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Le costó Dios y ayuda no decirle dónde podía meterse el micro. Estaba tan seguro de sí mismo y, sin embargo, tan equivocado. Es probable que no consiguiera absolutamente nada con las escuchas telefónicas, aunque sólo había una manera de probarlo.

– Estupendo dijo-. Haz lo que quieras. Pon una cámara de vídeo. Usa un polígrafo. Saca las esposas.

– Eso será suficiente por ahora. -Joe abrió la puerta trasera y se puso las gafas de sol-. Guardo las esposas para confidentes reacias que necesitan un poco de tortura. -Las líneas sensuales de sus labios se curvaron en una sonrisa provocativa que podría hacer que cualquier mujer casi le perdonara por esposarla y encarcelarla-. ¿Te interesa?

Gabrielle se miró los pies escapando del efecto hipnótico de su sonrisa, horrorizada de que él pudiera afectarla de aquella manera.

– No, gracias.

Joe le puso un dedo bajo la barbilla y la obligó a mirarlo. Su voz seductora hizo que un estremecimiento recorriera su piel.

– Puedo ser muy suave.

Ella clavó la mirada en sus gafas de sol sin lograr descifrar si estaba bromeando o hablaba en serio. Si trataba de seducirla o si todo era producto de su imaginación.

– Paso.

– Gallina. -Dejó caer la mano y dio un paso atrás-. Si cambias de idea, dímelo.

Después de que se marchara se quedó mirando la puerta cerrada. Sintió mariposas en el estómago e intentó convencerse de que era porque no había comido. Pero no llegó a creérselo del todo. Tras la marcha del detective, tenía que haberse sentido mejor, pero no era así. Él volvería al día siguiente con el micro, para oír a escondidas todas sus conversaciones.

Cuando finalmente cerró la tienda, Gabrielle se sentía como si tuviera aire en el cerebro y la cabeza le fuera a estallar. Aunque no podía saberlo con total seguridad, creía que estaba al borde de un colapso cerebral por culpa de la tensión nerviosa.

Llegar a casa en coche -algo que normalmente le llevaba diez minutos- no le llevó ni cinco. Su Toyota azul zigzagueó entre el tráfico y hasta que no lo metió en el garaje de la parte trasera de su casa, no se sintió tranquila.

La casa de ladrillo que había comprado hacía un año era pequeña y estaba llena de pequeños retazos de su vida. Ante una ventana salediza que daba a la calle, un enorme gato negro se estiraba encima de unos cojines de color melocotón demasiado gordo y perezoso como para exigirle un saludo en condiciones. Los rayos de sol que entraban por la ventana formaban charcos de luz sobre el suelo de madera y las alfombras de flores.

El sofá y las sillas estaban tapizados en tonos verdes y melocotón, y la habitación estaba repleta de plantas florecientes. Un retrato a acuarela de un gatito negro sentado en una silla colgaba sobre una chimenea de ladrillo.

En cuanto Gabrielle había puesto los ojos en esa casa se había enamorado de ella. La casa era vieja al igual que sus primeros dueños, pero poseía el tipo de ambiente que sólo podía conseguirse con el tiempo. El pequeño comedor tenía armarios empotrados y se comunicaba con una cocina con grandes alacenas desde el suelo al techo. Tenía dos dormitorios, uno de los cuales usaba como estudio.

Las tuberías rechinaban. El suelo de madera era frío y el agua goteaba en el lavabo del cuarto de baño. El inodoro vertía agua continuamente a menos que se cerrara la llave de paso, y las ventanas del dormitorio se habían encajado justo después de pintarse. Pero la casa le encantaba a pesar de sus defectos, o precisamente por ellos.

Mientras se quitaba la ropa Gabrielle se dirigió al estudio. Atravesó el comedor y la cocina sin prestar atención a los pequeños frascos y recipientes con ingredientes esenciales y otros aceites que había preparado. Cuando llegó a la puerta del estudio, lo único que llevaba puesto eran las bragas.

Del atril del centro de la estancia colgaba una camisa salpicada de pintura. Una vez que se la abotonó hasta la altura del pecho empezó a preparar las pinturas.

