Las tres horas que faltaban para la cita del almuerzo se le hicieron eternas. Rellenó el vaporizador de porcelana de lavanda y salvia, hizo algunas ventas y durante todo el rato no le quitó el ojo de encima al detective que desmantelaba las estanterías en la pared de la derecha.
Lo vigiló para asegurarse de que no ponía más escuchas, ni sacaba un revólver de su bota, ni disparaba a nadie; desde luego no lo miraba para observar sus bíceps tensos bajo la camiseta mientras desarmaba las pesadas piezas de la estantería, o sus hombros anchos y musculosos cuando trasladaba las piezas a la trastienda, o el movimiento continuo de su mano para guardar los tornillos dentro de la bolsita que colgaba del cinturón de herramientas.
Incluso aunque no lo observara sabía cuándo salía de la habitación y cuándo volvía a entrar. Sentía su presencia como la invisible atracción de un agujero negro, se entretuvo despachando a los clientes o dedicándose a la interminable tarea de quitar el polvo. De esa manera evitó hablar con él excepto lo estrictamente necesario.
A las diez, la tensión le había provocado dolor de cabeza y, a las once y media, tenía un tic en el rabillo del ojo derecho. Finalmente, a las doce menos cuarto, agarró su pequeña mochila de cuero y, tensa como una cuerda, salió de la tienda bajo la brillante luz del sol. Sintió como si le hubieran concedido la libertad condicional después de diez años en chirona.
Se reunió con el representante de Silver Winds en un restaurante del centro, se sentaron en la terraza y discutieron sobre collares de plata y pendientes. Una leve brisa agitaba la sombrilla verde por encima de sus cabezas mientras el tráfico circulaba por la calle de abajo. Ella pidió su plato favorito, pollo frito, y un vaso de té helado confiando en que el dolor de cabeza se le pasara durante la comida.
El tic del ojo desapareció, pero fue incapaz de relajarse completamente. No importaba cuánto lo intentara, no podía encontrar su equilibrio interior ni rearmonizar cuerpo y espíritu. No importaba cuánto se opusiera, sus pensamientos regresaban una y otra vez a Joe Shanahan, y a las muchas formas en que el detective podría malinterpretar un error de Kevin mientras ella estaba ausente. No creía que hubiera ni una pizca de bondad en el musculoso cuerpo del detective Joseph Shanahan, casi esperaba volver y encontrar al pobre Kevin esposado a una silla.
Pero al regresar a la tienda, dos horas más tarde, se encontró con lo último que esperaba. Risa. Kevin y Mara estaban de pie junto a la escalera, sonriendo abiertamente a Joe Shanahan como si fueran amigos de toda la vida.
Su socio no estaría tan campante si supiera que había un poli decidido a meterle en chirona. Y Gabrielle sabía que Kevin odiaría la prisión más que la mayoría de los hombres. Odiaría las ropas, los cortes de pelo y no disponer de móvil.
Movió la mirada de la cara sonriente de Kevin a los ocho nuevos estantes que llenaban la pared del fondo. Joe estaba subido en lo alto de la escalera con un taladro en una mano, un nivel en la otra y una cinta métrica colgando del cinturón de herramientas.
Lo cierto era que no había esperado que supiera lo suficiente sobre ebanistería para hacer bien el trabajo, pero el sistema que había dispuesto para sujetar la estantería a la pared la sorprendió; aparentemente sabía más de lo que había creído. Mara se arrodilló al lado de la pared y colocó el fondo del último estante. La expresión de sus ojos castaños era de total admiración mientras miraba al detective. Obviamente, Mara era una joven inexperta y por lo tanto muy susceptible a las hormonas que Joe exudaba.
Ninguno de los tres había advertido la presencia de Gabrielle ni la del cliente que miraba un florero de porcelana.
– No es tan fácil -decía Kevin al detective situado encima de él-. Tienes que tener buen ojo y una habilidad innata para hacer dinero con la venta de antigüedades.
La conversación quedó en suspenso mientras Joe aseguraba dos tornillos con el taladro en la parte superior del estante de metal.
