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– ¿Cómo te va el tónico que te hice? -preguntó Gabrielle a su amiga, que se sentó en una silla de mimbre bajo el toldo del porche.

– Mejor que la mascarilla de harina de avena o el mejunje para el síndrome premenstrual.

Gabrielle rozó con los dedos la superficie del agua, agitando las flores silvestres y los pétalos rosados. Se preguntó si eran los tratamientos los que fallaban o la poca paciencia de su amiga. Francis buscaba siempre remedios rápidos, el camino más fácil. Nunca se molestaba en buscar en su alma para encontrar la paz interior y la felicidad personal. Como consecuencia, su vida era un caos. Era un imán para los perdedores, y tenía más rollos que un revistero. Pero Francis también tenía virtudes que Gabrielle admiraba. Era muy divertida y brillante, siempre iba detrás de lo que quería y tenía un corazón de oro.

– Hace tiempo que no hablo contigo. Desde la semana pasada cuando pensabas que te seguía un tío grande de pelo oscuro.

Por primera vez en una hora, Gabrielle pensó en el detective Joe Shanahan. En cómo se había metido en su vida y el mal karma que había acumulado gracias a él. Era dominante y grosero, y exudaba tanta testosterona que la sombra de la barba se le oscurecía según pasaban las horas. Pero cuando la besó su aura se había vuelto de un rojo intenso, más profundo que con cualquier otro hombre que hubiera conocido.

Pensó en contarle a Francis sobre la mañana en que había apuntado con la Derringer a un policía encubierto y había terminado siendo su colaboradora. Pero era un secreto demasiado grande para contarlo.

Gabrielle hizo sombra en los ojos con una mano y miró a su amiga. Vale, en realidad nunca había sido demasiado buena guardando secretos.

– Te contaré algo, si me prometes que no saldrá de aquí -comenzó, y luego procedió a soltarle todo como la chivata que era. O casi todo, porque omitió adrede los detalles más perturbadores, como el hecho de que él tuviera los músculos tan duros y marcados como los de un modelo de ropa interior o que besaba de tal manera que podría seducir incluso a la mujer más frígida-. Joe Shanahan es arrogante y rudo, y estoy ineludiblemente comprometida con él hasta que Kevin quede absuelto de esos ridículos cargos -concluyó, sintiéndose liberada. Por una vez, los problemas de Gabrielle eran más graves que los de su amiga.

Francis guardó silencio por un momento, luego murmuró.

– Hummm… -Se puso las rosadas gafas de sol-. Y bien, ¿qué te parece ese tío?

Gabrielle volvió la cara hacia el sol. Cerró los ojos y vio el rostro de Joe, los ojos penetrantes y las largas pestañas negras, las sensuales líneas de la boca y la simetría perfecta de su ancha frente, la nariz recta y el mentón fuerte. El grueso pelo castaño rizándose a la altura de las orejas y la nuca, suavizándole los rasgos. Olía maravillosamente bien.

– Nada del otro mundo.

– Qué lástima. Si tuviera que trabajar con un poli, querría que fuera como uno de esos modelos de calendario.

Lo cual, supuso Gabrielle, describía bastante bien a Joe.

– Le haría llevar cajas pesadas para que estuviera todo sudoroso -continuó Francis con la fantasía-. Y observaría sus músculos de acero cuando las estuviera cargando.

Gabrielle frunció el ceño.

– Bueno, considero más importante el interior de un hombre. No su apariencia.

– ¿Sabes? Te he oído decir eso antes, pero si piensas así, ¿por qué no te acostaste con Harold Maddox cuando erais novios?

Francis se acababa de apuntar un tanto, pero de ninguna manera pensaba admitir que el aspecto de un hombre fuera más importante que su alma. No lo era. Un hombre inteligente era mucho más sexy que un cavernícola. El problema era que eso del atractivo interfería algunas veces.

– Tuve mis razones.

– Sí, como que era aburrido, llevaba una fea coleta y todo el mundo le confundía con tu padre.

– No era viejo.

– Lo que tú digas.

Gabrielle también podía hacer algunos comentarios sobre el gusto de Francis sobre hombres y maridos, pero guardó silencio.

