Por primera vez en su vida, sus creencias y sus deseos no contaban en absoluto. A nadie parecía importarle que sus principios morales entraran en conflicto; todos aquellos valores íntegros que había adquirido de culturas y religiones diferentes a lo largo de su vida. Le exigían que abandonara sus estrictos principios, le exigían que traicionara a un amigo.
– No creo que Kevin haya robado nada.
– No estoy aquí para representar a su socio. Estoy aquí para representarla a usted y, si él es culpable, la ha implicado en un crimen muy serio. Podría perder su negocio o, como mínimo, su reputación como mujer de negocios honesta. Y si Kevin es inocente, usted no tiene nada que perder y mucho que ganar. Asuma que es la única manera que tiene de ayudar a su socio. De no ser así tendremos que ir a juicio. Si solicitamos un juicio con jurado probablemente no iría a prisión, pero quedaría fichada.
Ella alzó la vista. La idea de quedar fichada le importaba más de lo que creía. Por supuesto, nunca antes había pensado en sí misma como en una infractora de la ley.
– Si acepto que vengan a la tienda, ¿se marcharán una vez que la registren?
Él se levantó y miró su reloj.
– Déjeme hablar con el fiscal a ver si puedo obtener algunas concesiones más. Quieren que colabore con ellos ya, así que supongo que las harán.
– ¿Cree que debería firmar el acuerdo?
– Depende de usted, pero sería la mejor opción. Les deja trabajar a puerta cerrada algunos días y luego se van. Me aseguraré de que dejan la tienda en las mismas condiciones en las que está ahora o mejor. Conservará el derecho al voto y a poseer un arma. Aunque le recomiendo que consiga una licencia para llevarla.
Parecía tan simple, y sin embargo, aquella situación no dejaba de ser horrible. Finalmente, firmó el documento que la convertía en informante confidencial y el consentimiento de registro y se preguntó si le pondrían algún nombre en clave en plan chica Bond.
Después de que la soltaran, se fue a casa y trató de sumergirse en el placer que normalmente encontraba al hacer las mezclas de aceites esenciales. Necesitaba terminar la base para el aceite de masaje antes del Coeur Festival, pero cuando intentó rellenar los pequeños frascos azules se hizo un lío y tuvo que detenerse. Tampoco tuvo mucho éxito al colocarles las etiquetas.
Su mente y espíritu estaban divididos; tenía que encontrar el equilibrio interior. Se sentó con las piernas cruzadas en el dormitorio y trató de relajarse antes de que le estallase la cabeza. Pero el oscuro rostro de Joe Shanahan invadió su mente interrumpiendo su meditación.
El detective Shanahan era todo lo opuesto a cualquier hombre que tuviera en cuenta para una cita. Tenía indomable pelo oscuro, piel morena e intensos ojos castaños. La boca firme y sensual. Los hombros anchos y grandes manos impersonales. Era realmente odioso…, pero había habido días, antes de que hubiera decidido que era un acosador, que había considerado su oscura mirada, salvaje y sensual. Como en el supermercado, cuando la había observado desde debajo de aquellas pestañas negras y ella había comenzado a derretirse allí mismo, en el pasillo de los congelados. Su tamaño y presencia desprendían fuerza y confianza y no importaba cuántas veces en su vida hubiera intentado ignorar a los machos grandes y corpulentos, nunca había tenido éxito.
Era por su propia estatura. Hacía que se inclinara por el hombre más alto que hubiera alrededor. Medía uno setenta y nueve, aunque nunca admitiría ni un centímetro más que uno setenta y cinco ya que hasta donde podía recordar siempre había tenido problemas por su altura. Durante todos los cursos de primaria había sido la chica más alta de la clase. Había sido torpe y huesuda, y había seguido creciendo cada día más.
Le había rezado a todos los dioses que conocía para que intervinieran. Había querido despertar un día con pies y pechos pequeños. Por supuesto, eso no había ocurrido, pero en el último curso algunos chicos la alcanzaron en estatura y unos cuantos incluso la habían sobrepasado lo suficiente como para invitarla a salir. Su primer novio había sido el capitán del equipo de baloncesto. Pero después de tres meses, la había dejado por la animadora principal, Mindy Crenshaw, que medía uno sesenta.