– Bueno, no sé demasiado de antigüedades -confesó, descendiendo de la escalera-. A mi madre le encanta comprar en mercadillos, aunque a mí todas esas cosas me parecen iguales. -Se arrodilló al lado de Mara y apretó los dos tornillos restantes-. Gracias por la ayuda -dijo antes de levantarse otra vez.
– De nada. ¿Puedo hacer algo más por ti? -preguntó Mara, mirándolo como si quisiera darle un bocado.
– Ya estoy acabando. -Se inclinó y aseguró varios tornillos más.
– Algunas personas encuentran antigüedades en los mercadillos -dijo Kevin cuando cesó el ruido-. Pero los distribuidores serios sólo van a las ventas del estado y subastas. Así fue como conocí a Gabrielle. Ambos pujamos por la misma acuarela. Era una escena pastoral de un artista local.
– Tampoco sé demasiado de arte -confesó Joe, y apoyó el brazo sobre un escalón de la escalera agarrando todavía el taladro como si fuera una Mágnum 45-. Si quisiera comprar una pintura, tendría que preguntar a alguien que fuera un entendido.
– Deberías hacerlo. La mayoría de la gente no tiene ni idea. Te sorprendería cuántas imitaciones cuelgan en galerías prestigiosas. Hubo una en…
– Era un velatorio -interrumpió Gabrielle antes de que Kevin dijera nada más-. Pujábamos por un velatorio.
Kevin sacudió la cabeza mientras ella se acercaba.
– Creo que no. Los velatorios me dan dentera.
Joe miró sobre su hombro. Su mirada capturó la de ella cuando dijo lentamente:
– ¿Eso no trae mala suerte? -No había colado. Sabía lo que ella estaba haciendo.
– No. -Tampoco le importaba que lo supiera-. Si bien los cuadros de velatorios están hechos con cabellos del difunto, fueron muy populares en los siglos XVII y XVIII, y aún hoy se puede encontrar ese tipo de arte en el mercado. No todo el mundo tiene aversión a los retratos funerarios realizados con pelo de la tatarabuela. Algunos son muy hermosos.
– Demasiado morbosos para mi gusto. -Joe se giró y usó el cordón anaranjado para bajar el taladro al suelo.
Mara arrugó la nariz.
– Estoy de acuerdo con Joe. Morbosos y de mal gusto.
Gabrielle amaba el arte funerario. Siempre lo había encontrado fascinante y no importaba cuan irracional pareciera, sentía la opinión de Mara como una traición.
– Tienes que ir a atender al cliente que está mirando los floreros -le dijo a su empleada en un tono de voz que resultó más chillón de lo que pretendía. La confusión provocó que Mara frunciera el ceño mientras atravesaba la tienda. Gabrielle volvió a sentir el tic en el ojo y se lo apretó con el dedo. Su vida se hacía pedazos, y la razón estaba delante de ella embutida en unos ceñidos vaqueros y una camiseta igual de ceñida, pareciendo uno de esos obreros del anuncio de Coca-Cola Light.
– ¿Estás bien? -preguntó Kevin; su obvia preocupación la hizo sentirse peor.
– No, me duele un poco la cabeza y tengo el estómago revuelto.
Joe recorrió la corta distancia que los separaba y le colocó el pelo detrás de la oreja. La tocó como si tuviera todo el derecho del mundo, como si se preocupase por ella, pero por supuesto no lo hacía. Todo era una farsa para engañar a Kevin.
– ¿Qué tomaste en el almuerzo? -preguntó.
– El almuerzo no me hizo daño. -Miró con desolación los ojos castaños y contestó sinceramente-. Eso empezó esta mañana. -El pequeño aleteo en la boca del estómago había comenzado con el beso. El beso de un poli sin sentimientos al que disgustaba tanto como él a ella. Joe le dio unas palmaditas en la mejilla con la cálida palma de su mano como para darle ánimos.
– ¿Eso? Ah, calambres -dedujo Kevin como si de repente su extraño comportamiento tuviera perfecto sentido-. Creía que habías preparado un remedio de hierbas casero para esos cambios bruscos de humor.
Joe curvó los labios en una sonrisa divertida y bajó las manos para enganchar los pulgares en el cinturón de herramientas.