– ¿Vinisteis para llevarme a almorzar? -preguntó.
– Son las diez y media.
– Un desayuno tardío -rectificó-. Quiero que me contéis todo sobre vuestras vacaciones.
– Tenemos que recoger a Beezer -dijo Claire, luego miró a Joe-. Por supuesto estás invitado. Yolanda y yo necesitamos comprobar tu energía vital.
– Deberíamos probar el nuevo medidor de auras -añadió Yolanda-. Creo que es más preciso…
– Estoy segura de que Joe prefiere quedarse aquí y trabajar -interrumpió Gabrielle-. Adora su trabajo, ¿no es cierto?
«¿Medidor de auras? Jesucristo. La semilla no había caído lejos del árbol.»
– Cierto. Pero te lo agradezco, Claire. Quizás en otro momento.
– Cuenta con ello. El destino te ha concedido a alguien muy especial y estoy aquí para asegurarme de que tratas bien su tierno espíritu -dijo ella, su mirada era tan penetrante que los pelos del cogote se le erizaron de nuevo. Volvió a abrir la boca para añadir algo, pero Gabrielle la tomó del brazo y caminó con ella al frente de la tienda.
– Sabes que no creo en el destino -oyó Joe que decía Gabrielle-. Joe no es mi destino.
Kevin sacudió la cabeza y dejó escapar un silbido por lo bajo en cuanto la puerta se cerró tras las tres mujeres.
– Apenas has capeado el temporal, amigo. La madre de Gabe y su tía son unas señoras muy agradables, pero algunas veces cuando las oigo hablar espero ver sus cabezas dando vueltas como la de Linda Blair en El exorcista.
– ¿Es tan malo?
– Bueno, creo que también se comunican con Elvis. Gabrielle es una entre mil, pero trae consigo a su familia.
Por una vez creyó que Kevin no mentía. Se volvió hacia él y le dio una palmada en la espalda como si fueran viejos amigos.
– Puede que tenga una familia extraña, pero también tiene unas piernas estupendas -dijo.
Era hora de volver al trabajo. Era hora de recordar que no estaba allí para aprisionar a su colaboradora contra la pared y sentir su cuerpo suave contra el suyo, poniéndose tan duro como para olvidarse de todo menos de sus senos presionándole el pecho y el dulce sabor de su boca. Era hora de hacerse amigo de Kevin y después encontrar el Monet del señor Hillard.
A la mañana siguiente, el detective Joe Shanahan entró en el Juzgado del Distrito, levantó la mano derecha y declaró bajo juramento decir toda la verdad en «El Estado contra Ron y Don Kaufusi». Los chicos Kaufusi eran unos consumados perdedores que pasarían una larga temporada en prisión si finalmente los declaraban culpables de una serie de robos en un barrio residencial. Ese caso fue uno de los primeros que le asignaron a Joe poco después de que lo destinaran a la brigada antirrobo.
Tomó asiento en el estrado y se enderezó la corbata con calma. Respondió a las preguntas del fiscal y del defensor de oficio de los chicos, y si Joe no hubiera tenido tantos prejuicios contra los abogados defensores, hubiera llegado a sentir lástima por el abogado asignado a aquel caso. No dejaba de ser un buen marrón.
Los Kaufusi parecían luchadores de sumo sentados detrás de la mesa del abogado defensor, pero Joe sabía por experiencia que los hermanos eran como bolas de acero y tan leales como Old Yeller. Habían realizado unas operaciones realmente audaces a lo largo de varios meses, antes de ser arrestados al ser pillados in fraganti vaciando una casa en Harrison Boulevard. El modus operandi, era siempre el mismo. Cada pocas semanas, estacionaban una furgoneta U-Haul robada al lado de la puerta trasera de la vivienda que pensaban desvalijar. Cargaban el vehículo con artículos de valor como monedas, colecciones de sellos y antigüedades. En uno de los robos, los vecinos de enfrente estuvieron observándolos, convencidos de que los hermanos pertenecían a una compañía de mudanzas.
