Unos días después lo había divisado sentado en un coche frente a la oficina de Correos, luego lo vio aparcado más abajo, al lado de Anomaly, su tienda de curiosidades. Al principio se había dicho que imaginaba cosas. ¿Por qué iba a seguirla un tipo tan atractivo? Pero a lo largo de la semana lo vio varias veces más, nunca demasiado cerca como para echarse encima de ella, pero tampoco demasiado lejos.
Aun así, siguió pensando que eran cosas de su imaginación, hasta que el día anterior se lo había encontrado en Barnes & Noble. Ella estaba comprando otra tanda de libros sobre aceites esenciales cuando al levantar la mirada lo vio merodeando en la sección de salud de mujeres. Llevaba una camiseta que destacaba su oscura y musculosa apariencia; obviamente no era alguien que tuviera problemas con el síndrome premenstrual. Ese detalle la convenció finalmente de que la estaba acechando un psicópata. Inmediatamente llamó a la policía y si bien le dijeron que podía pasarse por comisaría y poner una denuncia contra «el corredor fumador misterioso», no se podía hacer gran cosa puesto que en realidad él no había hecho nada malo. La policía no resultó de gran ayuda y ni siquiera se molestó en dejar su nombre.
Había dormido muy poco la noche anterior. La mayor parle se la había pasado tumbada y despierta ideando un plan. Al cabo de un rato la estrategia había tomado buen cariz. Atraería al corredor misterioso a un lugar público, al parque, junto a la zona de juegos infantiles, delante del zoológico y a varios centenares de metros de la estación del Tootin Tater Train. Lo conduciría hasta allí y gritaría como una loca pidiendo ayuda. Aún ahora pensaba que había sido un buen plan, pero desafortunadamente no había previsto dos detalles muy importantes: el mal tiempo que había acabado por ahuyentar a la gente y, claro está, su presunto acosador no era tal. Era un poli.
La primera vez que lo vio bajo un árbol, había sido como clavar los ojos en el amigo de Francis, «el cachas caliente» del calendario del amor. Ahora mientras lo miraba desde el otro lado de la mesa, se preguntó cómo podía haberlo confundido con un cachas de calendario. Con la sucia sudadera que todavía llevaba puesta y el pañuelo rojo atado alrededor de su cabeza se parecía más a uno de esos motoristas de los Ángeles del Infierno.
– No sé qué quieren de mí -declaró Gabrielle, pasando la mirada de Shanahan al otro hombre-. Creía que estaba aquí por lo que sucedió en el parque.
– ¿Ha visto esto alguna vez? -preguntó Shanahan mientras deslizaba una foto hacia ella.
Gabrielle había visto la misma foto en el periódico local. Había leído sobre el robo del Monet de Hillard y lo había oído en las noticias locales y nacionales.
– ¿Lo reconoce?
– Reconozco un Monet cuando lo veo. -Sonrió con tristeza y deslizó la foto por la mesa-. También he leído el Statesman. Esa es la pintura que fue robada al señor Hillard.
– ¿Qué me puede contar sobre eso? -Shanahan clavó su mirada de policía en ella como si pudiera verle la respuesta a su pregunta escrita en la frente.
Gabrielle intentó no dejarse amilanar, pero no pudo evitarlo. La tenía intimidada. Era un hombre muy grande y ella se sentía muy pequeña encerrada con él en aquella habitación.
– Sé lo mismo que cualquier persona que se haya interesado por el robo. -Y era bastante, pues el robo aún seguía siendo noticia. El alcalde había declarado públicamente su malestar. El dueño de la pintura estaba fuera de sí y el Departamento de Policía de Boise había sido retratado en las noticias nacionales como un montón de paletos retrasados. Lo cual, suponía, era un gran avance con respecto a cómo se consideraba normalmente al estado de Idaho en el resto del país: un estado amante de las patatas y convencido de la supremacía de la raza blanca. La realidad era que no todo el mundo adoraba las patatas y el noventa y nueve por ciento de la población no estaba asociado a la Aryan Nation ni a ninguna asociación similar. Y de la gente que sí lo estaba, la mayoría no eran siquiera nativos del estado.
