Gabrielle colocó el plato en el mostrador al lado de la caja registradora.
– Allí -dijo, apuntando hacia las estanterías de metal y cristal que estaban atornilladas a la pared del fondo-. Quiero que las traslades al almacén.
Cuando el día anterior había hablado de las estanterías, había pensado que se refería a vitrinas. Ahora al ver que había que montarlas y asegurarlas se dio cuenta de que el trabajo le llevaría varios días. Y si lo hacía bien podría alargarlo dos, o tal vez, tres días más en los que podría buscar cualquier cosa que delatara a Kevin Carter. Lo atraparía. No tenía dudas al respecto,
Joe se dirigió hacia la estantería contento de que el trabajo le fuera a llevar su tiempo. A diferencia de las series policíacas, los casos de la vida real no se solucionaban en una hora. Llevaba días, semanas y algunas veces incluso meses reunir las pruebas necesarias para un arresto. Había muchas cosas a tener en cuenta. Había que esperar a que alguien hiciera un movimiento en falso, se delatara o se descuidara.
Joe dejó que su mirada vagara por las coloridas tazas de porcelana y los marcos de plata. Varias cestas de mimbre estaban apoyadas sobre un viejo baúl al lado de los estantes. Cogió una de las bolsitas de tela que había en el interior de una de las cestas y se la llevó a la nariz. Estaba más interesado en lo que podía haber dentro del baúl que en eso. No era que en realidad esperara encontrar la pintura del señor Hillard tan fácilmente. Si bien era cierto que algunas veces había encontrado alijos de drogas y mercancía robada en los lugares más obvios, no creía que fuera tan afortunado en aquel caso.
– Es sólo una mezcla de flores secas.
Joe la miró por encima del hombro y devolvió la bolsita a la cesta.
– Ya me he dado cuenta, pero gracias de todas formas.
– Pensé que podrías confundirlos con alguna clase de alucinógeno.
Él observó aquellos ojos verdes y creyó detectar una chispa de humor en ellos, pero no estaba seguro. Quizá sólo era una muestra más de su demencia. Apartó la mirada de ella y recorrió la habitación. Carter todavía estaba en la oficina. Esperaba que siguiera ocupado en sus propios asuntos.
– Fui agente de estupefacientes durante ocho años. Sé notar la diferencia. ¿Y tú?
– No creo que pueda contestar a esa pregunta sin llegar a incriminarme. -Una sonrisa divertida curvó las comisuras de sus labios rojos. Definitivamente ella se lo estaba pasando en grande-. Pero te diré que si alguna vez probé drogas, y recuerda que no estoy confesando nada, fue hace mucho tiempo y por motivos religiosos.
Sabía que se iba a arrepentir, pero de todos modos preguntó:
– ¿Motivos religiosos?
– Para buscar la verdad y la iluminación espiritual -explicó-. Para romper los límites de la mente en busca de un conocimiento superior y la paz espiritual.
«Sí, se arrepentía.»
– Para explorar la conexión cósmica entre lo bueno y lo malo, la vida y la muerte…
– Para conocer otras civilizaciones. Para llegar adonde nadie ha ido antes – añadió él en tono condescendiente-. Tú y el capitán Kira de Star Trek parecéis tener bastante en común.
La sonrisa de Gabrielle fue sustituida por un ceño.
– ¿Qué hay en ese baúl? -preguntó.
– Luces de Navidad.
– ¿Cuándo fue la última vez que lo abriste?
– En Navidad.
Un movimiento detrás de Gabrielle desvió la atención de Joe al mostrador de la parte delantera y observó cómo Kevin caminaba hacia la caja registradora y la abría con un golpe seco.
– Tengo algunos recados que hacer esta mañana, Gabrielle dijo Kevin llenando la cartera de dinero-. Para las tres debería estar de vuelta.
Gabrielle se dio la vuelta y miró a su socio. La tensión se palpaba en el aire, pero nadie excepto ella pareció notarlo. Se le formó un nudo en la garganta aunque, por primera vez desde que la habían arrestado, su espíritu encontró un poco de alivio. Tenía un final a la vista para aquella locura. Cuanto antes se fuera Kevin, antes podría el detective registrarlo todo y ver que no había nada incriminador. Y entonces, por fin, saldría de la tienda y de su vida.
