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Como no había clientes de quienes preocuparse le mostró a Joe el almacén que apenas era más grande que el cuarto de baño y estaba iluminado por la bombilla de sesenta vatios que colgaba del techo. Si un cliente entraba en la tienda, se enterarían cuando la campanilla sonara en la parte trasera.

Entre los dos movieron a un lado del pequeño cuarto unas cajas de embalaje con bolas de poliestireno. Joe se abrochó el cinturón de herramientas en las caderas, sacó una cinta métrica metálica y le tendió a ella el extremo. Gabrielle se arrodilló y la sujetó en la esquina de la pared.

– ¿Puedo hacerte una pregunta personal, Joe?

Él apoyó una rodilla en el suelo y se inclinó sobre la esquina opuesta para obtener la medida, luego la miró. La mirada de Joe no llegó hasta su cara. Se deslizó por su brazo hacia sus senos y allí se quedó.

Gabrielle miró hacia abajo, a la pechera del vestido. El borde superior se había deslizado ofreciendo a Joe una vista excelente del escote y del sujetador negro. Agarró con la mano libre el borde del vestido para subírselo.

Sin asomo de vergüenza, Joe levantó finalmente la mirada a su cara.

– Pregunta, aunque eso no quiere decir que vaya a contestarte -dijo, luego escribió algo a lápiz en la pared.

En el pasado Gabrielle había pillado a algunos hombres clavando los ojos en sus atributos, pero al menos habían tenido la decencia de sentirse avergonzados.

– Joe, ¿has estado casado alguna vez?

– No. Pero estuve cerca.

– ¿Y prometido?

– No, aunque llegué a pensar en ello.

Ella no creía que pensar en ello fuera suficiente.

– ¿Qué pasó?

– Conocí a su madre y escapé como alma que lleva el diablo. -La miró otra vez y sonrió como si hubiera dicho algo realmente gracioso-. Ahora ya puedes soltar la cinta -dijo él, y cuando Gabrielle lo hizo, ésta se cerró bruscamente pillándole el pulgar-. ¡Mierda!

– ¡Huy!

– Lo hiciste a propósito.

– Estas equivocado. Soy pacifista, aunque llegué a pensar en ello. -Se levantó, apoyó un hombro contra la pared y cruzó los brazos sobre los senos-. Supongo que eres uno de esos tíos exigentes que quiere que su esposa cocine como Betty Crocker y encima parezca una top model.

– No tiene por qué parecer una top model, simplemente debe ser razonablemente atractiva. Y nada de uñas largas. Las mujeres con uñas largas me asustan. -De nuevo sonrió, pero esta vez de una manera lenta y sensual-. No hay nada más espeluznante que ver cómo esas largas dagas se acercan a mis joyas.

No preguntó si hablaba por experiencia. Realmente no quería saberlo.

– Pero estoy en lo cierto en la parte de Betty Crocker, ¿no es así?

Él se encogió de hombros y puso la cinta métrica en posición vertical, del suelo al techo.

– Es importante para mí. No me gusta cocinar. -Hizo una pausa para leer la medida y la anotó al lado de la primera-. No me gusta comprar, ni limpiar la casa, ni poner lavadoras. Son cosas de mujeres que no se me dan bien.

– ¿Hablas en serio? -Él parecía tan normal, pero en algún momento de su vida se había vuelto un inepto-. ¿Qué te hace pensar que las mujeres saben limpiar y poner lavadoras? Quizá le asombre saber que no nacemos con una predisposición biológica para lavar calcetines y restregar inodoros.

La cinta métrica se deslizó suavemente en la carcasa de metal y Joe la metió en el cinturón.

– Tal vez. Todo lo que sé es que si una mujer no presta atención a la limpieza y esas cosas, su hombre no lo hará. Igual que las mujeres son capaces de conducir veinticinco kilómetros para ir a uno de esos talleres mecánicos de Jiffy Lube si el marido no les cambia el aceite del coche.

Por supuesto que las mujeres iban a un Jiffy Lube. ¿Qué clase de memo cambiaba por sí mismo el aceite del coche? Ella sacudió la cabeza.

