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Habían pasado años desde que había juzgado a un hombre por el aspecto y no por la calidad de su alma. Había sido antes de su conversión ecologista, cuando odiaba tanto lavar los platos que sólo los había usado de papel. Los tipos con quienes había salido en esos días probablemente no habrían notado la diferencia entre una porcelana Wedgwood y una Chinet. En aquel momento de su vida se había considerado una artista seria y había escogido a los hombres por razones puramente estéticas. Ninguno de ellos había sido muy culto y algunos no habían sido demasiado inteligentes pero realmente el intelecto no había sido el punto a tener en cuenta. Sólo los músculos. Músculos, un buen trasero prieto y resistencia era lo que contaba.

La mirada de Gabrielle subió por la espalda de Joe y de mala gana admitió que había añorado tener al otro lado de la mesa a un macho bien parecido y cargado de testosterona. Joe ciertamente no parecía preocupado por la iluminación espiritual, pero parecía más inteligente que los musculitos comunes. Entonces lo vio levantar el brazo, doblar la cabeza y olerse la axila.

Gabrielle miró los platos que llevaba en las manos. Debería haber cogido platos de papel.

Capítulo 7

Gabrielle se sorprendió de los modales que Joe exhibió en la mesa. Se asombró de que no masticara con la boca abierta, ni se rascara la barriga, ni eructara como si fuera un adolescente que acabara de tomarse una cerveza Old Milwaukee. Se había puesto la servilleta en el regazo y la entretenía con historias escandalosas sobre su loro Sam. Si no lo conociera mejor, podría llegar a pensar que estaba tratando de cautivarla o que quizá tuviera un alma decente en algún lugar recóndito de aquel fornido cuerpo.

– Sam tiene un problema de peso -le contó entre bocados de stroganoff-. Adora la pizza y los Cheetos.

– ¿Le das a tu pájaro pizza y Cheetos?

– Ahora ya no. Tuve que construirle un gimnasio. Hace ejercicio conmigo.

Gabrielle ya no sabía si creerle o no.

– ¿Cómo te las arreglas para que haga ejercicio? ¿No se echa a volar?

– Lo engaño para que piense que es divertido. -Tomó un trozo de pan y se lo comió-. Pongo su gimnasio al lado de mi banco de pesas -continuó después do tragar-, así mientras hago pesas, él sube las escaleras y las cadenas.

Gabrielle tomó un trocito de pan y lo observó por encima do la vela. La tenue luz que se filtraba por las cortinas transparentes de las ventanas del comedor bañaba la habitación y al detective Joe Shanahan con una suave luminosidad. Sus rasgos, fuertes y masculinos, parecían haberse suavizado. Quizá solo fuera un efecto de la iluminación, porque a pesar de su encanto Gabrielle sabía por su muy reciente experiencia que no había nada suave ni dócil en el hombre que tenía enfrente, aunque supuso que un hombre que amaba a un pájaro tenía que tener alguna cualidad que lo redimiera.

– ¿Cuánto hace que tienes a Sam?

– Casi un año, pero me da la impresión que lo tengo desde siempre. Me lo regaló mi hermana Debby.

– ¿Tienes una hermana?

– Tengo cuatro.

– Guau. -Gabrielle siempre había querido tener hermanos-. ¿Eres el mayor?

– El pequeño.

– El bebé -dijo, aunque no podía imaginarse a Joe más que como un hombre. Exudaba demasiada testosterona para que pensara en él como un niñito de mejillas sonrosadas-. Supongo que crecer con cuatro hermanas mayores fue divertido.

– La mayor parte del tiempo fue un infierno. -Enrolló un poco de espagueti en el tenedor.

– ¿Por qué?

Se metió los espaguetis en la boca, y ella observó cómo masticaba. Parecía como si no fuera a responder, pero cuando tragó confesó:

– Me hicieron poner sus ropas y fingir que era la quinta hermana.

Ella intentó no reírse, pero le tembló el labio inferior.