– No me sorprende del todo que Kevin sea sospechoso -dijo Francis-. Puede llegar a ser una comadreja.

Gabrielle miró a su amiga y frunció el ceño. Francis y Kevin habían salido algunas veces y ahora mantenían una relación amor-odio. Gabrielle nunca había preguntado qué había sucedido; no quería saberlo.

– Sólo lo dices porque no te gusta.

– Tal vez, pero prométeme que de todas maneras mantendrás los ojos abiertos. Tienes una confianza ciega en los amigos. -Francis se levantó y se alisó el vestido.

Gabrielle no opinaba igual, pero creía que la confianza debía darse a manos llenas si se quería que fuera recíproca.

– ¿Te marchas?

– Bueno, tengo una cita con el fontanero. Deberías probar algo así. Tiene un cuerpo impresionante, pero eso no significa nada. Si no es demasiado aburrido, dejaré que me lleve a casa y me muestre la llave inglesa.

Gabrielle ignoró aposta el último comentario.

– ¿Puedes poner el cassette? -preguntó, apuntando hacia el viejo reproductor que estaba encima de una mesa de mimbre.

– No sé cómo puedes escuchar ese sinsentido.

– Deberías probarlo. Quizá llegues a encontrarle sentido a la vida.

– Sí, bueno, prefiero escuchar a Aerosmith. Steven Tyler sí da sentido a mi vida.

– Si tú lo dices.

– Ja, ja -rió Francis, mientras cerraba de golpe la puerta trasera de tela metálica al marcharse. Gabrielle comprobó de nuevo la línea del biquini por si había señales de enrojecimiento, luego cerró los ojos y buscó su conexión con el universo. Quería respuestas. Respuestas a las preguntas que no entendía. Como por qué el destino había dispuesto que Joe entrara en su vida con la fuerza de un tornado cósmico.

Joe lanzó el cigarrillo a un arbusto de rododendro, luego levantó la mano hasta la pesada puerta de madera. Se abrió tan pronto la tocó, y una pequeña mujer con cabello rubio y brillantes labios rosados clavó los ojos en él desde detrás de unas gafas de sol rosadas. Aunque había vigilado esa dirección durante semanas, dio un paso atrás y miró los números rojos clavados en el lateral de la casa para asegurarse.

– Estoy buscando a Gabrielle Breedlove -dijo.

– Tú debes ser Joe.

Sorprendido volvió a mirar a la mujer que tenía delante.

Detrás de los cristales de las galas de sol, los ojos azules se deslizaron hacia abajo por su pecho.

– Me ha dicho que eres su novio, pero obviamente omitió algunos detalles. -Alzó la vista a su cara y sonrió-. Me pregunto por qué se olvidó de la parte más interesante.

Y Joe se preguntaba qué habría contado exactamente su colaboradora de él. Tenía varias preguntas que hacerle, pero esa no era la única razón por la que necesitaba verla. Nunca había trabajado con alguien tan tenso y hostil como Gabrielle y temía que acabara perdiendo la chaveta, y descubriera todo el pastel. La necesitaba relajada y cooperativa. Sin más escenitas. Sin que volviera a interponerse entre él y su nuevo amigo Kevin.

– ¿Dónde está Gabrielle?

– En la piscina del patio trasero. -Salió y cerró la puerta tras ella-. Ven. Te llevaré. -Lo guió por un lateral de la casa y apuntó hacia una valla alta cubierta de rosas trepadoras. Un arco con una puerta entreabierta dividía la valla en dos.

– Por ahí -señaló la mujer antes de marcharse.

Joe atravesó el arco y dio dos pasos antes de detenerse. El patio trasero estaba cubierto de una profusión de flores coloridas y olorosas. Gabrielle Breedlove flotaba en una piscina para niños. La recorrió con la mirada de arriba abajo, pero lo que captó su atención fue el pequeño aro del ombligo que ya había notado unos días antes al cachearla. Nunca se había sentido atraído por mujeres con piercings, pero… joder…, ese pequeño aro de plata le dejaba la boca seca.