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– Eso no es lo que decías anoche.

«¿Anoche?»

– ¿De que estás hablando?

– Desnuda en mi cama, rodando entre las sábanas, gritando mi nombre y alabando a Dios al mismo tiempo.

Gabrielle apretó los puños.

– ¿Eh? -Antes de que pudiera comprender lo que estaba haciendo, Joe le tomó la cara entre las manos y la atrajo hacia él.

– Bésame, cariño -dijo calentándole la mejilla con el aliento-. Dame tu lengua.

«¿Bésame, cariño?» Alucinada, Gabrielle no pudo hacer otra cosa que quedarse rígida como un maniquí. El olor a sándalo la envolvió cuando su boca descendió y cubrió la de ella. Plantó suaves besos en las comisuras de sus labios, acariciándole la cara con las cálidas manos mientras sus dedos se enredaban en su pelo. Sus ojos castaños colmaron los suyos, duros e intensos, en contradicción con su boca caliente y sensual. La punta de la lengua le tocó el borde de los labios y Gabrielle se quedó sin respiración. Sintió una sacudida en todo el cuerpo, un cálido estremecimiento que la recorrió de arriba abajo, curvándole los dedos de los pies y estrellándose contra la boca de su estómago. El beso era tierno, casi dulce, y ella luchó por mantener los ojos abiertos, luchó por recordarse que los labios que acariciaban los suyos, como si fueran los de un amante, pertenecían a un duro policía envuelto en un aura negra. Pero en ese momento, su aura no parecía negra. Era roja, de un intenso rojo-pasión, su pasión, que los rodeaba y la obligaba a rendirse a su tacto persuasivo.

Perdió la batalla. Los ojos se le cerraron involuntariamente y abrió los labios sin poder resistirse. Él incitó su boca con suavidad, y su lengua tocó la de ella caliente y atrevida, buscando una respuesta. Ella presionó su boca contra la de él, profundizando aún más el beso, entregándose a las sensaciones que despertaban en ella. Él olía bien. Y sabía mejor. Se apoyó contra él, pero Joe le apartó las manos de la cara y terminó el beso.

– Se ha ido -dijo en un susurro.

– Hummm. -El aire fresco le acarició los labios húmedos y abrió los ojos-. ¿Qué?

– Kevin.

Gabrielle parpadeó varias veces antes de que la mente comenzara a despejársele. Miró detrás de ella, pero ellos eran los únicos que estaban en la habitación. Desde el otro lado de la tienda, llegó el claro sonido de la caja registradora.

– Estaba en la puerta.

– Ah. -Ella se volvió hacia él, pero fue incapaz de mirarle a los ojos-. Sí, me lo imaginaba -masculló, y se preguntó desde cuándo mentir le resultaba tan fácil. Pero sabía la respuesta; desde que el detective Shanahan la había abordado en Julia Davis Park. Pasó por su lado dirigiéndose al escritorio y se sentó antes de que se le doblaran las rodillas.

Se sentía deslumbrada y un poco desorientada, como cuando había intentado meditar boca abajo, y había terminado cayéndose de bruces.

– Hoy tengo que encontrarme con el representante de Silver Winds, así que probablemente no estaré aquí entre las doce y las dos. Tendrás que arreglártelas solo.

Él se encogió de hombros.

– No hay problema.

– ¡Genial! -dijo ella con demasiado entusiasmo. Cogió el primer catálogo que había sobre el montón y lo abrió por la mitad. No tenía ni idea de qué estaba mirando, su mente estaba demasiado ocupada reviviendo los últimos y humillantes momentos. La había besado para silenciarla delante de Kevin, y ella se había derretido como mantequilla bajo sus labios. Le temblaron las manos y las bajó al regazo.

– Gabrielle.

– ¿Sí?

– Mírame.

Se forzó a mirarlo y no le sorprendió encontrar un ceño en su oscura cara.

– No sabías por que te daba ese beso, ¿verdad? -preguntó lo suficientemente bajo para que no se oyera fuera de la habitación.

Ella negó con la cabeza y se puso el pelo detrás de la oreja.

– Sabía por qué lo estabas haciendo.

