Выбрать главу

Como en casi todas las familias, las mujeres Shanahan demostraban su amor y preocupación a través de la comida. Normalmente a Joe no le importaba, excepto cuando todas decidían hacerlo al mismo tiempo. O cuando discutían sobre sus hábitos alimentarios como si tuviera diez años y viviera a base de patatas fritas.

– Eso sería genial -miró a Sam-. La abuelita te hizo lasaña.

– Bueno. Ya que él es lo más cercano a un nieto que voy a tener de ti, supongo que será bienvenido. Pero asegúrate de que modera el lenguaje.

Hablar de nietos era todo lo que Joe necesitaba para batirse en retirada. Sabía que si no se escabullía ahora, la conversación derivaría inevitablemente hacia las mujeres que parecían entrar y salir de su vida con tanta frecuencia.

– Sam se ha reformado -dijo pasando por su lado y entrando en la sala de estar decorada por su madre con su más reciente adquisición en el mercadillo: un par de espadas y un escudo a juego. Encontró a su padre sentado en su sillón reclinable «La-Z-Boy» con el mando en una mano y un gran vaso de té helado en la otra. Había una caja de cigarrillos y un mechero sobre la mesita que separaba el sillón del sofá a juego. Dewey tenía casi setenta años y Joe había notado recientemente que le estaba ocurriendo algo extraño en el pelo. Todavía era tupido y completamente blanco, pero durante el último año había comenzado a ponerse de punta en la parte de delante como si estuviera siendo agitado por un fuerte viento desde atrás.

– Ya no se hacen películas como éstas -dijo Dewey sin apartar los ojos del televisor. Bajó el volumen antes de añadir-: con todos esos efectos especiales que usan hoy en día los personajes no parecen creíbles. John Wayne sabía cómo pelear y eso se nota.

Tan pronto como Joe se sentó, Sam saltó de su hombro y se agarró al respaldo del sofá con sus negros pies escamosos.

– No te alejes demasiado -dijo Joe a su pájaro. Después tomó un cigarrillo y lo deslizó entre sus dedos, pero no lo encendió. Quería que Sam respirara el menor humo posible.

– ¿Vuelves a fumar otra vez? -le preguntó Dewey, apartando finalmente la mirada del Duke-. Creía que lo habías dejado. ¿Qué pasó?

– Norris Hillard -fue la escueta respuesta. No necesitaba explicar más. A esas alturas todo el mundo sabía del Monet robado. Y quería que todo el mundo lo supiera. Quería que las personas implicadas se pusieran nerviosas. Las personas nerviosas cometían errores. Y cuando lo hacían, él estaba allí para hacerlos caer. No obstante, no haría caer a Gabrielle Breedlove.

No importaba que estuviera implicada hasta las cejas. No importaba si había cortado la pintura del marco con sus propias manos. Tenía inmunidad absoluta no sólo del cargo de asalto y de cualquier acusación sobre el caso Hillard, sino también sobre cualquier robo anterior. Ese abogado suyo podía ser joven, pero era una pequeña sabandija.

– ¿Hay pistas?

– Unas cuantas. -Su padre no hizo las preguntas pertinentes y Joe no ofreció ninguna explicación-. Necesito que me prestes el taladro y algunas herramientas. -Aunque pudiera hacerlo, Joe no deseaba hablar de su informante confidencial. Normalmente no se fiaba de sus confidentes, pero esta última era tan poco fiable como una caja de Post Toasties y el incidente con la Derringer casi le había costado otra degradación. Una cagada más y no dudarían en trasladarlo a otro departamento. Después de la pesadilla que había tenido lugar en el parque esa mañana tenía que entregar la cabeza de Carter en bandeja. Era la oportunidad de redimirse. Si no lo hacía temía que lo degradaran hasta lo más bajo a la división de patrulla nocturna por lo que ya podría ir olvidándose de volver a ver la luz del día. No tenía nada contra los policías de uniforme. Eran los que estaban en primera línea y no podría cumplir su trabajo sin ellos, pero había trabajado demasiado y aguantado demasiados sinsentidos para dejar que una pelirroja chiflada se cargara toda su carrera.

