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El Rey de las Patatas le había montado una buena bronca al alcalde Walker que a su vez se la había montado al capitán Luchetti y a los detectives de la brigada antirrobo. El estrés hacía que algunos polis se volcaran en la botella, pero Joe no. No era de los que les gustaba empinar el codo. Mientras vigilaba a la sospechosa tomó otra larga calada del Marlboro y repasó mentalmente todos los datos que había conseguido sobre la señorita Breedlove.

Sabía que había nacido y crecido en un pequeño pueblo del norte de Idaho. Su padre había muerto cuando era niña, y había vivido con su madre, su tía y su abuelo.

Tenía veintiocho años, medía casi uno setenta y cinco y pesaba alrededor de sesenta kilos. Sus piernas eran largas. Sus pantalones no. La vio inclinarse hasta tocar el suelo con las manos y disfrutó de la vista igual que del pitillo. Desde que le habían asignado la tarea de seguirla había desarrollado un profundo aprecio por la dulce forma de su trasero.

Gabrielle Breedlove. Su nombre sonaba a estrella pornográfica, como Mona Lot o Candy Peaks. Joe nunca le había hablado, pero había estado lo suficientemente cerca de ella como para saber que tenía todas las curvas adecuadas en los lugares precisos.

Y su familia tampoco era desconocida en el estado. La Compañía de Minas Breedlove había operado en el norte durante noventa años antes de ser liquidada a mediados de los setenta. Al mismo tiempo, había hecho inversiones muy fuertes, pero nefastas, lo que sumado a una mala gestión hizo menguar considerablemente la fortuna familiar.

La observó hacer algún tipo de estiramiento de yoga sobre un solo pie antes de empezar a correr con un trote corto. Joe lanzó el Marlboro a la hierba cubierta de rocío y se apartó del Chevy. La siguió a través del parque y atravesó la cinta de asfalto negro conocido como el cinturón verde.

El cinturón verde corría paralelo al río Boise y se abría paso por la capital conectando los ocho parques principales a lo largo de su recorrido. El fuerte olor del agua del río y de los álamos de Virginia llenaba el aire matutino mientras las hebras de algodón que flotaban en el aire se pegaban a la pechera de la sudadera de Joe.

Joe controló su respiración, lenta y pausada, mientras corría al mismo ritmo que la mujer que iba quince metros por delante de él. Toda la semana anterior, desde el robo, la había seguido aprendiendo sus hábitos, la clase de información que no podía obtener del gobierno o de archivos, ya fueran públicos o privados.

Hasta donde él sabía, ella siempre hacía el mismo recorrido de más de tres kilómetros y llevaba puesta la misma riñonera negra. Corría mirando constantemente a su alrededor. Al principio había sospechado que iba en busca de algo o alguien, pero nunca se había reunido con nadie. También le preocupaba que sospechara que la seguía, pero había tenido cuidado de ponerse ropa diferente todos los días, de aparcar en sitios distintos y cambiar el lugar de vigilancia. Algunos días se cubría el pelo oscuro con una gorra de béisbol y vestía de chándal. Esa mañana se había atado un pañuelo rojo a la cabeza y se había puesto la sudadera gris de la universidad de Boise.

Dos hombres con brillantes chándales azules corrían por el cinturón verde hacia él. Cuando rebasaron a la Srta. Breedlove, giraron la cabeza y observaron el balanceo de sus pantalones cortos y blancos. Cuando volvieron a mirar al frente, llevaban idénticas sonrisas de aprecio. Joe no les culpó por intentar echarle una última mirada. Tenía largas piernas y un culo fabuloso. Era una pena que estuviera destinado a ser tapado por un uniforme de prisión.

Joe la siguió fuera del Ann Morrison Park a través de un puente peatonal, procurando permanecer a una distancia prudencial mientras continuaban a lo largo del río Boise.

Su perfil no se ajustaba al típico ladrón. A diferencia de su socio ella no estaba cubierta de deudas hasta las cejas. No le iba el juego y no era adicta a las drogas, lo cual dejaba sólo dos motivos posibles para que una mujer como ella participara en un delito de tal envergadura.

