—¡Mientes! — siseó Weingarten, ronco. Maliánov se encogió de hombros.
— Tienes la prerrogativa de no creerme — dijo—. Pero su puerta ha sido sellada, puedes ir a ver.
Weingarten guardó silencio durante un rato, tamborileó con los dedos en la mesa, las mejillas le temblaban con el ritmo del tamborileo, y enseguida se puso ruidosamente de pie, sin mirar a nadie, se escurrió entre Zájar y el chico, y se alejó a zancadas. Pudieron oír el chasquido de la cerradura al abrirse, y el olor a sopa de col inundó el departamento.
— Oho-ho-ho-ho-hó —masculló Zájar lúgubre.
En el acto el chico le ofreció la pringosa barra de chocolate, y exigió:
—¡Toma un bocado!
Zájar, obediente, tomó un bocado y mascó. La puerta se cerró con un golpe, y Weingarten, todavía evitando mirarlos, se sentó de nuevo, bebió un trago de vodka y dijo con voz ronca:
—¿Y después?
— No hay nada más. Después fui a la casa de Viecherovski. Los canallas se habían ido, y subí allá. Acabo de regresar.
—¿Y el pelirrojo? — inquirió Weingarten con impaciencia.
—¡Ya te lo dije, zopenco! ¡No hubo pelirrojos!
Weingarten y Zájar se miraron.
— Muy bien, daremos por supuesto que esa es la verdad — dijo Weingarten—. La chica, Lídochka. ¿Hizo algún ofrecimiento?
— Bueno, es decir — rió, nervioso, Maliánov—. Es decir, si yo hubiese querido habría podido.
—¡Caramba, bestia! No me refiero a eso. Muy bien, ¿qué dices del investigador?
—¿Sabes, Val? ya te lo dije todo, tal como sucedió. ¡Vete al demonio! ¡Lo juro, un tercer interrogatorio en un día!
— Val — dijo Zájar, indeciso—, ¿tal vez esto fue, en verdad, algo distinto?
—¡No seas tonto! ¿Cómo podría ser algo distinto? Tiene su trabajo; ellos no lo dejan hacerlo. ¿Qué otra cosa podría ser? Y además se mencionó su nombre.
—¿Quién mencionó su nombre? — preguntó Maliánov con un presentimiento.
— Tengo que hacer pis — anunció el chico, con claros tonos de campana.
Todos lo miraron. El los examinó, uno por uno, bajó del taburete y dijo a Zájar:
— Vamos.
Zájar lanzó una sonrisa tímida, dijo «Bueno, vamos», y desaparecieron detrás de la puerta del cuarto de baño. Expulsaron a Kaliam del asiento del inodoro.
—¿Quién mencionó mi nombre? — preguntó Maliánov a Weingarten—. ¿Qué significa todo esto?
Weingarten, con la cabeza gacha, escuchaba lo que sucedía en el excusado.
— Viejo, Gúbar está atrapado de veras — dijo, con una especie de triste satisfacción—. ¡Atrapado de verdad!
Algo se agitó con lentitud en el cerebro de Maliánov.
—¿Gúbar?
— Sí. Zájar Gúbar. ¿Sabes? inclusive el hecho de hacerlo bailar a uno al compás que le toquen…
Maliánov recordó.
—¿El está en cohetería?
—¿Quién? ¿Zájar? — Weingarten se sorprendió—. No, lo dudo. Es un artífice de. primera. Fabrica pulgas que funcionan por computadora. Pero ese no es el problema. El problema es que se trata de un hombre que encara sus deseos con cuidado y minuciosidad. Esas son sus palabras. Y amigo mío, es la pura verdad.
El chico regresó a la cocina y trepó de nuevo al taburete. Zájar entró tras él.
— Zájar, ¿sabes? acabo de recordar. Snegovoi preguntó por ti.
Y Maliánov vio por primera vez cómo palidece una persona ante su vista. Cómo se vuelve blanca como el papel.
—¿Por mí? —preguntó Zájar.
— Sí. Ayer por la noche. — Maliánov no esperaba una reacción así.
—¿Tú lo conocías? — preguntó Weingarten, con suavidad, a Zájar.
