— Es claro — dijo Viecherovski—. Pero si no te molesta llévate el aparato a la otra habitación.
Maliánov tomó el teléfono y arrastró el cable al cuarto contiguo.
— Si quieres, quédate aquí —le gritó Viecherovski—. Tengo papel, y te daré un lápiz.
— Muy bien, veremos.
Ahora Weingarten no contestaba. Maliánov dejó que el timbre sonara diez veces, y luego disco otra vez y lo dejó sonar diez más. ¿Qué debía hacer ahora? Es claro que podía quedarse allí. Reinaba el fresco, y había silencio. Todos los cuartos tenían aire acondicionado. No escuchaba los camiones ni el chirrido de los frenos, porque el departamento daba al patio. Y entonces se dio cuenta de que no era ese el problema. Sencillamente, tenía miedo de volver a su departamento. ¡Eso fue el colmo! Quiero mi casa más que a ninguna otra en el mundo, ¿y ahora temo volver a ella? Oh, no. No me harán hacer eso. Lo siento, pero no hay caso.
Maliánov tomó el teléfono con firmeza y lo llevó de vuelta. Viecherovsky se encontraba sentado, mirando el papel, tamborileando en él con su costosa estilográfica. La página estaba cubierta a medias de símbolos que Maliánov no pudo entender.
— Me voy, Fil — dijo.
Viecherovski lo miró.
— Es claro. Tengo que dirigir un examen mañana, pero hoy estaré en casa todo el día. Llámame o pasa por aquí.
— Muy bien.
Bajó con lentitud, no había prisa. Prepararé una taza de té fuerte, me sentaré en la cocina; Kaliam trepará a mi regazo. Lo acariciaré, sorberé mi té y trataré de desenmarañar esto con calma y sin nervios. Lástima que no tengamos un aparato de TV; sería bueno pasar la noche delante del aparato, viendo algo superficial, como una comedia o un poco de fútbol. Jugaré un solitario; hace siglos que no hago uno.
Llegó a su rellano, encontró las llaves, dio la vuelta y se detuvo. El corazón se le había hundido hasta las vecindades del estómago, y palpitaba lenta y rítmicamente, como un martillo-pilón. La puerta de su departamento se encontraba abierta.
Se acercó de puntillas y escuchó. Había alguien en el departamento. Oyó la voz desconocida de un hombre, y una respuesta en la voz desconocida de un niño…
CAPÍTULO 5
EXTRACTO 10…hombre extraño agachado sobre el suelo, recogiendo los fragmentos de una copa rota. También había un niño de unos cinco años en la cocina. Se hallaba sentado en el taburete, con las manos bajo los muslos, balanceando las piernas, y mirando cómo recogía el hombre los trozos.
— Escucha, amigo — gritó Weingarten cuando vio a Maliánov—, ¿dónde te habías metido?
Sus enormes mejillas estaban encendidas con un resplandor purpúreo, los ojos negro-oliva le llameaban, y su cabello espeso, negro como el alquitrán, se encontraba revuelto. Se veía a las claras que ya había bebido unos cuantos. Una botella mediana de Stolíchnaia de exportación se encontraba en la mesa, en medio de todo tipo de cosas del cajón de comestibles.
— Tranquilízate y tómatelo con calma — continuó Weingarten—. No tocamos el caviar. Te esperábamos.
El hombre que recogía los trozos se irguió. Era un hombre hermoso, alto, de barba nórdica, y los comienzos de una pancita. Sonrió, turbado.
—¡Bien, bien, bien! — dijo Maliánov, entrando en la cocina y sentido que el corazón le subía desde el estómago y regresaba a su lugar normal—. ¿Me parece que la expresión es «Mi hogar es mi castillo»?
—¡Tomando por asalto, viejo amigo, tomando por asalto! — gritó Weingarten—. Escucha, ¿de dónde sacaste una vodka tan buena? Y estas cosas…
Maliánov tendió la mano al hermoso desconocido, y éste la de él, pero estaba llena de cristal roto. Hubo un pequeño momento agradable de incomodidad.
— Aquí hemos estado sirviéndonos — dijo con turbación—. Me temo que la culpa es toda mía.
— Tonterías, vamos, tire eso al tacho de los desperdicios.
— El señor es un cobarde — dijo el chico con claridad.
— Sh, sh, — dijo el hombre hermoso, y agitó un dedo de advertencia.
