Si había un hilo común que apuntaba a un comportamiento criminal, era ése. Tarde o temprano todos los ladrones se volvían tan presuntuosos que acababan apuntando muy alto y endeudándose hasta sobrepasar la moderación.
Kevin Carter era la viva imagen de los excesos de un criminal, estaba tan claro como si lo anunciara con una señal de neón sobre la cabeza. Como muchos otros antes que él, era lo bastante estúpido para ser ostentoso y lo suficientemente presuntuoso para creer que no lo atraparían. Pero esta vez estaba con el agua hasta al cuello y debía de estar sintiendo la presión. Vender candelabros antiguos y salseras no era lo mismo que vender un Monet.
Kevin dejó a un lado el impreso y miró a Joe.
– ¿Cuánto hace que conoces a Gabrielle?
Gabrielle Breedlove era otra historia. Ahora ya no importaba si era culpable o inocente tal y como proclamaba, aunque sí tenía interés en saber cuál era su punto débil. Era mucho más difícil de clasificar que Kevin y Joe no sabía qué pensar de ella, dejando aparte el hecho de que era más irritante que Skippy.
– Lo suficiente.
– Entonces probablemente sabrás que es demasiado confiada. Haría cualquier cosa para ayudar a las personas que le importan.
Joe se preguntó si ayudar a los que le importaban incluía deshacerse de mercancía robada.
– Sí, realmente es un encanto.
– Sí, lo es, y odiaría ver cómo alguien se aprovecha de ella. Soy muy bueno juzgando a la gente y eres la clase de tío que trabaja lo justo para ir tirando, y nada más.
Joe ladeó la cabeza y sonrió al pequeño hombre con delirios de grandeza. Lo último que quería era que Kevin desconfiara de él. En realidad le interesaba lo contrario. Necesitaba que confiara en él, camelarlo para que fueran amigos.
– ¿No me digas? ¿Puedes deducir eso de mí cinco minutos después de conocerme?
– Bueno, obviamente, un manitas no nada precisamente en la abundancia. Y si las cosas te fueran bien Gabrielle no habría inventado un trabajo para ti. -Kevin echó la silla hacia atrás y se levantó-. Ninguno de sus otros novios ha necesitado un trabajo. Ese profesor de filosofía con el que salía el año pasado podía ser un estúpido, pero al menos tenía dinero.
Joe observó cómo Kevin se acercaba a uno de los archivadores y abría un cajón. Guardó silencio y dejó que fuera él quien hablara todo el tiempo.
– Ahora mismo cree que está enamorada de ti -continuó mientras archivaba el formulario-. Y te aseguro que no está pensando en el dinero cuando puede conseguir un cuerpo como el tuyo.
Joe se levantó y cruzó los brazos sobre el pecho. Eso no era exactamente lo que había dicho la señora. La que decía que no mentía.
– Me sorprendí un poco cuando te vi entrar esta mañana. No eres la clase de tío con el que suele salir.
– ¿Sí?¿De qué clase son?
– Normalmente le van los tíos tipo New Age. Esos que se dedican a holgazanear fingiendo que meditan o discutiendo sinsentidos sobre la conciencia cósmica del hombre. -Deslizó el cajón para cerrarlo y apoyó el hombro contra el archivador-. No pareces la clase de tío al que le guste meditar.
Hubo un momentáneo silencio antes de que Kevin continuara.
– ¿De qué estabais hablando en el callejón?
Se preguntó si los había estado escuchando en la puerta trasera, pero suponía que de haber sido así no estarían teniendo aquella conversación. Dejó que una sonrisa curvara lentamente las comisuras de sus labios.
– ¿Quién dijo que estábamos hablando?
Kevin sonrió, una sonrisa de esas «yo-también-soy-del-club-de-los-chicos», y Joe dejó la oficina.
La primera cosa que notó cuando se dirigió al frente de la tienda fue el olor, olía como un fumadero y se preguntó si Gabrielle le daba a la marihuana. Explicaría bastantes cosas.