– ¿Le interesa el arte? -preguntó él, su voz profunda pareció llenar cada recoveco de la habitación.
– Por supuesto, yo misma soy artista. -Bueno, ella era más bien alguien que pintaba, no una artista. Aunque podía conseguir un parecido razonable, nunca había dominado del todo la complejidad de retratar de manera realista las manos y los pies. Pero le encantaba pintar y eso era lo que importaba.
– Entonces entenderá que el señor Hillard esté tan ansioso por recuperar el cuadro -dijo, dejando la fotografía a un lado.
– Me imagino que sí. -Pero aún no entendía qué tenía que ver eso con ella. Hubo una época en la que Norris Hillard había sido amigo de la familia, pero de eso hacía mucho tiempo.
– ¿Ha visto o se ha encontrado alguna vez con este hombre? -le preguntó Shanahan mientras deslizaba otra foto hacia ella-. Su nombre es Sal Katzinger.
Gabrielle miró la foto y negó con la cabeza. El hombre no sólo tenía el par de gafas más gruesas que había visto nunca, si no que su aspecto parecía amarillento, casi enfermizo. Por supuesto, era posible que se hubiera encontrado antes con él y no lo reconociera. La foto, desde luego, no había sido tomada en las mejores circunstancias. Seguro que sus propias fotos de identificación eran atroces.
– No. No creo haberlo visto nunca -respondió, deslizando la foto hacia él.
– ¿Ha oído mencionar alguna vez su nombre a su socio, Kevin Carter? -preguntó el otro hombre.
Gabrielle volvió la mirada al hombre de más edad con el pelo entrecano. En su tarjeta de identificación se leía capitán Luchetti. Ella había visto demasiadas películas para no saber que él representaba el papel del «poli bueno» frente a Shanahan, que hacía de «poli malo», aunque eso no lo hacía menos duro que Shanahan. Aun así, de los dos, Luchetti parecía el más agradable. Le recordaba a su tío Judd y, además, su aura era menos hostil que la del detective.
– ¿Kevin? ¿Qué tiene que ver Kevin con ese hombre?
– El señor Katzinger es un ladrón profesional. Es muy bueno y sólo roba lo mejor. Hace una semana fue arrestado por robar casi veinticinco mil dólares en antigüedades. Mientras estaba bajo custodia, declaró que sabía quién podía tener la pintura del señor Hillard -la informó el capitán Luchetti moviendo una de sus manos sobre el montón de fotos-. Nos dijo que le habían propuesto robar el Monet, aunque no aceptó el trabajo.
Gabrielle se cruzó de brazos y se recostó en el asiento.
– ¿Por qué me cuentan todo esto? Creo que deberían hablarlo con él-dijo apuntando a la foto de la mesa.
– Lo hicimos, y durante la confesión delató al traficante. -Luchetti hizo una pausa mirándola como si esperara algún tipo de reacción.
Gabriel supuso que se estaba refiriendo a un traficante de arte. Pero seguía sin saber qué tenía que ver con ella.
– Quizá debería decirme exactamente qué quiere dar a entender. -Señaló con la cabeza en dirección a Shanahan-. ¿Y por qué me ha estado siguiendo «el motorista del infierno» todos estos días?
Shanahan mantuvo el ceño fruncido, mientras la cara del capitán permanecía impasible.
– Según el señor Katzinger, su socio compra y vende antigüedades sabiendo que son robadas. -El capitán Luchetti hizo una pausa antes de añadir-: También es sospechoso de ser un intermediario en el robo Hillard. Eso le hace culpable de un montón de cosas, incluyendo robo a gran escala.
Ella se quedó sin aliento.
– ¿Kevin? No puede ser. ¡Ese señor Katzinger miente!
– Ya. ¿Y por qué iba a mentir? -preguntó Luchetti-. Llegamos a un acuerdo a cambio de su confesión.
– Kevin nunca haría eso -aseguró ella. Su corazón latía desbocado y, por más que tragaba aire, nada apaciguaba su espíritu ni aclaraba su mente.