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– Ya, ¿alto, moreno y apuesto? -Se colocó de nuevo el teléfono entre el hombro y la oreja, y se puso a limpiar los platos.

– Oh, sí. No puedo decirte lo excitada que me puse.

– Bueno, lo supongo -murmuró Gabrielle. Metió los platos bajo el agua y luego los dejó en el escurreplatos.

– Pero él no es para mí.

– Vaya. ¿Es para tía Yolanda?

– Es tu destino. Vas a tener un romance apasionado con el hombre de mi visión.

– No quiero tener un romance, mamá -dijo Gabrielle suspirando y metiendo los cuencos de la ensalada y los vasos de té en el fregadero-. Mi vida no soporta más excitación ahora mismo. -Se preguntó cuántas madres le predecían amantes apasionados a sus hijas. Imaginó que no muchas.

– Sabes que no puedes luchar contra el destino, Gabrielle -la amonestó severamente la voz del otro lado de la línea-. Puedes luchar contra ello si quieres, pero el resultado será siempre el mismo. Sé que no crees en el destino tanto como yo, y no soy quién para decirte que estás equivocada. Siempre te he alentado a buscar tu propio camino espiritual, escoger tu camino hacia la luz. Cuando naciste…

Gabrielle puso los ojos en blanco. Claire Breedlove nunca había impuesto, dictado o dominado a su hija. La había guiado por el mundo y Gabrielle había insistido en escoger su propio camino. La mayoría de las veces, vivir con una madre que creía en el amor libre y en la libertad había sido estupendo, pero estaban aquellos años a finales de los setenta e inicio de los ochenta cuando Gabrielle había envidiado a los niños que tenían vacaciones normales en Disneyland en lugar de zambullirse a la búsqueda de reliquias indias en Arizona o comunicarse con la naturaleza en una playa nudista del norte de California.

– … a los treinta años, fui dotada de clarividencia -continuó Claire con su historia favorita-. Lo recuerdo como si fuera ayer. Como sabes, fue durante nuestro verano del despertar espiritual, poco después de que tu padre muriera. No me desperté una mañana y escogí mi habilidad psíquica. Fui elegida.

– Lo sé, mamá -contestó mientras enjuagaba los cuencos y los vasos para colocarlos en el escurreplatos.

– Entonces sabes que no me lo invento. Lo vi, Gabrielle, y vas a tener un encuentro apasionado con ese hombre.

– Hace unos meses hubiera recibido esa noticia con los brazos abiertos, pero ya no -suspiró Gabrielle-. No creo que me quede energía para la pasión.

– Pues creo que no tienes elección. Parece muy obstinado. Enérgico. Realmente da un poco de miedo. Tiene una mirada muy oscura e intensa y una boca de lo más sensual.

A Gabrielle le subió un escalofrío por la espalda y lentamente introdujo una cazuela en el agua de fregar.

– Como te dije, pensaba que era para mí y estaba absolutamente emocionada. ¿Sabes? No todos los días se le predestina a una mujer de mi edad un joven con unos ceñidos vaqueros y un cinturón de herramientas.

Gabrielle clavó los ojos en las burbujas blancas, la garganta se le había quedado repentinamente seca.

– Puede que sea para ti.

– No. Me miró fijamente y susurró tu nombre. Había tal deseo en su voz que resultó inconfundible. Pensé que me desmayaría por primera vez en mi vida.

Gabrielle conocía la sensación. Ella misma se encontraba a punto de desmayarse.

– La señora Youngerman se preocupó tanto en ese momento que se olvidó completamente del pobre Murray. Ya te digo, cariño, que vi tu destino. Te han bendecido con un amante apasionado. Es un regalo maravilloso.

– Pero no lo quiero. ¡Devuélvelo!

– No se puede devolver y, por su mirada, tengo el presentimiento de que lo que tú quieras no va a tener importancia.

Ridículo. Su madre sólo tenía razón en una cosa: Gabrielle no creía en el destino. Si ella no quería tener un romance apasionado con un hombre que llevaba un cinturón de herramientas, entonces no lo tendría.