La mirada de Joe vagó por la estancia y observó el extraño surtido de cosas viejas y nuevas. En el mostrador de la esquina había plumas, abrecartas y cajas con artículos de escritorio. En el mostrador del centro, al lado de la caja registradora, había un despliegue de joyería antigua bajo una campana de cristal. Tomó nota mental de todo antes de que su atención fuera atraída por la escalera colocada delante del escaparate y la mujer subida en ella.
El brillo del sol iluminaba el perfil de Gabrielle, se filtraba a través de su pelo castaño rojizo y volvía transparente la blusa y la falda. Deslizó la mirada por la cara y barbilla, por los hombros delgados y la plenitud de sus senos. El día anterior, había estado muy cabreado y le dolía el muslo horrores, pero no estaba muerto. Había sido muy consciente del cuerpo suave que se apretaba contra el suyo. Y de sus senos, que había contemplado a hurtadillas algunos minutos más tarde cuando caminaban al coche con la fría lluvia empapándole la camiseta, enfriándole la piel y endureciendo sus pezones.
Sus ojos se movieron por la cintura y las elegantes caderas. No parecía que llevara puestas bajo la falda más que unas braguitas. Probablemente blancas o beis. Después de haberla seguido durante toda la semana anterior había desarrollado bastante aprecio por sus piernas largas y torneadas. No importaba lo que dijera su carnet de conducir. Ella media cerca del metro ochenta, y tenía piernas que lo probaban. El tipo de piernas que se enlazaban sin esfuerzo alrededor de la cintura de un hombre.
– ¿Necesitas que te eche una mano? -preguntó, mientras se dirigía hacia ella alzando la vista de las exuberantes curvas femeninas de su cuerpo a su cara.
– Sería genial -dijo, echándose el pelo hacia atrás y mirándolo por encima del hombro. Cogió un gran plato azul y blanco del escaparate-. Hay un cliente que vendrá esta mañana para recoger esto.
Joe tomó el plato de sus manos y se echó hacia atrás mientras ella bajaba de la escalera.
– ¿Creyó Kevin que eres un manitas? -preguntó en un susurro.
– Cree que soy mucho más que tu manitas. -Esperó hasta que estuvo delante de él-. Cree que estás loca por mi cuerpo. -Observó cómo se pasaba los dedos por el pelo, alborotando todos aquellos rizos suaves como si acabara de salir de la cama. El día anterior había hecho lo mismo en la comisaría. Odiaba admitirlo, pero era jodidamente sexy.
– ¿Me tomas el pelo?
Dio varios pasos hacia ella y le susurró al oído.
– Piensa que soy tu juguetito personal. -Su pelo sedoso olía a rosas.
– Espero que le dijeras la verdad.
– ¿Por qué habría de hacerlo? -Se enderezó, y sonrió ante su cara horrorizada.
– No sé lo que hice para merecer esto -dijo, tomando el plato y pasando por su lado-. Estoy segura de que nunca he hecho nada lo suficientemente odioso para merecer este karma tan malo.
La sonrisa de Joe murió y se le pusieron los pelos de punta. Lo había olvidado. La había visto subida en aquella escalera con la luz del sol derramándose en cada curva suave de su cuerpo y, durante algunos minutos, había olvidado que estaba chiflada.
Gabrielle Breedlove parecía normal, pero no lo era. Creía en karmas y auras, y juzgaba el carácter de las personas por el horóscopo. Probablemente también creía que podía comunicarse con Elvis. Estaba chiflada, y supuso que debía darle las gracias por recordarle que no estaba en la tienda para admirarle el trasero. Por su culpa, su carrera como detective estaba en un brete. No podía pifiarla otra vez. Apartó la mirada de su trasero y recorrió la tienda con la mirada.
– ¿Dónde están esas estanterías que quieres que mueva?