– Quiero que tengas una actitud abierta. Simplemente no creo que Kevin sea culpable.
Las multas de tráfico habrían sido más fáciles. Para Joe no había lugar a dudas de que Kevin Carter era tan culpable como el pecado, aunque si había algo que había aprendido como policía infiltrado era a mentir a destajo sin sentir ni una pizca de remordimiento.
– De acuerdo. Tendré una actitud abierta.
– ¿En serio?
Relajó las comisuras de los labios y se inclinó hacia ella con una sonrisa amigable.
– Absolutamente.
Ella lo miró a los ojos como si estuviera tratando de leerle el pensamiento.
– Te crece la nariz, detective Shanahan.
Su sonrisa se volvió genuina. Ella estaba loca, pero no era estúpida. Tenía suficiente experiencia para conocer la diferencia y si le daban a elegir, preferiría antes a un loco que a un estúpido. Levantó las manos con las palmas en alto.
– Puedo intentarlo -dijo, y bajó los brazos-. ¿Qué te parece?
Ella suspiró e hizo un nudo con la toalla sobre la cadera izquierda.
– Supongo que si eso es lo mejor que puedes ofrecer, tendrá que ser suficiente. -Ella fue hacia la casa, luego volvió a mirarlo por encima del hombro-. ¿Has cenado ya?
– No. -Había pensado parar en la tienda de comestibles al ir a casa y comprar un pollo para él y unas zanahorias para Sam.
– Voy a hacer la cena. Puedes quedarte si quieres. -Su tono no era demasiado entusiasta.
– ¿Estás invitándome a cenar contigo? ¿Como si fueras mi novia de verdad?
– Tengo hambre y tú no has comido. -Ella se encogió de hombros y se encaminó hacia la puerta trasera-. Dejemos las cosas así.
Paseó la mirada por los rizos mojados y las gotitas de agua que goteaban de los cabellos para deslizarse por la espalda.
– ¿Sabes cocinar?
– Soy una cocinera estupenda.
Mientras caminaba detrás de ella, bajó los ojos al balanceo de las caderas, al redondeado trasero que tanto había apreciado la semana pasada y al borde de la toalla que rozaba la parte de atrás de las rodillas. Cena preparada por una cocinera maravillosa sonaba genial. Y por supuesto, era una buena oportunidad para ambos: él para preguntarle cosas sobre su relación con Kevin y ella para no estar tan tensa con él.
– ¿Qué hay para cenar?
– Pasta con stroganoff, pan francés y ensalada. -Ella subió los peldaños hacia la puerta de tela metálica y la abrió.
Joe, que la seguía muy de cerca, se le adelantó agarrando la parte superior del marco de madera por encima de la cabeza y sujetando la puerta abierta.
Ella se paró bruscamente y si él no hubiera prestado atención, la hubiera arrollado. Su torso chocó ligeramente con su espalda desnuda. Gabrielle se giró y le acarició el pecho con el hombro a través del delgado algodón de la camiseta.
– ¿Eres vegetariano? -preguntó ella.
– Dios me libre. ¿Y tú?
Sus grandes ojos verdes buscaron los suyos y arrugó la frente. Luego hizo algo extraño -aunque sabía que no debía sorprenderse de nada de lo que ella hiciera-, respiró profundamente por la nariz como buscando algo con el olfato. Joe no podía oler nada más que la esencia floral de su piel. Luego ella sacudió la cabeza ligeramente como para aclarar la mente y se adentró en la casa como si no hubiese ocurrido nada. Joe la siguió resistiendo el impulso de olerse las axilas.
– Intento ser vegetariana -lo informó mientras atravesaban una pequeña habitación donde estaban la lavadora y la secadora para llegar a la cocina pintada de un amarillo brillante-. Es un estilo de vida muy saludable. Pero por desgracia no soy practicante.
– ¿Eres vegetariana no practicante? -Él nunca había escuchado semejante cosa, pero ¿de qué se sorprendía?
– Sí, trato de resistirme a mis deseos carnívoros, pero soy débil. Tengo problemas de autocontrol.
El autocontrol normalmente no era problema para él, por lo menos hasta ahora.
– Me encantan la mayoría de las cosas que son malas para mis arterias. Algunas veces estoy a medio camino de McDonald's antes de darme cuenta.
