Выбрать главу

Era cierto. Había creado un aceite esencial para ayudar a su amiga Francis con el síndrome premenstrual, pero Gabrielle no lo necesitaba. No tenía síndrome premenstrual y, diablos, siempre era sumamente amable con todo el mundo.

– No tengo cambios bruscos de humor. -Se cruzó de brazos e intentó no parecer indignada-. Soy muy agradable todo el tiempo. ¡Preguntad a cualquiera!

Los dos hombres la miraron como si temieran decir una palabra más. Kevin, obviamente, la había traicionado. Se había pasado al bando enemigo, su enemigo.

– Tal vez deberías tomarte el resto del día libre -propuso Kevin, pero ella no podía hacerlo. Tenía que quedarse y salvarle de Joe, y de sí mismo-. Tuve una novia que se ponía una manta eléctrica y comía chocolate. Decía que era la única cosa que le ayudaba con los calambres y esos súbitos cambios de humor.

– ¡No tengo ni calambres, ni repentinos cambios de humor! -¿No se suponía que los hombres odiaban hablar de esas cosas? ¿No se suponía que les daba corte? Pero ninguno de los dos parecía sentir vergüenza. De hecho, Joe la miraba como si estuviera intentando no reírse.

– Tal vez deberías tomar Midol -añadió Joe con una sonrisa, aunque sabía perfectamente bien que lo que ella tenía no se curaba con Midol.

Kevin asintió con la cabeza. El dolor de cabeza de Gabrielle se le pasó a las sienes y ya no le importó rescatar a Kevin de Joe Shanahan ni que acabara en chirona. Le daba igual que terminara preso con una bola de hierro atada al pie, tenía la conciencia tranquila. Gabrielle se llevó las manos a las sienes como si así pudiera librarse del dolor.

– Nunca la he visto tan cabreada -dijo Kevin como si ella no estuviera allí delante de él.

Joe ladeó la cabeza y fingió estudiarla.

– Tuve una novia que me recordaba a una mantis religiosa una vez al mes. Si decías algo incorrecto, te arrancaba la cabeza de un mordisco. Sin embargo, el resto del tiempo era realmente dulce.

Gabrielle apretó los puños. Quería dar puñetazos a alguien. Alguien de ojos y pelo oscuro. La estaba obligando a tener malos pensamientos. La estaba obligando a crear mal karma.

– ¿Qué novia fue ésa? ¿La que te dejó a los dos meses?

– No me dejó. La dejé yo. -Joe se acercó a Gabrielle y le pasó un brazo alrededor de la cintura. La apretó contra él y le acarició la piel a través del delgado nailon de la blusa-. Dios mío, me encanta cuando te pones celosa -le susurró en voz baja y sensual justo encima del oído-. Se te pone una mirada muy sexy.

Su cálido aliento le hizo arder la piel y sólo tenía que girar la cabeza un poquito para que le acariciara la mejilla con los labios. El embriagador olor de su piel se le subió a la cabeza, y se preguntó cómo un hombre tan horrible podía oler tan bien.

– Aunque pareces normal -dijo-, realmente eres un demonio del infierno. -Y le clavó un codo con fuerza en las costillas. Joe soltó una bocanada de aire y ella aprovechó para escapar rápidamente de su abrazo.

– Supongo que esto quiere decir que no me comeré una rosca esta noche -graznó Joe mientras se agarraba el costado.

Kevin, el traidor, se rió como si el detective fuera un comediante.

– Me voy a casa -dijo Gabrielle, y salió de la habitación sin mirar atrás. Lo había intentado. Si Kevin se incriminaba en su ausencia, a ella, desde luego, no iba a remorderle la conciencia.

Kevin oyó el portazo al cerrarse la puerta de atrás, luego volvió a mirar al novio de Gabrielle.

– Está realmente cabreada contigo.

– Lo superará. Odia que mencione a mis otras novias. -Joe cambió el peso de pie y cruzó los brazos-. Me dijo que salisteis un par de veces.

Kevin buscó indicios de celos pero no vio ninguno. Había visto la posesiva manera en que Joe tocaba a Gabrielle y cómo se besaban esa mañana. Hacía tiempo que conocía a Gabrielle y ella solía salir con hombres altos pero delgados. Este tío era diferente. Tenía complexión musculosa y fuerza bruta. Debía de estar enamorada.