Al registrar a Don, el oficial de policía que llevaba el caso había encontrado una barrita Wonder en el bolsillo del uniforme de trabajo. Las huellas de la chocolatina se habían correspondido con las que había en los marcos de las ventanas y en las puertas de madera de otras casas. La oficina del fiscal había recogido pruebas circunstanciales y directas para recluir a los hermanos por mucho tiempo, e incluso así habían rehusado a delatar a su traficante de arte a cambio de inmunidad. Algunos podrían llegar a pensar que se negaban a cooperar por algún tipo de código de honor entre ladrones, pero Joe no lo creía así. Para él tenía más que ver con hacer un buen negocio. La relación entre ellos y el traficante era simbiótica. Un parásito se alimentaba de otro parásito para sobrevivir. Los hermanos estaban apostando por una estancia corta en prisión y planeando la vuelta al negocio. No les convenía cabrear a un buen socio.
Joe testificó durante dos horas y cuando terminó, se sintió como el vencedor en una batalla. Las probabilidades estaban a su favor, los buenos iban a ganar esta ronda. En un mundo donde los malos se salían con la suya cada vez con más frecuencia era todo un logro encerrar unos cuantos por un tiempo. Con esa detención habría dos escorias menos en la calle. Salió de la sala del tribunal con una leve sonrisa en la cara y se puso las gafas de sol. Tras estar en el edificio sometido al aire acondicionado, agradeció encontrarse bajo la cálida luz del sol y se dispuso a disfrutar del luminoso día mientras conducía hacia su casa, más allá de Hill Road, bajo el intenso cielo azul salpicado de nubes blancas. La casa estilo rancho se había construido en la década de los cincuenta y en los cinco años que llevaba viviendo allí sólo había reemplazado la moqueta y el vinilo. Ahora le tocaba el turno al alicatado verde oliva de uno de los baños y tendría que posponerlo por un tiempo. Le gustaba el crujido del suelo y los ladrillos de la nueva chimenea. La mayor parte del tiempo le encantaba su casa.
Joe entró por la puerta principal y Sam agitó sus alas silbando como un obrero.
– Necesitas una novia -dijo el pájaro mientras lo dejaba salir de la jaula. Entró en el dormitorio para cambiarse de ropa y Sam continuó-. Tú, compórtate. -El pájaro chilló desde su percha en la cómoda de Joe.
Joe se quitó el traje y sus pensamientos volvieron al dónde-cómo-porqué del caso Hillard. Ni siquiera estaba cerca de hacer un arresto, pero el día anterior había encontrado un móvil. Sabía por qué. Sabía qué motivaba a Kevin Carter. Sabía que estaba muy resentido por pertenecer a una familia numerosa. Es más, sabía cuánto lo afectaba todavía ser un hombre pobre que se había hecho a sí mismo.
– Tú, compórtate.
– Necesitas seguir tus propios consejos, amigo. -Joe se remetió la camiseta azul en los Levi's y miró a Sam-. No soy yo el que acaba con la madera a mordiscos o se arranca las plumas cuando se enfada -dijo, luego se puso una gorra de béisbol de los New York Rangers para cubrirse el pelo. Nunca se podía saber cuándo se toparía con alguien que había arrestado en el pasado, especialmente en un sitio tan extraño como el Coeur Festival.
Era cerca de la una cuando dejó su casa, hizo un alto rápido en el camino al parque deteniéndose en el bar de Ann en la calle Octava. Ann estaba detrás del mostrador, una cálida sonrisa iluminó su rostro cuando levantó la vista y lo vio.
– Hola, Joe. Esperaba que vinieras.
Lo miraba de tal manera que resultó imposible no devolverle la sonrisa.
– Te dije que lo haría. -A él le gustó la chispa de interés que brillaba en sus ojos. Una chispa normal. Del tipo que una mujer le mostraba a un hombre al que quería conocer mejor.
Pidió un bocadillo de jamón y como no sabía lo que un vegetariano no practicante comía, escogió para Gabrielle uno de pavo pero en pan integral, muy integral.