La vidriera de encima del rincón del desayuno arrojaba parches de color sobre la habitación y la hilera de frascos de cristal que había sobre la pequeña mesa de madera. La habitación olía como Anomaly, a pachuli y aceite de rosas, pero a nada más, o por lo menos a nada que hiciera sospechar que allí había una cocinera maravillosa. Ni Thermomix lleno de stroganoff burbujeante sobre la encimera. Ni aroma a pan cocido al horno. Sus sospechas se confirmaron cuando ella abrió la nevera y cogió un bote de salsa, un paquete de pasta fresca y una barra de pan francés.
– Creía que eras una cocinera maravillosa.
– Lo soy. -Ella cerró la nevera y colocó todo sobre la encimera-. ¿Me haces el favor de coger dos cazuelas de la alacena de abajo, a tu izquierda?
Cuando él se agachó y abrió la puerta, le cayó un colador sobre el pie. Los armarios de Gabrielle estaban todavía peor que los suyos
– Oh, bien. Eso también lo vamos a necesitar.
Cogió las cazuelas y el colador y se enderezó. Gabrielle se recostó contra la puerta de la nevera con un trozo de pan en la mano. Él observó cómo ella deslizaba la mirada desde el frente de los pantalones vaqueros a su pecho. Masticó lentamente, luego tragó. Con la punta de la lengua se lamió una miga de la comisura de la boca y finalmente lo miró a los ojos.
– ¿Quieres un poco?
Escrutó su cara buscando un doble sentido, pero no vio ninguna provocación en aquellos ojos verde claro. Si hubiera sido cualquier otra mujer, le habría gustado mostrarle exactamente lo que quería, comenzando por su boca y abriéndose camino lentamente hacia la pequeña marca del interior del muslo. Le hubiera gustado llenarse las manos con sus grandes senos cremosos que se apretaban contra la parte superior del biquini. Pero ella no era cualquier otra mujer y él tenía que comportarse como un Boy Scout.
– No, gracias.
– Bien. Voy a cambiarme de ropa. Mientras lo hago, pon la salsa stroganoff en la cazuela pequeña, luego llena la otra de agua. Cuando el agua comience a hervir, añade la pasta. Déjalas cocer durante cinco minutos. -Se apartó del refrigerador y mientras pasaba de largo se detuvo un segundo e inspiró profundamente por la nariz. Como antes, arrugó la frente y sacudió la cabeza-. De todas maneras, estaré de vuelta para entonces.
Joe la observó salir con rapidez de la habitación, partió un poco de pan y se preguntó cómo había pasado de ser un invitado a cenar por una mujer en biquini que decía ser una cocinera maravillosa, a cocinar mientras ella se cambiaba de ropa. Y ¿qué era esa cosa del olor? Lo había hecho dos veces ya y empezaba a sentirse un poco paranoico.
Gabrielle volvió a asomar la cabeza por la puerta de la cocina.
– No irás a ponerte a buscar el Monet mientras me arreglo, ¿Verdad?
– No, esperaré hasta que regreses.
– Estupendo -dijo con una amplia sonrisa y se marchó de nuevo.
Joe fue al fregadero y llenó la cazuela más grande de agua. Un gato negro y gordo se le rozó contra las piernas y le enrolló la cola en la pantorrilla. A Joe no le gustaban los gatos, creía que eran bastante inútiles. No como los perros que podían adiestrarse para olfatear droga o las aves que podían amaestrarse para hablar y colgar cabeza abajo por un pie. Empujó al gato a un lado con la puntera de la bota de trabajo y se volvió hacia el fogón.
Desvió la mirada a la puerta y se preguntó cuánto tardaría en regresar. Aunque no tenía ningún reparo en registrar sus alacenas mientras ella estaba fuera de la habitación, tenía dos razones muy buenas para no hacerlo. Primero, creía que no encontraría nada. Si Gabrielle hubiera estado involucrada en el robo de la pintura del señor Hillard, dudaba que lo hubiera invitado a su casa. Estaría demasiado nerviosa para conversar sobre la salsa stroganoff si tuviera un Monet dentro del armario. Y en segundo lugar, necesitaba su confianza y eso nunca ocurriría si lo cazaba registrando la casa de arriba abajo. Necesitaba demostrarle que no era un mal tipo y estaba convencido de que no le resultaría demasiado difícil. No era el tipo de hombre que se jactaba de sus conquistas cuando bebía cervezas, y a las mujeres generalmente les gustaba. Sabía que era un buen amante. A pesar de lo que Meg Ryan dijera, sabía perfectamente cuándo una mujer estaba fingiendo. Siempre se aseguraba de que las mujeres que pasaban por su cama disfrutaran tanto como él. No caía redondo justo después de hacer el amor para comenzar a roncar y no se desplomaba, aplastando a la mujer bajo su peso.