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– He contratado a una persona para trasladar la estantería a la trastienda -dijo obligándose a mentir-. ¿Te acuerdas que hace tiempo hablamos de ello?

Kevin levantó la cabeza y frunció el ceño.

– Lo que recuerdo es que decidimos esperar hasta el año próximo.

No, él había decidido por los dos.

– Creo que no puede posponerse más, así que contraté a un manitas. Mara puede ayudarle -dijo, refiriéndose a la joven universitaria que trabajaba en la tienda media jornada por las tardes-. Joe estará aquí en unos minutos. -Posar su mirada culpable en Kevin fue una de las cosas más difíciles que había hecho en su vida.

El silencio se extendió entre ellos durante largos segundos mientras la miraba con el ceño fruncido.

– Este Joe no formará parte de tu familia, ¿no?

El solo pensamiento del detective Shanahan compartiendo sus genes la perturbó tanto como tener que fingir que era su novia.

– No -Gabrielle enderezó una pila de facturas-. Te alegrará saber que Joe no es de mi familia -Fingió interesarse en la hoja que tenía delante. Luego escupió la mayor mentira de todas-. Es mi novio.

El ceño fruncido desapareció y la miró totalmente estupefacto.

– Ni siquiera sabía que tuvieses novio. ¿Por qué no lo has mencionado antes?

– No quise decir nada hasta estar segura de mis sentimientos-dijo, soltando una mentira tras otra-. No quería que me diera mala suerte.

– Ah. Bien, ¿cuánto hace que lo conoces?

– No mucho. -Eso sí que era verdad, pensó.

– ¿Cómo lo conociste?

Pensó en las manos de Joe recorriéndole las caderas, los muslos, los senos y en su ingle presionando la de ella, y el calor subió por su cuello y le tiñó las mejillas.

– Corriendo por el parque -dijo, sabiendo que sonaba tan culpable como se sentía.

– Creo que este mes no nos lo podemos permitir. Tenemos que pagar ese envío de Baccarat. Sería mejor el mes que viene.

El mes que viene podría ser mejor para ellos, pero no para el Departamento de Policía de Boise.

– Tiene que ser esta semana. Lo pagaré yo. No te importa, ¿no?

Kevin se recostó en la silla y cruzó los brazos.

– O sea, que hay que hacerlo ya. ¿Por qué ahora? ¿Qué pasa?

– Nada. -Fue la única respuesta que se le ocurrió.

– ¿Qué me estás ocultando?

Gabrielle observó los perspicaces ojos azules de Kevin y, no por primera vez, pensó en contárselo todo. Después podrían trabajar los dos en secreto, hombro con hombro para limpiar el nombre de Kevin. Luego se acordó del acuerdo de confidencialidad que había firmado. Las consecuencias de romperlo eran muy serias, pero malditas fueran todas ellas. Al único a quien le debía lealtad era a Kevin, y merecía que fuera sincera con él. Era su socio, y más importante aún, su amigo.

– Estás colorada y pareces molesta.

– Un sofoco repentino.

– No eres lo suficientemente mayor para tener sofocos. Me estás ocultando algo. Tú no eres así. ¿Estás muy enamorada de tu manitas?

Gabrielle apenas contuvo un jadeo horrorizado.

– No.

– Debe de ser lujuria.

– ¡No!

Se oyó un golpe en la puerta trasera.

– Ahí está tu novio -dijo Kevin.

Puede que todo lo que pensaba se le reflejara en la cara, pero lo que Kevin estaba pensando en realidad era que estaba loca por el manitas que había contratado. Algunas veces su socio creía que lo sabía todo, aunque no tuviera la más remota idea de nada. Claro que lo que ella sabía de los hombres demostraba que eso, generalmente, les pasaba a todos. Dejó las facturas sobre el escritorio y salió de la habitación. Actuar como la novia de Joe resultaba perturbador. Atravesó el almacén de la parte trasera, que disponía de una pequeña cocina, y abrió la pesada puerta de madera.

Y allí estaba él, con unos Levi's gastados, una camiseta blanca y su inconfundible aura negra. Se había cortado el pelo y unas gafas oscuras tipo aviador le cubrían los ojos. Tenía una expresión indescifrable.