– No le veo la gracia. Ni siquiera me dejaban hacer de perro. Tanya siempre era el perro.

Esta vez no pudo evitar reírse, incluso pensó -aunque no llegó a hacerlo- en palmearle la mano y decirle que no pasaba nada.

– Piensa que tu hermana hizo algo por ti. Te regaló a Sam por tu cumpleaños.

– Debby me regaló a Sam cuando tuve que guardar cama durante un tiempo. Creyó que un pájaro me haría compañía hasta que me levantara y daría menos problemas que un perrito -sonrió-. Estaba equivocada.

– ¿Por qué tuviste que guardar cama?

Su sonrisa desapareció y encogió los anchos hombros.

– Me dispararon en una redada antidroga que fue mal desde el principio.

– ¿Te dispararon? -Gabrielle arqueó las cejas-. ¿Dónde?

– En el muslo derecho -dijo, y cambió bruscamente de tema-. Me encontré con una amiga tuya cuando llamé a la puerta.

A Gabrielle le habría gustado conocer los detalles del tiroteo, pero obviamente él no quería hablar del tema.

– ¿Francis?

– No me dijo su nombre, pero sí que le dijiste que era tu novio. ¿Qué más le has contado? -preguntó antes de meterse el último bocado de pasta en la boca.

– Más o menos eso -mintió Gabrielle cogiendo el vaso de té helado-. Sabía que yo pensaba que me seguía un acosador, así que hoy me preguntó de nuevo por él. Le dije que estábamos saliendo.

Él tragó lentamente mientras la estudiaba a través de la corta distancia que los separaba.

– ¿Le dijiste que sales con un tío que pensabas que te estaba acosando?

Gabrielle tomó un sorbo de té y asintió con la cabeza.

– Ajá…

– ¿No le pareció extraño?

Gabrielle negó con la cabeza y dejó el vaso sobre la mesa.

– Francis tiene una mente abierta en lo que a relaciones se refiere. Sabe que algunas veces a las mujeres les gusta correr riesgos. Y ser seguida por un hombre puede ser muy romántico.

– ¿Por un acosador?

– Sí, ya, pero en la vida tienes que besar a algunos sapos.

– Y tú, ¿has besado a muchos sapos?

Ella pinchó la lechuga con el tenedor e intencionadamente lo miró a los labios.

– Sólo a uno -dijo, y se metió la lechuga en la boca.

Él cogió el vaso y su risa suave llenó la habitación. Ambos sabían que ella no le había devuelto el beso como si lo considerara un sapo.

– Además de besar sapos, cuéntame más cosas sobre ti. -Una gota de vaho se deslizó por el vaso y cayó encima de la camiseta dibujando un diminuto círculo húmedo sobre el pectoral derecho.

– ¿Estás interrogándome?

– Claro que no.

– Además, ¿no tienes un informe sobre mí en alguna parte con toda la información que necesitas? ¿Cómo cuántas multas por exceso de velocidad me han puesto?

Los ojos de Joe se encontraron con los suyos sobre el borde del vaso y la observó mientras daba un largo trago. Luego bajó el vaso para decirle:

– No comprobé tu registro dental, pero el pasado mes de mayo te pusieron una multa por exceso de velocidad. Cuando tenías diecinueve años, estrellaste tu Volkswagen contra un poste telefónico y tuviste la suerte de salir sólo con heridas leves y tres puntos en la cabeza.

No la sorprendió que conociera su historial como conductora, pero la desconcertaba un poco que él supiera cosas sobre su vida cuando ella apenas sabía nada de él.

– Fascinante. ¿Qué más sabes?

– Llevas el nombre de tu abuelo.

Nada sorprendente.

– Somos una de esas familias que le ponen a los hijos el nombre de sus abuelos. Mis abuelas se llamaban Eunice Beryl Paugh y Thelma Dorita Cox Breedlove. Me considero afortunada. -Se encogió de hombros-. ¿Qué más?

– Sé que asististe a dos universidades, pero no obtuviste ningún título.