– Ah, de acuerdo. Tómate todo el tiempo que quieras. En realidad, no es necesario que vuelvas.
Kevin miró al hombre de pie detrás de ella.
– Volveré.
Tan pronto como Kevin se fue, Gabrielle lo miró por encima del hombro.
– Puedes actuar, detective -dijo, y dirigiéndose al mostrador empezó a envolver el plato azul en papel de seda. Por el rabillo del ojo, lo vio sacar una libreta negra del bolsillo trasero de los Levi's. La abrió mientras lentamente se paseaba por la tienda. Después de rellenar la primera página, pasó a la siguiente e hizo una pausa.
– ¿Cuando viene a trabajar Mara Paulino? -preguntó sin levantar la mirada.
– A la una y media.
Comprobó la marca en el fondo de una mantequillera Wedgwood, luego cerró la libreta y la guardó.
– Si Kevin regresa temprano, entretenlo aquí contigo -dijo caminando a la oficina y cerrando la puerta tras él.
– ¿Cómo? -preguntó ella a la tienda vacía. Si Kevin regresaba temprano, no tenía ni idea de cómo haría para abordarle y evitar que descubriera al detective registrando su escritorio. La verdad era que no tendría importancia que Kevin regresara pronto y cogiera a Joe con las manos en la masa. Kevin lo sabría de todas maneras. Tenía el escritorio tan ordenado que siempre sabía si alguien había tocado sus cosas.
Durante las dos horas siguientes Gabrielle se fue poniendo cada vez más nerviosa. Cada tictac del reloj suponía un paso más al borde del colapso. Trató de concentrarse en la rutina diaria y fracasó miserablemente. Era demasiado consciente del detective buscando pruebas tras la puerta cerrada de la oficina.
Varias veces se encaminó hacia allí con la intención de asomar la cabeza por la puerta y ver qué estaba haciendo exactamente, pero siempre perdía el valor en el último momento. Se sobresaltaba ante el más mínimo sonido y acabó por formársele un nudo en la garganta que le impidió comer la sopa de brócoli que había traído para almorzar. Al final, cuando Joe salió de la oficina a la una en punto, Gabrielle estaba tan tensa que sentía deseos de gritar. En vez de hacerlo, inspiró profundamente y, en silencio, entonó el tranquilizador mantra de siete sílabas que había compuesto dieciocho años atrás para hacer frente a la muerte de su padre.
– Bueno. -Joe interrumpió su intento de relajación-. Te veré mañana por la mañana.
No debía de haber encontrado nada incriminador. Pero Gabrielle no estaba sorprendida; no había nada que encontrar. Lo siguió a la trastienda.
– ¿Te vas?
Él la miró a los ojos y curvó los labios.
– ¿No me digas que vas a echarme de menos?
– Claro que no, ¿pero qué pasa con las estanterías? ¿Qué se supone que le voy a decir a Kevin?
– Dile que empezaré mañana. -Tomó las gafas de sol del bolsillo de la camiseta-. Tengo que poner un micro en el teléfono de la tienda. Mañana por la mañana vendré un poco más temprano. No me llevará más que unos minutos.
– ¿Vas a poner un micro en el teléfono? ¿No necesitas una orden judicial o algo por el estilo?
– No. Sólo necesito tu permiso, que me vas a dar ahora mismo.
– No, claro que no.
Sus cejas oscuras se juntaron y sus ojos se volvieron duros.
– ¿Por qué no, diablos? Creo que dijiste que no tenías nada que ver con el robo del Monet de Hillard.
– Y así es.
– Entonces no actúes como si tuvieras algo que ocultar.
– No lo hago. Pero esto es una horrible invasión de mi intimidad.
Él se balanceó sobre los talones y la miró con los ojos entornados.
– Sólo si eres culpable. Ahora dame permiso para probar que Kevin y tú sois inocentes.
– Tú no crees que seamos inocentes, ¿verdad?
– No -contestó sin titubear.