En vez de responder, Joe terminó de leerle sus derechos, luego rodó apartándose de ella. Recogió la pequeña pistola y se levantó con cuidado. No iba a contestar a sus preguntas. No cuando ni siquiera sabía qué iba a hacer ahora con ella. No cuando lo había acusado de ser un pervertido y un psicópata, intentando convertirlo en una soprano. No confiaba en sí mismo para hablar con ella de nada más que lo estrictamente necesario.
– ¿Lleva más armas?
– No.
– Ahora, muy lentamente, va a entregarme la riñonera, luego se vaciará los bolsillos.
– Sólo llevo las llaves del coche -masculló mientras hacía lo que le pedía. Sujetó las llaves en alto y las dejó caer en la palma de su mano. Joe las cogió y las metió en un bolsillo del pantalón. Tomó la riñonera y la volvió del revés. Estaba vacía.
– Coloque las manos contra la pared.
– ¿Va a cachearme?
– Exacto -respondió, y señaló el muro de ladrillo.
– Le gusta hacer esto, ¿verdad? -preguntó por encima del hombro.
Mientras su mirada paseaba por su trasero redondo y sus largas piernas, él deslizó la pequeña pistola en la cinturilla de sus pantalones cortos.
– Exacto -repitió y colocó las manos en sus hombros.
Ahora que la tenía delante se dio cuenta de que no medía uno setenta y cinco. Joe medía uno ochenta y cinco y sus ojos estaban casi a la misma altura. Movió las palmas hacia abajo por sus costados, a través de la espalda y alrededor de la cintura. Deslizó la mano bajo el borde de la sudadera y le palpó la cinturilla de los pantalones cortos. Sintió la piel suave y el aro de metal del ombligo. Luego deslizó la mano hacia arriba entre los montículos de sus senos.
– ¡Oiga, cuidado con esas manos!
– No se excite -advirtió-. Para mí es sólo trabajo.
Después palpó hacia abajo por sus piernas, luego se arrodilló para mirar en los reversos de los calcetines. No se molestó en tratar de palpar cualquier cosa escondida entre sus muslos. No era que confiase en ella, pero no creía que hubiera podido correr con un arma en las bragas.
– Una vez que esté en la cárcel, ¿pago la fianza y me voy a casa?
– Cuando el juez fije la fianza y se pague, podrá marcharse a casa.
Ella trató de volverse para mirarlo, pero las manos en sus caderas se lo impidieron.
– Nunca me han arrestado antes.
Él ya lo sabía.
– ¿Voy a ser arrestada de verdad? ¿Con huellas digitales, fotos y todo eso?
Joe le palpó la cinturilla de los pantalones cortos una última vez.
– Sí señora, con huellas digitales y fotografías de identificación.
Gabrielle se giró, achicó los ojos y lo fulminó con la mirada.
– Hasta ahora no creía que hablara en serio. Pensaba que trataba de ajustar cuentas conmigo por darle un rodillazo en… su parte privada.
– Apuntó mal -aclaró Joe secamente.
– ¿Está seguro?
Joe se irguió, metió la mano en la parte trasera de sus pantalones cortos y sacó las esposas.
– No es posible equivocarse en eso.
– Oh -sonó realmente decepcionada-. Bueno, aún no puedo creer que me esté haciendo esto. Si tuviera un poco de decencia admitiría que todo es culpa suya. -Hizo una pausa e inspiró profundamente-. Se está creando mal Karma y estoy segura de que luego lo lamentará.
Joe la miró a los ojos y le colocó las esposas en las muñecas. Él ya lo lamentaba bastante. Lamentaba haber sido golpeado en el culo por una presunta delincuente, y lamentaba profundamente haber revelado su tapadera. Sabía que sus problemas sólo acababan de empezar.
La primera gota de lluvia le golpeó la mejilla y Joe levantó la mirada al nubarrón que colgaba sobre su cabeza. Tres gotas más le dieron en la frente y la barbilla. Se rió sin humor.
– Jodidamente fantástico.