Cuando Gabrielle colgó el teléfono, estaba paralizada. Durante años, había pensado en las predicciones psíquicas de su madre en los mismos términos que en las canciones absurdas de los Pin the Tail on Donkey. Algunas veces sus visiones eran disparatadas y apuntaban en la dirección equivocada, otras se acercaban razonablemente a la realidad y, de vez en cuando, eran tan exactas que resultaban espeluznantes.

Gabrielle volvió al fregadero y se recordó a sí misma que su madre también había predicho la vuelta de Sonny con Cher, Donald con Ivana y Bob Dylan con Joan Baez. Era obvio que cuando tenía predicciones amorosas, Claire no daba una.

Esta vez su madre había tenido una visión equivocada. Gabrielle no quería un apasionado amante de pelo oscuro. No quería que Joe Shanahan fuera para ella más que un duro policía.

Pero esa noche soñó con él por primera vez. Soñó que entraba en su dormitorio, la miraba con sus ojos oscuros y los labios curvados en una sensual sonrisa, sin llevar puesto nada más que una profunda aura roja. Cuando se despertó a la mañana siguiente, no sabía si acababa de tener el sueño más erótico de su vida o había experimentado la peor de sus pesadillas.

Capítulo 8

No había ninguna duda. Había sido una pesadilla.

Cuando Joe entró en Anomaly a la mañana siguiente con unos vaqueros gastados y una camiseta del Cactus Bar, todo el cuerpo de Gabrielle se encendió. Se había puesto un vestido verde de tirantes para trabajar porque era cómodo y fresco, pero en el momento en que sus ojos se encontraron con los de él, la temperatura de su cuerpo subió rápidamente y tuvo que entrar en el cuarto de baño para ponerse una toalla húmeda sobre las mejillas. Aún no podía mirarlo sin recordar la forma en que la había tocado o las cosas que le había susurrado en sueños. Las cosas que le había querido hacer o por dónde había querido empezar.

Trató de mantenerse ocupada y no pensar en Joe, pero los jueves eran, por lo general, un día sin demasiada clientela y aquél no fue la excepción. Dejó caer unas gotas de aceite de naranja y otras de pétalos de rosa en el vaporizador, puso la vela de té debajo y la encendió. En cuanto la tienda comenzó a oler a la mezcla de perfumes cítricos y florales, se dirigió a la vitrina donde estaban las hadas y las mariposas de cristal. Quitó el polvo y ordenó todo mientras miraba de reojo a Joe, que rellenaba con Spackle los agujeros de la pared del fondo de espaldas a ella, sin poder evitar recordar la manera en que había imaginado sentir su pelo entre los dedos. Había parecido demasiado real, pero, por supuesto, sólo había ocurrido en sus sueños y empezaba a sentirse como una tonta al dejar que le afectara tanto a la luz del día.

Como si hubiera sentido sus ojos sobre él, Joe la miró por encima del hombro y se dio cuenta de que lo miraba. Ella bajó rápidamente la vista a la figura de una ninfa retozona, pero no antes de que le comenzaran a arder las mejillas.

Como siempre, Kevin llevaba toda la mañana en la oficina con la puerta cerrada hablando con distribuidores y vendedores al por mayor, ocupándose a la vez de sus otros intereses comerciales. Los jueves eran el día de descanso de Mara, así que Gabrielle sabía que muy probablemente estaría a solas con Joe hasta cerrar. Respiró hondo e intentó no pensar en las horas que tenía por delante. Horas interminables. Sola. Con Joe.

Observó su reflejo en el escaparate mientras él sumergía la espátula en el recipiente con la masilla y se dedicaba a extenderla. Se preguntó qué tipo de mujer atraería el interés de un hombre como Joe. ¿Mujeres atléticas de cuerpos duros, o mujeres hogareñas de esas que horneaban pan y se preocupaban por desempolvar figuras de conejitos? Ella no pertenecía a ninguna de las dos clases.

A las diez, sus nervios se habían calmado hasta un nivel aceptable. Joe acabó de tapar los agujeros y tuvo que pensar en otro trabajito para él. Se decidió por montar otra estantería en el pequeño almacén de la trastienda. Nada complicado. Simplemente tres tablas de madera contrachapada de tres centímetros apoyadas en una estructura de perfiles en L.