—¡Niño! — dijo Weingarten—. Creo que se te dieron algunos chocolates. Bien, quédate ahí sentado, en silencio, y máscalo. Y no metas la cuchara.
—¿Por qué dices que soy un cobarde? — preguntó Maliánov, sentándose—. ¿Por qué me insultas?
— No lo insulto — dijo el niño, observándolo como si fuese un raro ejemplar salvaje—. Sólo lo describía.
Entretanto el desconocido se libró de los vidrios, se limpió las manos con el pañuelo y tendió la derecha.
— Zájar — se presentó.
Se estrecharon ceremoniosamente las manos.
—¡A la obra! — se afanó Weingarten, frotándose las manos—. Trae dos copas más.
— Escuchen, amigos — dijo Maliánov—, yo no beberé vodka.
— Entonces beberemos un poco de vino — admitió Weingarten—. Todavía te quedan dos botellas del blanco.
— No, creo que beberé un poco de coñac. Zájar, ¿quiere tener la bondad de traer el caviar y manteca de la refrigeradora… y todo lo demás? Estoy muerto de hambre.
Maliánov fue al bar, tomó el coñac y las copas, le sacó la lengua a la silla antes ocupada por el Tontón Macoute y regresó a la mesa. La mesa crujía bajo su peso. Comeré hasta hartarme, y me emborracharé, pensó Maliánov. Me alegro de que vinieran los muchachos.
Pero nada salió como lo planeaba. En cuanto terminó su trago y se puso a comer un trozo de pan cargado de caviar, Weingarten dijo con voz muy sobria:
— Y ahora, amigo, dinos qué te pasó.
Maliánov se atragantó.
—¿De qué estás hablando?
— Mira — dijo Weingarten—. Aquí somos tres, y cada uno de nosotros ha sido zamarreado. Así que no te molestes. ¿Qué te dijo el tipo del pelo rojo?
—¿Viecherovski?
— No, no, ¿qué tiene que ver Viecherovski con esto? Te visitó un hombrecito de cabello rojo llameante, que llevaba un traje negro mortífero. ¿Qué te dijo?
Maliánov mordió un trozo que le llenó toda la boca, y mascó sin saborear. Los tres lo miraron. Zájar lo miró con turbación, con una sonrisa tímida, y hasta apartó la mirada de vez en cuando. Los ojos de Weingarten se salían de las órbitas, y parecía a punto de gritar en cualquier momento. Y el chico, aferrado a su chocolate derretido, contemplaba a Maliánov con atención.
— Muchachos — dijo Maliánov al cabo—. ¿De qué pelirrojo me hablan? Nadie como ese vino a visitarme. Mis visitantes fueron mucho peores.
— Bueno, cuéntanos — dijo Weingarten con impaciencia.
—¿Por qué habría de contarte? — Maliánov estaba furioso—. No hago un secreto de eso, ¿pero qué pretenden hacer? ¡Dímelo primero! Y de paso, ¡me gustaría saber, por empezar, cómo supiste que me había pasado algo!
— Díme tú, y después te diré yo — insistió Weingarten, empecinado—. Y Zájar contará lo suyo.
— Hablen los dos primero — replicó Maliánov, nervioso, preparándose otro sándwich—. Son dos contra uno.
— Habla tú —ordenó el chico, señalando a Maliánov.
— Sh, sh — susurró Zájar, turbadísimo.
Weingarten rió con tristeza.
—¿Es tuyo? — preguntó Maliánov a Zájar.
— Algo así —fue la extraña respuesta de éste, y apartó la vista.
— De él, es de él — dijo Weingarten con impaciencia—. De paso, esa es parte de su historia. Bien, Dmitri, vamos, no seas tímido.
Confundieron a Maliánov por completo. Dejó a un lado el sándwich y comenzó a hablar. Desde el comienzo, desde los llamados telefónicos. Cuando se cuenta la misma historia horrible dos veces en el espacio de dos horas, se empieza a encontrarle el lado divertido. Maliánov ni siquiera se dio cuenta de que lo hacía. Weingarten lanzó unas risitas ahogadas, revelando sus poderosos caninos amarillentos, y Maliánov dio la impresión de que su vida dependía de conseguir arrancar una carcajada a Zájar, pero no lo logró. Zájar sonreía con distracción, y casi con lástima. Pero cuando Maliánov llegó a la parte del suicidio de Snegovoi, ya no fue cosa de risa.