– Salimos algunas veces, pero nos llevamos mejor como amigos -le aseguró a Joe. En realidad, él había estado más interesado en ella que ella en él-. No tienes de qué preocuparte.

– No me preocupo. Sólo era curiosidad.

Kevin siempre había admirado a los hombres que tenían confianza en sí mismos, y Joe la tenía a espuertas. Si hubiera tenido buenos ingresos además de buena apariencia, lo más probable es que Kevin lo hubiera odiado a simple vista. Pero se veía tan perdedor que no se sentía en absoluto amenazado.

– Creo que serás bueno para Gabrielle -dijo.

– ¿Por qué?

Porque la quería distraída durante los días siguientes y Joe parecía ser capaz de mantenerla ocupada.

– Porque ninguno de vosotros espera demasiado de vuestra relación -contestó, y se fue a su oficina. Meneó la cabeza al entrar y se sentó en su escritorio. El novio de Gabrielle era un perdedor sin expectativas que tan sólo se conformaba con ser capaz de subsistir.

No como Kevin. Él no había nacido rico como Gabrielle, o guapo como Joe. El era el sexto de una familia mormona con once hijos que vivían en una pequeña granja como sardinas en lata. Era normal que pasara desapercibido. Salvo por la leve variación en el color del pelo y las diferencias obvias de género, todos los niños Carter eran iguales.

Excepto una vez al año, en los cumpleaños, no había habido una atención especial para cada uno. Habían sido como un todo. Un clan. A la mayoría de sus hermanos y hermanas les había encantado crecer en una familia numerosa. Habían sentido una unión, una cercanía especial con los otros hermanos. Pero Kevin no. Él se había sentido invisible. Y lo había odiado.

Toda su vida había trabajado duro. Antes de la escuela, después de la escuela y todos los veranos, y así durante muchos años. No le habían dado nada salvo ropas de segunda mano y un par de zapatos nuevos cada otoño. Aún trabajaba duro, pero ahora se divertía haciéndolo. Y si había cosas que quería y no tenía el dinero para obtenerlas de manera legal había otras maneras de conseguirlo. Siempre había otras alternativas.

El dinero otorgaba poder. Sin eso un hombre no era nada. Era invisible.

Capítulo 6

Gabrielle encontró finalmente la paz interior que había estado buscando durante todo el día flotando en medio de una piscina para niños en el patio trasero de su casa. Poco después de regresar de la tienda, había llenado la piscina y se había puesto un biquini plateado. La piscina tenía dos metros y medio de largo y unos setenta y cinco centímetros de profundidad. El borde estaba decorado con animales selváticos azules y anaranjados. Flores silvestres, pétalos de rosas y rodajas de limón flotaban en el agua ayudándola a aliviar la tensión nerviosa gracias al perfume de flores y cítricos. Olvidarse por completo de Joe era imposible, por supuesto, pero servía para recargarse de energía positiva y relegarlo al fondo de la mente.

Era la primera oportunidad que tenía para probar el filtro solar y se había restregado la piel con una mezcla de aceite de sésamo, germen de trigo y lavanda. La lavanda había sido una inspiración de última hora, una apuesta personal. No tenía propiedades de protección, pero sí curativas en caso de que se quemara. Y además, su perfume ocultaba el olor de las semillas, así no atraería la atención de insectos hambrientos en busca de alimento.

De vez en cuando levantaba el borde del bikini comprobando el bronceado. A lo largo de toda la tarde, la piel había adquirido un tono dorado sin el más leve indicio ele rojez.

A las cinco y media, su amiga Francis Hall Valento Mazzoni, ahora simplemente Hall otra vez, llegó de visita para regalarle a Gabrielle un tanga y un sostén a juego. Francis era la dueña de Naughty or Nice, la tienda de lencería a media manzana de Anomaly y la visitaba a menudo con las últimas novedades en ropa interior escotada o provocativos camisones. Gabrielle no tenía corazón para decirle a su amiga que no usaba ropa interior picante. Con lo cual, la mayor parte de los regalos iban a parar a la caja que guardaba en el armario. Francis era rubia y de ojos azules, tenía treinta y un años y se había divorciado dos veces. Había tenido más relaciones de las que Gabrielle podía recordar y creía que la mayoría de los problemas entre hombres y mujeres se solucionaban con un par de braguitas de regaliz.