Capítulo 2
Por alguna razón, cada vez que Gabrielle había imaginado un interrogatorio de la policía veía a Dustin Hoffman en Marathon man. Siempre era en una habitación oscura, con un foco y un nazi enloquecido con un taladro de dentista.
La habitación en la que se encontraba no era así. Las paredes eran totalmente blancas sin ventanas que dejaran paso a los rayos del sol de junio. Sillas de metal rodeaban una mesa de madera barata con un teléfono en uno de los extremos. Un póster, que advertía contra los peligros de las drogas, colgaba en la puerta cerrada.
En una esquina de la habitación había una cámara de vídeo, la brillante luz roja indicaba que estaba funcionando. Había estado de acuerdo en que grabaran el interrogatorio. ¿Qué más daba? Era inocente. Creía que si cooperaba, aceleraría todo el proceso y podría irse a casa antes. Estaba cansada y hambrienta. Además, los domingos y los lunes eran sus únicos días libres y todavía tenía muchísimo que hacer antes del Coeur Festival del fin de semana siguiente.
Gabrielle respiró hondo varias veces, controlando la cantidad de oxígeno que inhalaba por miedo a perder el conocimiento o hiperventilar. «Elimina la tensión», se dijo a sí misma, «estás tranquila.» Levantó la mano y se pasó los dedos por el pelo. No estaba tranquila y sabía que no lo estaría hasta que se fuese a casa. Sólo entonces podría encontrar la paz interior y expulsar la carga estática de su cabeza.
Las huellas de tinta negra manchaban las yemas de sus dedos y todavía podía sentir la presión de las esposas que ya no llevaba en las muñecas. El detective Shanahan la había hecho caminar a través del parque bajo la lluvia esposada como una criminal, y su único consuelo era que él no había disfrutado del paseo más que ella.
Ninguno de los dos había dicho nada, pero se había dado cuenta de que él se masajeaba el muslo derecho varias veces. Asumió que ella era la responsable de su lesión y supuso que debía sentir lástima, aunque no sentía ni una pizca. Estaba asustada y confundida; aún tenía las ropas húmedas. Y todo por culpa de él. Lo mínimo que podía hacer era sufrir con ella.
Después de ser fichada por asalto con agravante a un oficial de policía -además de tenencia ilícita de armas- había sido conducida a una pequeña sala de interrogatorios. Frente a Gabrielle estaban sentados Shanahan y el capitán Luchetti. Los dos hombres querían saber algo sobre antigüedades robadas. Sus cabezas oscuras estaban inclinadas sobre un bloc de notas negro y debatían en voz baja. No sabía qué tenían que ver unas antigüedades robadas con el cargo de asalto. Pero ellos parecían pensar que todo estaba relacionado y ninguno parecía tener intención de explicárselo.
Incluso peor que la confusión era saber que no podía levantarse y marcharse cuando quisiera. Estaba a merced del detective Shanahan. Hacía poco menos de una hora que lo conocía, pero ya sabía que él no tendría piedad.
Había pasado una semana desde la primera vez que lo vio parado bajo un árbol en Ann Morrison Park. Ella pasó por su lado mientras hacia footing y no se habría fijado en él si no hubiera sido por la nube de humo que le rodeaba la cabeza. Probablemente no habría vuelto a pensar en él si no lo hubiese visto al día siguiente en Albertson comprando una tarta helada. Esa vez se había fijado en los poderosos muslos que rellenaban sus pantalones cortados y en el pelo que se le rizaba ligeramente bajo la gorra de béisbol. Sus ojos eran oscuros y la habían mirado con tal intensidad que un extraño escalofrío de placer se le extendió por la espalda.
Hacía años que se había jurado renunciar a los hombres impresionantes, sólo causaban angustia y un caos continuo en cuerpo, mente y alma. Eran como las barritas Snickers, tenían una pinta estupenda y estaban riquísimas, pero nunca podrían pasar por una comida equilibrada. De vez en cuando tenía deseos, pero a esas alturas de su vida estaba mucho más interesada en el alma de un hombre que en sus glúteos. Una mente brillante era muchísimo más atrayente.