Uno eran las emociones fuertes, y Joe, ciertamente, podía entender cuánto atraía vivir en el filo de la navaja. La adrenalina era una droga potente. Bien sabía Dios cuánto le había gustado a él. Le había encantado la manera en que se le metía bajo la piel poniéndole los pelos de punta y haciéndole temblar de excitación.

El segundo era más común, el amor. El amor solía meter a las mujeres en demasiados problemas. Había conocido a muchas de ellas que se desvivían por algún desgraciado hijo de puta que no dudaba en venderlas al mejor postor para salvarse. Joe ya no se asombraba de lo que algunas mujeres eran capaces de hacer por amor. Ya no le sorprendía encontrarlas en la cárcel cumpliendo condena por sus hombres con el rímel corrido soltando la misma mierda de siempre: «no tengo nada malo que contarte de fulanito, lo amo».

Los árboles por encima de la cabeza de Joe se volvieron más densos mientras la seguía hasta el segundo parque. Julia Davis Park era más exuberante, más verde y tenía la ventaja añadida de los museos históricos de arte, el Zoo de Boise y, por supuesto, el Tootin Tater Tour Train.

Sintió que se le salía algo del bolsillo un instante antes de oír un plaf en el pavimento. Metió la mano en el bolsillo vacío y giró la cabeza para ver el paquete de Marlboro en mitad del camino. Vaciló unos segundos antes de volver sobre sus pasos. Algunos cigarrillos habían salido rodando sobre el asfalto y se apresuró a cogerlos antes de que cayeran a un charco cercano. Su mirada se desplazó a la sospechosa que corría con su habitual trote lento, luego volvió a los cigarrillos.

Los colocó dentro del paquete procurando no romperlos. Tenía intención de disfrutar de todos y cada uno de ellos. No le preocupaba perder su objetivo. En realidad, ella corría casi tan rápido como un viejo perro con artritis, algo que agradeció en ese momento.

Cuando volvió la mirada al camino, se quedó quieto un instante y luego lentamente metió la cajetilla otra vez en el bolsillo. Todo lo que veían sus agudos ojos era la sombra negra de los imponentes árboles y la hierba. Una racha de viento agitó las pesadas ramas en lo alto y le aplastó la sudadera contra el pecho.

Dirigió la mirada hacia la izquierda divisando, al otro lado del parque, la silueta de Gabrielle dirigiéndose hacia el zoológico y la zona de juegos infantiles. Comenzó a seguirla de nuevo. Por lo que podía ver, el parque estaba vacío. Cualquiera con un poco de materia gris en la cabeza se habría apresurado a largarse antes de que estallase la inminente tormenta. Pero solo porque el parque pareciera estar vacío no quería decir que la sospechosa no fuera a reunirse con alguien.

Cuando un sospechoso se apartaba del patrón habitual normalmente quería decir que algo estaba a punto de suceder. El sabor de la adrenalina desbordó su garganta y le dibujó una sonrisa en los labios. Joder, no se había sentido tan vivo desde la última vez que había perseguido a un camello por un callejón en la zona norte.

La perdió de vista una vez más mientras pasaba por delante de los aseos y desaparecía en la parte de atrás. Años de experiencia le hicieron mantener las distancias mientras esperaba verla de nuevo. Cuando después de un momento no apareció, metió la mano bajo la sudadera y abrió el cierre de su pistolera. Se apretó contra la pared de ladrillo y escuchó.

Una bolsa de plástico abandonada revoloteó sobre el suelo, pero no oyó nada más excepto el viento y las hojas moviéndose por encima de su cabeza. Desde su posición agachada cualquiera podía verlo perfectamente; tendría que haberse quedado atrás. Rodeó el lateral del edificio y en ese momento alguien le roció los ojos con un bote de laca. El chorro le dio de lleno en la cara e inmediatamente se le nubló la vista. Un puño agarró su sudadera y una rodilla golpeó entre sus muslos; sus testículos se salvaron por unos centímetros. Se le atoró el músculo de la pierna izquierda y se habría doblado en dos si no hubiera sido por el sólido hombro que bloqueó su pecho con un golpe seco. Resolló cuando se vio impulsado contra la pared que tenía detrás. Las esposas que llevaba en la pretina de sus pantalones cortos se le clavaron en la espalda.