– Dime algo -dijo él cerrando el grifo-. Cuando te arresté en Julia Davis Park, ¿fue por el karma?
Ella cruzó los brazos sobre los senos y apoyó una cadera a su lado en el mostrador.
– No, nunca he hecho nada lo suficientemente malo para merecerte.
– Tal vez -dijo él, en voz baja y seductora, mirándola por encima del hombro-, soy un premio por buena conducta.
Ella ignoró el escalofrío que le subió por la espalda. Gabrielle no era la clase de chica que se sintiera atraída por polis rudos con mal genio. Claro que no.
– Sé realista. Eres como una seta venenosa-dijo y apuntó hacia las cazuelas de la cocina-. ¿No vas a lavar todos los platos?
– De ninguna manera. Yo ya hice la cena.
Ella había cortado el pan y aderezado la ensalada, así que no todo lo había hecho él. Este era un nuevo siglo, los hombres como Joe tenían que salir de la caverna y poner de su parte, pero no quiso ilustrarle al respecto.
– Supongo que mañana por la mañana te veré temprano.
– Sí. -Metió una mano en el bolsillo delantero de los Levi's y sacó un juego de llaves-. Salvo el viernes, ese día tengo que ir de testigo al juzgado, así que probablemente no llegaré hasta después del mediodía.
– Estaré en el Coeur Festival el viernes y el sábado.
– De acuerdo. Me pasaré por la caseta y echaré un vistazo.
Gabrielle necesitaba un descanso de Joe y de la tensión nerviosa que le creaba.
– No es necesario.
Él levantó la vista de las llaves que tenía en la mano y ladeó la cabeza.
– Me pasaré de todas maneras, simplemente para que no me eches de menos.
– Joe, te echaré de menos tanto como a un dolor de muelas.
Él se rió entre dientes, luego se volvió hacia la puerta trasera.
– Es mejor que tengas cuidado, he oído que mentir crea mal karma.
El Bronco rojo de Joe entró por el acceso más alejado del aparcamiento en Albertson. Tenía el cuatro por cuatro desde hacía dos meses y no quería que ningún crío le dejara señales en las puertas. Pasaban de las ocho y media, y el sol poniente se ocultaba tras la cima de la montaña que rodeaba el valle. No había demasiado movimiento en la tienda de comestibles cuando Joe entró y agarró una bolsa de zanahorias baby, las favoritas de Sam.
– Hola, ¿no eres Joe Shanahan?
Joe levantó la vista de las zanahorias a una mujer que cargaba coles en un carrito. Era menuda y llevaba el grueso pelo castaño recogido en una coleta en lo alto de la cabeza. Iba muy poco maquillada y tenía el tipo de cara bonita a la que parecía que habían sacado brillo. Los grandes ojos azules que se clavaban en él le parecían vagamente familiares y se preguntó si alguna vez la habría arrestado.
– Soy Ann Cameron. Crecimos en el mismo barrio. Solía vivir algo más abajo que tus padres. Saliste con mi hermana mayor, Sherry.
Ah, por eso le parecía familiar. En décimo grado él había hecho cosas muy excitantes con Sherry en el asiento trasero del Chevy Biscayne de sus padres. Ella había sido la primera chica que le había dejado tocar sus senos por debajo del sostén. La palma desnuda sobre un pecho desnudo. Un hito histórico para cualquier tío.
– Claro que te recuerdo. ¿Cómo estás, Ann?
– Bien. -Ella puso algunas coles más en el carro y luego cogió una bolsa de zanahorias-. ¿Cómo están tus padres?
– Más o menos como siempre -contestó, mirando el montón de verduras de su carro-. ¿Tienes muchos hijos que alimentar o crías conejos?
Ella se echó a reír y negó con la cabeza.
– Ni una cosa ni otra. No estoy casada y no tengo hijos. Tengo un bar en la Octava, y hoy me quedé sin suministros y no puedo esperar hasta que llegue el siguiente reparto de verdura fresca mañana por la tarde. Sería demasiado tarde para mis clientes del mediodía.
– ¿Un bar? ¿Eres buena cocinera?
– Soy una cocinera estupenda.