– ¿Cómo? Estabas de espaldas a él. -Él se inclinó para coger la caja de herramientas y el taladro, luego la miró otra vez-. Ah, es cierto, lo olvidaba. Eres adivina.

– No, no lo soy.

– Vaya, es un alivio.

– Pero mi madre sí lo es.

Su ceño se hizo más profundo, luego se volvió hacia la puerta mientras mascullaba algo en voz baja que sonó como:

– Dios me libre.

Mientras él salía de la oficina, Gabrielle paseó la mirada por los pequeños rizos de la nuca, por sus anchos hombros y más abajo, por la espalda de la camiseta gris remetida dentro de los Levi's. Una cartera abultaba el bolsillo derecho de sus pantalones vaqueros y los tacones de sus botas resonaban pesadamente sobre el linóleo.

Gabrielle colocó los codos sobre el escritorio y ocultó la cara entre las manos. No es que fuera una gran creyente en los chakras, pero estaba firmemente convencida de que era necesaria una relación armónica entre cuerpo, mente y espíritu. Y en ese momento, ella tenía los tres en un estado completamente caótico. Su mente estaba horrorizada ante la reacción física de su cuerpo hacia el detective, y su espíritu se hallaba completamente confundido por la dicotomía.

– Supongo que ya es seguro entrar.

Gabrielle dejó caer las manos, y miró a Kevin mientras entraba en la habitación.

– Lo siento -dijo ella.

– ¿Por qué? No sabías que llegaría a trabajar temprano. -Él colocó el maletín sobre el escritorio y las palabras que dijo a continuación aumentaron sin pretenderlo la sensación de culpabilidad-. Joe es un semental, lo entiendo.

No sólo era que estuviera traicionando su amistad con Kevin sino que ahora sin proponérselo, él lo había empeorado todo excusando su comportamiento con el hombre que le había pinchado el teléfono esperando descubrir algo incriminador. Kevin, claro está, no sabía qué clase de alimaña era Joe y ella no podía decírselo.

– Oh, Señor -suspiró ella y descansó otra vez la mejilla sobre la mano. Para cuando la poli los eliminara de la lista de sospechosos ella estaría tan loca como el detective aseguraba.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Kevin rodeando el escritorio y cogiendo el teléfono.

– No lo puedes usar ahora -dijo, deteniéndole para salvarle de la gran alimaña.

Él retiró la mano.

– ¿Tienes que llamar?

¿Qué estaba haciendo? Él no era culpable. Lo único que escucharía la policía serían llamadas de negocios, lo cual era casi tan excitante como mirar secarse la pintura. Sus llamadas eran tan aburridas que verían que todo estaba bien. Pero… Kevin tenía varias novias y algunas veces cuando Gabrielle entraba en la oficina, él le daba la espalda y cubría el auricular con la mano como si lo hubiera pillado contando intimidades de su vida amorosa.

– No, no necesito llamar ahora mismo, pero no… -hizo una pausa, preguntándose cómo rescatarle de aquella situación sin sonar demasiado ambigua o demasiado específica. ¿Cómo podía hacerlo sin decirle que la policía escuchaba a escondidas sus llamadas?-. Simplemente no te pongas demasiado personal, ¿vale? -continuó-. Si tienes que decirle algo realmente íntimo a tu novia, tal vez deberías esperar hasta llegar a casa.

Kevin la miró de la misma manera que la miraba Joe, como si estuviera loca de atar.

– ¿Que pensabas que iba a hacer? ¿Una llamada obscena?

– No, pero no creo que debas hablar de cosas íntimas con tus novias. Te lo digo porque esto es un negocio.

– ¿Hablas en serio? -Cruzó los brazos sobre la chaqueta y achicó los ojos azules-. ¿Y qué pasa contigo? Hace unos minutos tenías la lengua dentro de la boca del manitas.

No importaba que Kevin se enfadara con ella, algún día se lo agradecería.

– Almuerzo con el representante de Silver Winds -dijo, cambiando de tema a propósito-. Me iré dentro de dos horas.

Kevin se sentó y encendió el ordenador, sin decir nada más. No le dirigió la palabra mientras comprobaba los recibos, ni cuando -intentando agradarle- ordenó su parte de la oficina.