Aun hoy tenía que recordarse no encoger los hombros cuando estaba cerca de mujeres más bajas.
Gabrielle perdió la esperanza de encontrar su equilibrio interior y en su lugar decidió prepararse un baño caliente. Hizo una mezcla especial de aceite de ylang-ylang y lavanda y lo echó en el agua. Esperaba que la mezcla de esencias la ayudara a relajarse. Gabrielle no sabía si funcionaría, pero olía maravillosamente bien. Se metió lentamente en el agua perfumada y reclinó la cabeza contra el borde de la bañera. El calor la envolvió y cerró los ojos. Los acontecimientos del día volvieron a su mente y el recuerdo de Joe Shanahan, a sus pies en el suelo, con el aliento entrecortado y las pestañas pegadas a los párpados, dibujó una sonrisa en sus labios. La imagen logró relajarla de una manera que no había conseguido una hora de meditación.
Se aferró al recuerdo y a la esperanza de que tal vez algún día, si se comportaba bien y su karma quería recompensarla, volvería a tener la oportunidad de rociarlo con otro bote de súper laca.
Joe entró por la puerta trasera de la casa de sus padres sin llamar y puso el transportín para mascotas en el mostrador de la cocina. Oyó el sonido del televisor que provenía de la sala a su derecha. Una puerta de la alacena estaba apoyada contra la encimera y había un taladro al lado del fregadero, un proyecto más olvidado antes de ser terminado. El padre de Joe, Dewey, había proporcionado una vida desahogada a su esposa y a sus cinco hijos con sus ingresos como constructor de casas, pero parecía que nunca terminaba nada en la suya. Joe sabía por años de experiencia que su madre tendría que amenazar con contratar a alguien para que el trabajo fuera rematado.
– ¿Hay alguien en casa? -llamó Joe, aunque había visto los coches de sus padres en el garaje.
– ¿Eres tú, Joey? -La voz de Joyce Shanahan apenas podía oírse por encima del sonido de tanques y disparos. Acababa de interrumpir uno de los pasatiempos favoritos de su padre: las películas de John Wayne.
– Sí, soy yo. -Metió la mano en el transportín y Sam subió a su brazo.
Joyce entró en la cocina. Llevaba el cabello negro con vetas blancas recogido hacía atrás con una cinta elástica roja. Le echó una mirada al loro gris africano de treinta centímetros posado en lo alto del hombro de Joe y se detuvo en seco. Frunció los labios y arrugó el entrecejo disgustada.
– No podía dejarlo solo en casa -se excusó Joe antes de que ella pudiera expresar su malestar-. Ya sabes cómo se pone cuando siente que no le presto la suficiente atención. Le hice prometer que esta vez se comportaría. -Encogió el hombro y miró a su pájaro-. Díselo, Sam.
El loro parpadeó con sus ojos negros y amarillos y cambió el peso de un pie a otro.
– Anda, alégrame el día -dijo Sam con voz chillona.
Joe volvió a mirar a su madre y sonrió como un padre orgulloso.
– Ves, sustituí el vídeo de Jerry Springer por otro de Clint Eastwood.
Joyce cruzó los brazos sobre su camiseta de Betty Boop. Apenas medía uno cincuenta y cinco, pero siempre había sido la reina y señora del clan Shanahan.
– Si vuelve a decir groserías otra vez, lo dejas fuera.
– Tus nietos le enseñaron esas palabrotas cuando estuvieron aquí en Semana Santa -dijo, refiriéndose a sus diez sobrinos.
– No eches la culpa de su mal comportamiento a mis nietos. -Joyce suspiró y se puso las manos en la cintura-. ¿Has cenado?
– Bueno, comí algo al salir del trabajo.
– No me digas más: pollo grasiento del bar y esas horribles patatas fritas. -Sacudió la cabeza-. Aún me queda algo de lasaña y una buena ensalada verde. Te las puedes llevar a casa.