Echó la salsa stroganoff en la cazuela, la puso a medio fuego y revolvió. Aunque no fuese uno de esos idiotas sensibles que lloraban delante de las mujeres, estaba bastante seguro de que lo consideraban un tío majo.
Algo se sentó sobre su pie y miró hacia abajo, al gato situado en lo alto de su bota.
– Piérdete, bola de pelo -dijo y empujó al gato con el pie lejos de él.
Gabrielle se abrochó el sostén entre los senos, luego se pasó una camiseta corta de color azul por la cabeza. Aunque Joe le había dicho que no registraría la cocina, no le había creído.
No confiaba en él cuando estaba fuera de su vista. Caray, ni siquiera confiaba en él cuando no le quitaba ojo de encima. Pero Joe tenía razón en algo, debía reconciliarse consigo misma para tolerarlo en su tienda y en su vida. Tenía un negocio que dirigir y no podía hacerlo si tenía que vigilar cada movimiento que él hacía o escabullirse antes de la hora.
Se puso unos vaqueros descoloridos y se los abotonó justo por debajo del ombligo. Además de no ser bueno para el negocio, tampoco era bueno para ella. No sabía cuánto tiempo más podría soportar el estrés que provocaba aquellos dolores de cabeza o los tics faciales sin que derivase en problemas más serios de salud, como un desequilibrio hormonal o una glándula pituitaria hiperactiva.
Agarró un cepillo del tocador y se lo pasó por el pelo húmedo. Mientras estaba sentada sobre la colcha, se recordó a sí misma que todo el mundo entraba en su vida por una razón. Si abría la mente, podría descubrir la razón de por qué había conocido a alguien como Joe. La imagen de él cuando se había agachado para coger las cazuelas de la alacena le cruzó por la mente y miró frunciendo el ceño a su reflejo en el espejo del otro lado de la habitación. La forma en que él rellenaba los vaqueros no tenía absolutamente nada de espiritual.
Dejando el cepillo a un lado, se hizo una trenza floja, luego aseguró la punta con una cinta azul. Joe era un moreno y duro policía que además de sacarla de quicio, había conseguido poner su vida patas arriba y desequilibrado su cuerpo, mente y espíritu. Era la guerra por la supremacía. La anarquía total. Realmente no veía ningún propósito superior en todo eso.
Excepto que olía bien.
Cuando entró en la cocina varios minutos más tarde, Joe estaba de pie delante del fregadero escurriendo la pasta con el colador. Una nube de vapor le rodeaba la cabeza mientras el gato de su madre hacía un ocho entre sus pies, envolviendo la cola alrededor de sus pantorrillas y maullando con fuerza.
– ¿Beezer? -Levantó en brazos al gato y lo sujetó contra los pechos-. No molestes al detective o te aplastará contra el suelo y te arrestará. Lo sé por experiencia.
– Nunca te aplasté contra el suelo -dijo Joe mientras desaparecía el vapor-. Si alguien sufrió, fui yo.
– Ah, es verdad. -Sonrió ante el recuerdo de él tirado en el suelo con las pestañas pegoteadas-. Te gané un asalto.
Él la miró sobre el hombro y sacudió el colador. Una leve sonrisa curvó sus labios; la humedad le había rizado el pelo de las sienes.
– ¿Pero quién acabó encima, Señorita Mala Leche? -Deslizó la mirada desde su trenza a sus pies desnudos, luego volvió a subir-. La pasta ya está.
– Pues sigue y mézclala con la salsa stroganoff.
– ¿Qué vas a hacer tú?
– Darle de comer a Beezer o nunca te dejará tranquilo. Sabe que estás haciendo la cena y está obsesionado con la comida. -Gabrielle fue hacia el armario que había tras la puerta y cogió una bolsa de comida para gatos Tender Vittles-. Cuando termine, haré la ensalada -dijo, rasgando la parte superior de la bolsa. Echó la comida en un platillo de porcelana y una vez que Beezer comenzó a comer, abrió la nevera y cogió una bolsa de lechuga picada.