Sabía que sólo había una forma de expulsar la furia demoníaca que la envolvía ennegreciéndole el aura. Cuando fallaba la meditación y la aromaterapia, sólo había una forma para expresar la cólera y el desasosiego. Sólo una manera de expulsarla del alma.

No se molestó en preparar la tela ni en esbozar un perfil. No se molestó en trabajar la pintura al óleo ni trató de aclarar los colores oscuros. No tenía ni idea de lo que quería pintar. No se tomó tiempo para calcular cuidadosamente cada pincelada, ni le importó que se mezclaran todos los colores.

Sólo pintó.

Varias horas más tarde no se sorprendió al ver que el demonio de la pintura tenía un notable parecido con Joe Shanahan, ni que el corderito atado con esposas de plata tenía un sedoso pelo rojo en lugar de lana en la cabeza.

Dio un paso atrás y con ojo crítico observó la obra. Gabrielle sabía que no era un genio. Pintaba por amor al arte, pero, a pesar de eso, sabía que este trabajo no era de los mejores. Los óleos habían sido aplicados en exceso y el halo que rodeaba la cabeza del cordero parecía más un malvavisco. La calidad no era tan buena como en otros retratos o pinturas que tenía apilados contra las paredes blancas del estudio. Y lo mismo que en las demás pinturas había dejado para más adelante las manos y los pies. Sintió el corazón más ligero y una sonrisa le iluminó la cara.

– ¡Me encanta! -anunció a la habitación vacía; luego mojó el pincel en pintura negra y agregó un horripilante par de alas al demonio del cuadro.

Capítulo5

A Gabrielle se le pusieron los pelos de punta al mirar cómo el detective Shanahan colocaba un microtransmisor dentro del auricular del teléfono. Luego, Joe tomó un destornillador y volvió a ponerlo todo en su lugar.

– ¿Ya está? -susurró.

Había una caja de herramientas abierta a sus pies y dejó caer dentro el destornillador.

– ¿Por qué estás susurrando?

Ella se aclaró la garganta y dijo:

– ¿Acabaste, detective?

Él la miró por encima del hombro y colocó el teléfono en el soporte.

– Llámame Joe, soy tu amante, ¿recuerdas?

Gabrielle había pasado toda la noche tratando de olvidarlo.

– Novio.

– Da lo mismo.

Ella intentó no poner los ojos en blanco, pero fracasó.

– Dime… -hizo una pausa y exhaló un suspiro-, Joe, ¿estás casado?

Él se volvió a mirarla y descansó el peso en un pie.

– No.

– ¿Alguna chica afortunada de la que estés enamorado?

Él cruzó los brazos sobre la camiseta gris.

– En este momento, no.

– ¿Has roto con alguien recientemente?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo llevabais juntos?

La mirada de Joe bajó a la blusa color turquesa con grandes mariposas verdes y amarillas en el pecho.

– ¿Qué importancia tiene eso?

– Solamente trato de mantener una conversación agradable.

Él levantó la mirada a la cara otra vez.

– Dos meses.

– ¿En serio? ¿Cómo es posible que tardara tanto en recuperar la cordura?

Él entornó los ojos y se inclinó hacia ella.

– ¿Estás loca? ¿Es eso lo que te pasa? Estás de mierda hasta el cuello y soy el único que puede ayudarte. En lugar de cabrearme, deberías intentar buscar mi lado bueno y llevarte bien conmigo.

Apenas eran las nueve de la mañana y Gabrielle ya había tenido suficiente detective Shanahan para nueve años. Estaba harta de que le dijera que estaba loca, y de que se burlara de sus creencias personales. Harta de que la tratara mal, obligándola a ver cómo ponía un micro en el teléfono o a ser su colaboradora. Lo miró fijamente, para provocarlo todavía más. Normalmente trataba de ser una buena persona, pero no se sentía demasiado amable esa mañana. Apoyó las manos en las caderas y decidió jugarse el todo por el todo.

– Tú no tienes lado bueno.

Joe deslizó la mirada lentamente por su cara, luego miró un punto por encima del hombro de Gabrielle. Cuando volvió a clavar los oscuros ojos en ella habló con voz ronca y sexy.