– Preveo que seguirás soltero mucho tiempo.

– ¿Qué pasa? ¿Ahora eres adivina?

– No, no necesito ser adivina para saber que ninguna mujer querrá ser tu chacha de por vida. A menos que saque algún beneficio con ello -añadió, pensando en alguna desesperada mujer sin hogar.

– Por supuesto que sacará beneficio. -En dos zancadas, acortó la distancia entre ellos-. Yo.

– Pensaba en algo bueno.

– Soy bueno. Realmente bueno -dijo lo suficientemente bajo para que no lo oyeran fuera del almacén-. ¿Quieres que te lo demuestre?

– No. -Se enderezó apartándose de la pared, pero él se había acercado tanto que ella podía ver los bordes negros de sus iris.

Joe levantó la mano, le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y le acarició la mejilla con el pulgar.

– Bueno, pues me toca.

Ella negó con la cabeza, temiendo que si él decidía demostrarle lo bueno que era, no sería capaz de detenerle.

– No, de verdad. Te creo.

Su risa suave llenó el pequeño almacén.

– Quería decir que me toca hacerte una pregunta.

– Ah -dijo ella y no supo por qué se sentía tan decepcionada.

– ¿Por qué una chica como tú está todavía soltera?

Ella se preguntó qué quería dar a entender exactamente e intentó mostrarse un poquito indignada, pero lo cierto era que sonó más balbuceante que ofendida.

– ¿Como yo?

Joe le deslizó el pulgar por la barbilla y después le acarició el labio inferior.

– Con el pelo tan alborotado como si acabases de levantarte de la cama y esos grandes ojos verdes puedes llegar a conseguir que cualquier hombre se olvide de todo.

El calor de sus palabras se fundió en la boca de su estómago y le temblaron las rodillas

– ¿Que se olvide de qué?

– De que no es una buena idea que te bese -dijo él, y lentamente acercó su boca a la de ella- por todas partes. -Le acarició la cadera con una mano y la atrajo hacia sí. El cinturón de herramientas presionó su abdomen-. Del verdadero motivo de que esté aquí, y por qué no nos podemos pasar el día haciendo lo que en realidad haríamos si fueras mi novia de verdad. -Sus labios acariciaron los de ella, que se abrieron para él incapaz de resistir el deseo que la recorrió de pies a cabeza. La punta de su lengua tocó la de ella, luego penetró dentro de su cálida boca. Él se tomó su tiempo para besarla, provocando su placer con la caricia lenta y persistente de sus labios y su lengua. Al mismo tiempo la empujó hacia atrás contra la pared, entrelazando sus manos con las de ella y levantándolas a ambos lados de su cabeza. Los labios húmedos de Gabrielle se amoldaron a los suyos, zambulló la lengua en el interior de su boca con suavidad y luego se retiró.

La incitó, jugueteando con su boca. La mantuvo sujeta contra la pared, apretando sus senos con su duro pecho. Sus pezones se endurecieron cuando él profundizó el beso y Gabrielle se olvidó de todo, derritiéndose por dentro. Un fuego líquido ardió en su vientre arrancando un gemido de su pecho. Gabrielle lo oyó pero apenas se percató de que aquel sonido procedía de ella.

Luego oyó como si Joe se aclarara la garganta, pero sumida en el cautivador embrujo de su profunda aura roja se preguntó cómo podía aclararse la voz cuando aún tenía la lengua en su boca.

– Cuando acabes con el manitas, Gabe, necesito que mires las facturas del lote dañado de platos de sushi.

Joe se apartó de su boca y pareció tan aturdido como ella.

Gabrielle se dio cuenta que no había sido él quien había hablado y giró la cabeza justo a tiempo de ver cómo Kevin salía del almacén para dirigirse al frente de la tienda. Al mismo tiempo, sonó la campanilla avisando de que había entrado un cliente. Si Kevin había dudado alguna vez de que eran novios, estaba claro que ahora ya no lo haría.