Él había oído esa misma declaración dos horas antes a una mujer con un bikini plateado que había desaparecido en su dormitorio dejando que él preparara la cena. Y luego para mayor escarnio, la señora apenas había probado la comida que él había preparado.
– Deberías venir un día y probar mis bocadillos, o pasta si lo prefieres. Hago un scampi de camarón con cabello de ángel para chuparse los dedos. Rallado, por supuesto. Y mientras podemos ponernos al día.
Joe le miró los ojos azul claro y los hoyuelos de las mejillas cuando le sonrió. Normal. Sin señales de locura, aunque no podía asegurarlo a simple vista.
– ¿Crees en karmas, auras o escuchas a Yanni?
Su sonrisa desapareció y lo contempló como si estuviera chillado. Joe se rió, lanzó la bolsa al aire y la atrapó.
– Bien, me pasaré por allí. En la Octava, ¿no?
Gabrielle se consideraba una limpiadora compulsiva. Cuando la compulsión la atacaba, limpiaba. Desafortunadamente, la compulsión por limpiar armarios y alacenas solamente le ocurría una vez al año y duraba unas pocas horas. Si se hallaba fuera de casa cuando sucedía, los armarios tenían que esperar un año más.
Introdujo jabón con olor a limón en el fregadero y lo mezcló con agua caliente. Tal vez después de lavar la cazuela del stroganoff, le quedaría energía suficiente para emprenderla con los armarios y así el colador no volvería a caer a los pies de otro invitado como había ocurrido antes con Joe.
Tan pronto como se puso un par de guantes amarillos, sonó el teléfono. Lo cogió al tercer timbrazo y oyó la voz de su madre.
– ¿Cómo está Beezer? -preguntó Claire Breedlove sin saludar.
Gabrielle miró por encima del hombro a la bola de pelo tumbada sobre la alfombra delante de la puerta trasera.
– Tumbada y feliz.
– ¿Se está portando bien?
– La mayor parte del tiempo sólo come y duerme -contestó Gabrielle-. ¿Dónde estás? ¿Aquí en la ciudad?
– Yolanda y yo estamos con tu abuelo. Viajaremos a Boise mañana.
Gabrielle apoyó el auricular del teléfono entre el hombro y la oreja y preguntó:
– ¿Qué tal en Cancún?
– Ah, estuvo bien, pero sucedió algo. Tu tía y yo tuvimos que interrumpir el viaje porque tuve un mal presentimiento. Sentí que algo malo iba a ocurrir en el barrio y que tu abuelo estaría involucrado, así que volví a casa para advertirle, pero llegué tarde.
Gabrielle volvió la atención a los platos del fregadero. Su vida ya era un caos cósmico y realmente no estaba de humor para viajar a Los límites de la realidad con su madre.
– ¿Qué pasó? -preguntó, aunque sabía que su madre se lo diría de todos modos.
– Hace tres días, mientras tu tía Yolanda y yo estábamos en México, tu abuelo atropello al perro de la señora Youngerman.
Ella casi dejó caer el teléfono y tuvo que agarrarlo con una mano jabonosa.
– ¡Oh, no! ¿El pequeño Murray?
– Sí, me temo que sí. Quedó más plano que un crêpe. Su alma voló al paraíso de los perros, pobrecito. No estoy totalmente segura de que fuera un accidente y tampoco lo está la señora Youngerman. Ya sabes lo que pensaba tu abuelo sobre Murray.
Sí, Gabrielle sabía lo que sentía su abuelo por el perro de la vecina. El pequeño Murray no sólo había sido un ladrador incansable, sino también un obstáculo habitual para sus piernas. A Gabrielle no le gustaba pensar que su abuelo había atropellado al perro a propósito, pero también sabía que Murray había dirigido una ferviente atención a la pantorrilla de su abuelo en más de una ocasión y no podía descartar tal posibilidad.
– Eso no es todo. Esta tarde, Yolanda y yo hicimos una visita de condolencia, y mientras estábamos sentadas en la sala de la señora Youngerman, intentando calmarla, vi una imagen clara en mi mente. En serio, Gabrielle, ésta es la visión más fuerte que he tenido nunca. Podía ver los rizos de pelo oscuro acariciándole las orejas. Es un hombre alto…