– Ya veo.
Gabrielle miró a Joe, que estaba delante del fogón mezclando la pasta y la salsa con una cuchara de palo. La sombra de la barba le oscurecía las mejillas bronceadas y resaltaba las líneas sensuales de su boca.
– ¿Qué?
– Esa lechuga ya está preparada. ¿Sabes? Esta es la primera vez que me invitan a cenar y preparo yo la cena.
En realidad no había pensado en él como un invitado, sino más bien como una compañía inevitable.
– Qué extraño.
– Sí, extrañísimo. -Él señaló con la cuchara el rincón del desayuno-. ¿Qué es todo eso?
– Los aceites esenciales para el Coeur Festival -explicó ella mientras ponía la lechuga en dos cuencos para ensalada-. Hago mis propios aromas y aceites curativos. Hoy es el primer día que tengo libre para probar un filtro para el sol que elaboré con sésamo, germen de trigo y lavanda. Eso es lo que estaba haciendo en la piscina.
– ¿Funciona?
Ella bajó el cuello de la camiseta y estudió la línea del bikini, el contraste entre la piel blanca y morena.
– No me quemé. -Ella levantó la vista, pero él no le miraba ni la cara ni la marca del biquini. Clavaba los ojos en su estómago desnudo; la mirada era tan ardiente que un calor intenso traspasó su piel-. ¿Qué aliño te gusta en la ensalada? -preguntó.
Él se encogió de hombros y volvió la atención al stroganoff. Ella se preguntó si se habría imaginado la forma en que la había mirado.
– Salsa de barbacoa.
– Ah. -Se dio la vuelta hacia la nevera para ocultar su confusión-. Bueno, sólo tengo salsa italiana y salsa italiana light.
– ¿Por qué me preguntaste como si hubiera algo que elegir?
– Lo hay. -Si él podía pretender que nada había pasado entre ellos, también podía hacerlo ella, aunque sospechaba que él era mejor actor-. Puedes elegir salsa italiana o salsa italiana light.
– Italiana.
– Estupendo. -Aderezó la ensalada, luego llevó los dos cuencos al comedor y los colocó en la mesa desordenada. No tenía compañía para cenar demasiado a menudo y tuvo que poner sus catálogos y recetas de aceites dentro de la vitrina de la porcelana china. Una vez que la mesa estuvo libre, colocó una pequeña vela en el centro y la encendió. Sacó los mantelitos individuales de lino y las servilletas a juego, un par de servilleteros de plata y la vajilla de plata antigua que había heredado de su abuela. Cogió dos platos Villeroy pintados con amapolas rojas y se dijo que no estaba tratando de impresionar al detective. Quería usar la mejor vajilla porque casi nunca tenía la oportunidad de exhibirla. No había otra razón.
Con su porcelana más fina en las manos volvió a la cocina. Él seguía donde lo había dejado. Se detuvo en la puerta, devoró con los ojos el pelo oscuro y la nuca, los anchos hombros y la espalda. Dejó que su mirada vagara por los bolsillos traseros de los Levi's y bajara por las largas piernas. No podía recordar la última vez que había tenido en casa a cenar un tío tan guapo. Sus dos últimos novios no contaban porque no habían estado precisamente bien dotados en el apartado del aspecto. Harold había sido genial y le había encantado escucharle hablar de la luz espiritual. No había sido un rollo ni demasiado aburrido, pero Francis estaba en lo cierto, Harold era demasiado viejo para ella.
Antes de Harold, había salido con Rick Hattaway, un hombre bastante agradable, que hacía relojes zen para ganarse la vida. Pero ningún hombre le había acelerado el pulso ni le había provocado mariposas en el estómago, ni le había abrasado la piel con la mirada. La atracción que sentía por ambos, Harold y Rick, no había sido sexual y la relación no había progresado más allá de los besos.