– Joe, conseguí algo para ti el fin ele semana pasado-lo informó su madre mientras atravesaba la sala hacia la parte trasera de la casa.

El último algo que su madre había conseguido para él había sido un par de pavos reales de aluminio que supuestamente debía colgar en la pared. De momento, estaban debajo de su cama al lado de un enorme búho de ganchillo.

– Ah, genial -gimió y lanzó el cigarrillo sin encender a la mesita-. Desearía que no hiciese eso. Odio esa mierda de los mercadillos.

– Acéptalo, hijo, es una enfermedad -dijo su padre, volviendo a mirar el televisor-. Es una enfermedad como el alcoholismo. Es incapaz de resistirse a su adicción.

Cuando Joyce Shanahan regresó, llevaba media silla de montar cortada en sentido longitudinal.

– Lo conseguí por cinco dólares -se jactó, y la colocó en el suelo junto al pie de Joe-. Querían diez pero regateé.

– Odio esa mierda de los mercadillos -imitó Sam, luego chilló-: braa…ck.

La mirada de Joyce se movió de su hijo al pájaro posado en el respaldo del sofá.

– Será mejor que no se cague ahí.

Joe no podía prometer tal cosa. Señaló la silla de montar.

– ¿Qué se supone que voy a hacer con eso? ¿Encontrar medio caballo?

– Lo cuelgas en la pared. -Sonó el teléfono y se encogió de hombros mientras se encaminaba hacia la cocina-. Tiene unos ganchos por algún lado.

– Mejor clávalo directamente en la pared, hijo -recomendó su padre-. O corres el riesgo de que se te caiga encima.

Joe clavó los ojos en la silla de montar con un solo estribo. El espacio debajo de su cama estaba casi abarrotado. La risa de su madre sonó en la habitación de al lado sobresaltando a Sam, que agitó sus alas mostrando las plumas rojas bajo su cola, luego voló por encima del televisor y se posó sobre la parte superior de una jaula de madera con un nido falso y huevos de plástico encolados en su interior. Inclinó la cabeza gris hacia un lado, abrió el pico, e imitó el timbre del teléfono.

– Sam, no hagas eso-advirtió Joe una fracción de segundo antes de que el ave imitara la risa de Joyce con tal perfección que resultó realmente espeluznante.

– Ese pájaro tuyo va a terminar en una bolsa del Shake´n Bake -predijo su padre.

– A mí me lo vas a decir. -Sólo esperaba que Sam no hiciese trizas el nido de madera con el pico.

La puerta principal se abrió de golpe y el sobrino de Joe de siete años, Todd, entró en la casa corriendo seguido de las sobrinas de Joe, Christy, de trece años y Sara, de diez.

– Hola, tío Joe -dijeron las niñas al unísono.

– Hola, chicas.

– ¿Trajiste a Sam? -quiso saber Christy.

Joe señaló el televisor con la cabeza…

– Está un poco nervioso. No le gritéis ni hagáis movimientos bruscos alrededor de él. Y no le enseñéis más palabrotas.

– No lo haremos, tío Joe -prometió Sara, pero sus ojos estallan demasiado abiertos para parecer inocentes.

– ¿Qué es eso? -preguntó Todd, apuntando hacia la silla de montar.

– Es la mitad de una silla de montar.

– ¿Para qué sirve?

«Tú lo has dicho.»

– ¿La quieres?

– ¡No!

Tanya, la hermana de Joe, entró en la casa poco después y cerró la puerta tras ella.

– Hola, papá-dijo, luego miró a su hermano-. Hola Joey. Veo que mamá te dio la silla de montar. ¿Puedes creer que la consiguió por cinco pavos?

Obviamente Tanya también había sido contagiada por la enfermedad del mercadillo.

– ¿Quién se tiró un pedo? Braa…ck.

– Parad ya chicas -amonestó Joe a las dos niñas que estaban tiradas en el suelo con un ataque de risa.