Este meneó la cabeza en silencio, buscó un cigarrillo, dejó caer la mitad del atado en el suelo y se puso a recogerlos de prisa. Weingarten graznó:
— Bien amigos, esto es algo que necesita… — y sirvió un poco de vodka. Y el chico habló.
—¡Gran cosa! Eso no significa nada en sí mismo.
Maliánov volvió a estremecerse, y Zájar se incorporó y miró al chico con algo que parecía esperanza.
— Es una simple coincidencia — continuó el niño—. Miren en la guía telefónica, figuran por lo menos ocho Gúbar.
EXTRACTO 11…Maliánov lo conocía desde el sexto grado. Se hicieron amigos en el séptimo y compartieron un pupitre a todo lo largo de la escuela. Weingarten no cambió con los años, sólo se hizo más grande. Era siempre alegre, gordo, carnívoro, y siempre coleccionaba alguna cosa: sellos, monedas, rótulos de botellas. Una vez — eso fue cuando yo era un biólogo— decidió coleccionar excrementos porque Zhenka Sídortsev trajo consigo excrementos de ballena del Antártico y Sania Zhitniuk le llevó unos excrementos humanos de Penzhekent, no comunes, por supuesto, sino fósiles, del siglo IX. Siempre molestaba a sus amigos para que le mostrasen el cambio que llevaban encima… buscaba determinada moneda de cobre. Y siempre le arrebataba a uno la correspondencia o le mendigaba los sobres sellados.
Y a pesar de todo conocía su trabajo. Había sido jefe de departamento en su instituto durante mucho tiempo, era miembro de veintitantas comisiones, soviéticas e internacionales, siempre viajaba al exterior, a todo tipo de congresos, y estaba a punto de conseguir un nombramiento de profesor pleno. De entre todos sus amigos, estimaba a Viecherovski más que a ninguno, porque Viecherovski era un premio Nobel, y Val soñaba con llegar a serlo a su vez. Debe de haberle contado cien veces a Maliánov cómo se pondría la medalla y la usaría para acudir a una cita. Siempre fue un alborotador. Era un brillante narrador, y los sucesos más triviales y aburridos se convertían, cuando él los relataba, en dramas de Graham Greene o Le Carré. Pero por extraño que parezca, mentía muy pocas veces, y se mostraba horriblemente turbado cuando lo pescaban en un embuste. Por algún motivo desconocido, Irina no lo apreciaba. Maliánov sospechaba que en sus primeros años, antes del nacimiento de Bóbchik, Weingarten le hizo una insinuación e Irina lo rechazó. Weingarten era un maestro para entablar relaciones con las mujeres, y no porque fuese un maniático del sexo, ni un degenerado… No, era jubiloso, enérgico, y estaba siempre tan preparado para la derrota como para la victoria. Todas las citas eran una aventura, fuese cual fuere el resultado. Su esposa, Sveta, una mujer increíblemente hermosa, pero víctima de depresiones, había aceptado hacía tiempo su carácter mujeriego, en especial porque él la quería hasta la chochera y siempre se metía en riñas, en público, por causa de ella. Le gustaban las pendencias en general… entrar en un restaurante con él era un acto masoquista. En una palabra, hacía una vida tranquila, dichosa y exitosa, sin grandes conmociones.
Resulta que comenzaron a sucederle cosas extrañas, cuando la serie de experimentos iniciados el año anterior empezaron a dar de pronto resultados en todo sentido inesperados, y hasta sensacionales. («Ustedes amigos, no podrían entenderlo, tiene que ver con la trascriptasa inversa… es una polimerasa ADN, dependiente del ARN, una enzima que entra en la formación de los oncornovirus, y eso, puedo asegurarles, amigos, me huele a premio Nobel.») En sus laboratorios, sólo Weingarten apreciaba esos resultados. A la mayoría, como sucede por lo común, le importaban un bledo, y otros individuos con talento creador decidían que la serié de pruebas era un fracaso. Como era verano, todos se morían por salir de vacaciones. Weingarten no firmaba los papeles de licencia de nadie. Hubo un gran alboroto… sentimientos heridos, comisión local de quejas, la reunión de la dirección del partido. Y en el calor de la batalla, en una de las audiencias, Weingarten fue informado semioficialmente de que existía un plan para nombrar al camarada Valentín Andréievich Weingarten director del más nuevo y supermoderno centro biológico que entonces se construía en Dobroliúbov.