– Llegas justo a tiempo -dijo a su reflejo en las gafas.

Joe arqueó una ceja.

– Siempre lo hago. -La tomó del brazo con una mano y cerró la puerta tras ella con la otra-. ¿Llegó Carter?

Sólo un hilo de aire separaba la pechera de su blusa del torso de Joe y se vio envuelta en el perfume a sándalo y madera de cedro, y a algo tan intrigante que deseó poder darle nombre para embotellarlo.

– Sí -dijo, y se soltó de su mano. Se deslizó por detrás de él y bajó al callejón deteniéndose en el lado contrario al contenedor. Todavía podía sentir la presión de sus dedos en el brazo.

Él la siguió.

– ¿Qué le has dicho? -preguntó en voz baja.

– Lo que me dijisteis que le dijera. -Su voz era apenas un susurro cuando continuó-. Que contraté a mi novio para trasladar algunos estantes.

– ¿Y te creyó?

Hablar a su reflejo la enervaba y bajó la mirada de las gafas de sol a la curva del labio superior.

– Por supuesto. Sabe que nunca miento.

– Ajá. ¿Debería saber algo más antes de que me presentes a tu socio?

– Bueno, una cosa.

Joe apretó los labios ligeramente.

– ¿Qué?

Como en realidad no quería admitir que Kevin creía que ella estaba enamorada de él, simplemente tergiversó un poco la verdad.

– Cree que estás loco por mí.

– Bueno, ¿y por qué piensa eso?

– Porque se lo dije -respondió, y se preguntó cuándo mentir se había convertido en algo tan divertido-. Así que será mejor que seas de lo más agradable.

Sus labios se convirtieron en una línea dura. Para él no era nada divertido.

– Quizá deberías traerme rosas mañana.

– Sí, y quizá deberías esperar sentada.

Joe escribió una dirección y un número de la seguridad social falsos en un formulario W2 y miró alrededor estudiando cada pequeño detalle con interés aunque exteriormente aparentara todo lo contrario. No había trabajado de incógnito desde hacía un año, pero era como montar en bicicleta. No había olvidado cómo memorizar todo lo que le rodeaba.

Escuchó el ligero taconeo de las sandalias de Gabrielle que salía de la habitación, y el molesto chasquido de la pluma de Kevin Carter al apretar repetidamente con el pulgar el pulsador de su Montblanc. Cuando Joe entró, lo primero que observó fueron dos archivadores altos, dos estrechas ventanas cerca del techo en el lado de Gabrielle y un montón de chismes encima del escritorio. En el escritorio de Kevin había un ordenador, una papelera de alambre y un libro de nóminas. Todo, en la parte de la habitación de Kevin, parecía estratégicamente medido, cada cosa estaba en su lugar. Un fanático compulsivo del control.

Cuando acabó con el formulario, Joe se lo dio al hombre sentado al otro lado del escritorio.

– Por lo general no me dan de alta -le dijo a Kevin-. Normalmente me pagan en negro y el fisco ni se entera.

Kevin miraba la hoja.

– Aquí lo hacemos todo legalmente -contestó sin levantar la mirada.

Joe se recostó en la silla y cruzó los brazos. Que jodida mentira. No le había llevado ni dos segundos decidir que Kevin Carter era tan culpable como el pecado. Había detenido a tantos delincuentes que reconocía a los infractores de la ley de un solo vistazo.

Kevin vivía por encima de sus posibilidades incluso siendo alguien que llevaba a extremos la filosofía de los noventa de ganar por gastar. Conducía un Porsche y llevaba un traje de diseño con una camisa italiana. Dos fotografías de Nagel colgaban en la pared detrás de su escritorio y escribía con una pluma de doscientos dólares. Además de su participación en Anomaly, llevaba la contabilidad de otros negocios en la ciudad. Vivía al pie de las colinas, donde un hombre valía según la vista que tuviese de la ciudad desde la ventana de su sala de estar. El último año había representado un ingreso de cincuenta mil dólares para hacienda. No era suficiente para sostener ese estilo de vida.