puerta trasera de Anomaly se abrió y cerró, y se sintió invadida por el pánico. Miró por encima del hombro hacia la parte trasera de la tienda.

– Buenos días, Kevin -saludó a su socio.

Le temblaron las manos mientras cambiaba de frasco. Eran las nueve y media de la mañana y ya tenía los nervios de punta, y además estaba que se caía de sueño. No había dormido en toda la noche intentando convencerse a sí misma de que podría mentir a Kevin. De que no era tan malo permitir que el detective Shanahan trabajara de encubierto en la tienda si con ello ayudaba a limpiar el nombre de Kevin. Pero tenía varios problemas graves: era una mentirosa deplorable y, para ser sinceros, no creía que pudiera fingir que le gustaba el detective pues era incapaz de imaginarse a sí misma como su novia.

Odiaba mentir. Odiaba crear mal karma. Pero realmente, ¿qué era una mentirijilla más cuando estaba a punto de crear una perturbación kármica de proporciones sísmicas?

– ¡Hola! -saludó Kevin desde el vestíbulo encendiendo las luces-. ¿Qué estás mezclando hoy?

– Pachuli y salvia.

– ¿Y no acabará oliendo la tienda como un concierto de esos hippies de Grateful Dead?

– Probablemente. Lo hice para mi madre. -Además de ayudar a relajarse, el perfume le recordaba cosas agradables, como el verano en que ella y su madre habían seguido a los Grateful Dead a lo largo del país. Gabrielle tenía diez años y le había encantado dormir en la furgoneta Volkswagen, comer tofú y teñir todo lo que caía en sus manos. Su madre lo había llamado el verano del despertar. Gabrielle no sabía exactamente que era lo que había despertado, pero había sido la primera vez que su madre había hablado de sus poderes psíquicos. Antes de eso eran metodistas.

– ¿Qué tal las vacaciones de tu madre y tu tía? ¿Has hablado con ellas?

Gabrielle cerró la tapa de la caja de madera y miró a Kevin, que estaba al otro lado de la habitación, en la puerta de la oficina que compartían.

– No, no hablo con ellas desde hace unos días.

– Cuando vuelvan, ¿se quedarán en su casa de la ciudad unos días o irán al norte con tu abuelo?

Suponía que el interés de Kevin por su madre y su tía tenía más que ver con el hecho de que le ponían nervioso que con la simple y genuina curiosidad. Claire y Yolanda Breedlove no sólo eran cuñadas, sino que también eran las mejores amigas del mundo y vivían juntas. Algunas veces se leían el pensamiento, lo que podía llegar a ser espeluznante si no estabas acostumbrado.

– No estoy segura. Creo que vendrán a Boise para recoger a Beezer, luego irán en coche al norte para ver qué tal anda mi abuelo.

– ¿Beezer?

– El gato de mi madre -contestó Gabrielle. La culpa le estaba creando un nudo en el estómago mientras miraba fijamente los familiares ojos azules de su amigo. El ya pasaba de los treinta años pero aparentaba alrededor de veintidós. Era unos centímetros más bajo que Gabrielle y tenía el pelo rubio claro. Era contable de profesión y anticuario de vocación. Manejaba la parte administrativa de Anomaly dejándole a Gabrielle total libertad para expresar su creatividad. No era un criminal y no creía en lo más mínimo que usara la tienda como tapadera para vender artículos robados. Abrió la boca para contarle la mentira que había memorizado en la comisaría de policía, pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta.

– Trabajaré esta mañana en la oficina -dijo él, desapareciendo por la puerta.

Gabrielle cogió un encendedor para prender una vela de té en el pequeño vaporizador. Una vez más se dijo a sí misma que realmente estaba ayudando a Kevin aunque él no lo supiera. No era como si se lo estuviera sirviendo en bandeja al detective Shanahan, ¿verdad?

¿A quién engañaba? No podía ni mentirse a sí misma, pero tampoco podía hacer nada. El detective llegaría a la tienda en menos de veinte minutos y ella tenía que hacerle creer a Kevin que lo había contratado como manitas durante unos días. Se metió el encendedor en el bolsillo de la falda de gasa y se dirigió a su escritorio, que estaba atestado con artículos de oficina. Recorrió con la mirada la cabeza rubia de Kevin inclinada sobre unos documentos, aspiró profundamente y dijo: