—¿Qué se yo? Tiene que haber alguna organización. Algún organismo local.
El chico rió entre dientes, y Gúbar se calló. Maliánov imaginó a Weingarten informando en el organismo competente, trasmitiendo al interesado investigador su fábula sobre el enano pelirrojo de ceñido traje negro. Gúbar parecía un tanto raro en la misma situación. Y en cuanto al propio Maliánov…
— Bien, hermanos, ustedes hagan lo que quieran, pero la estación de policía no es el lugar para mí. Un hombre murió en extrañas circunstancias al otro lado del corredor, y yo fui el último que lo vio con vida. Y no tiene sentido que me vaya, tengo la sensación de que vendrán a buscarme.
En el acto, Weingarten le sirvió una copa de coñac, y Maliánov la bebió de un trago, sin siquiera saborearla. Weingarten dijo con un suspiro:
— Sí, amigos. No hay nadie con quien consultar. Una palabra, y nos meterán en el loquero. Tendremos que arreglárnoslas nosotros mismos. Adelante, Dmitri, habla. Tú tienes una cabeza clara. Vamos, piensa.
Maliánov se frotó la frente.
— En verdad tengo la cabeza rellena — repuso—. No puedo decir nada. Todo esto es una pesadilla. Entiendo una cosa: a ustedes se les dijo que dejaran el trabajo. A mí no me dijeron nada, pero mi vida fue convertida en un…
—¡Correcto! — interrumpió Weingarten—. Hecho número uno: a alguien no le gusta nuestro trabajo. Pregunta: ¿a quién? Observen: un desconocido viene a verme. — Weingarten contó los datos con los dedos—. Un agente de la Unión de los Nueve va a ver a Zájar. De paso, ¿oyeron hablar de la Unión de los Nueve? Tengo el nombre en la cabeza, debo de haber leído algo, pero no recuerdo dónde. Nadie viene a verte a ti. Es decir, por supuesto que te visitan, pero son agentes disfrazados. ¿Cuál es la conclusión que se puede extraer aquí?
—¿Y bien? — preguntó Maliánov, lúgubre.
— La conclusión que se sigue es que no existen alienígenas ni ancianos sabios, sino otra cosa, una fuerza… y que nuestro trabajo le molesta.
— Eso es una tontería — dijo Maliánov—. Delirio. Basura. Piensa un poco. Yo trabajaba en las estrellas, en la nube de polvo gaseoso. Tú tienes esa revertasa. Y Zájar está en verdad en otro campo… en la electrónica aplicada. — De pronto recordó—. Snegovoi también había hablado de eso ¿Saben que dijo? Dijo: «Mira donde está la hacienda y donde está el agua». Acabo de entender qué quiso decir con eso. El pobre también se devanaba los sesos con ese asunto. ¿O tal vez creen que aquí hay tres poderes distintos en funcionamiento? — inquirió con tono ácido.
—¡No, amigo, espera un momento! — insistió Weingarten—. No tan de prisa.
Parecía como si lo hubiese analizado hacía tiempo, y fuera a aclararlo todo, enseguida, siempre que, por supuesto, dejaran de interrumpirlo y le permitiesen hablar. Pero no aclaró nada… Calló y miró el frasco vacío de los arenques.
Todos guardaron silencio. Luego Gúbar habló con suavidad.
— No hago más que pensar en Snegovoi. Quiero decir… es probable que también a él le hayan ordenado dejar su trabajo… ¿y cómo podía hacerlo? Era un militar… Su trabajo era…
—¡Tengo que hacer pis! — anunció el chico, y cuando Gúbar suspiró y lo llevó al excusado, agregó en voz alta—. ¡Y también lo otro!
— No, amigo, no te precipites — volvió a decir Weingarten—. Imagina por un segundo que existe sobre la tierra un grupo de criaturas lo bastante poderosas para hacernos estas bromas. Digamos que es la Unión de los Nueve. ¿Qué les importa a ellos? Poner fin a ciertos trabajos en cierto campo, que lleva a ciertas metas. ¿Cómo lo sabes? Tal vez haya en Leningrado otras cien personas que se están volviendo locas como nosotros. Y como nosotros, temen admitirlo. Algunas tienen miedo, y otras turbación. ¡Y hasta es posible que algunas se sientan felices! Están haciendo atrayentes ofrecimientos, ¿sabes?
— A mí no me hicieron ofrecimientos atrayentes — dijo Maliánov, melancólico.
—¡Y eso también es intencional! Eres un babieca, no te interesa el dinero. Ni siquiera sabes cómo sobornar a la persona que corresponde en el momento oportuno. Todo el mundo es un enorme obstáculo para ti. Todas las mesas están reservadas en un restaurante, y eso es un obstáculo. Hay una cola para conseguir entradas, y eso es un obstáculo. Alguien tiene ciertos tratos con tu esposa y…
—¡Está bien! ¡Basta! No necesito una disertación.
— No. Tranquilízate, amigo. Es una suposición muy posible. Y significa, es claro, que son enormes, fantásticamente poderosos… pero maldito sea, la hipnosis y la sugestión existen, ¡e inclusive, hasta la sugestión telepática! No amigo, imagina: hay una raza, una raza antigua, sabia, y quizá ni siquiera humana… nuestros competidores. Han estado esperando con paciencia, reuniendo datos, preparándose. Y ahora deciden asestar el coup de grace. Y fíjate: no en guerra franca, sino de modo mucho más inteligente. Se dan cuenta de que crear montañas de cadáveres es inútil, bárbaro y peligroso también para ellos. Y entonces resuelven actuar con cuidado, con un escalpelo, en el sistema nervioso central, el cimiento de todos los cimientos, la investigación más promisoria. ¿Entiendes?
Maliánov lo escuchó y no lo escuchó. Una sensación desagradable le subía por la garganta. Quería cerrar los oídos, irse, acostarse, tenderse, ocultar la cabeza bajo una almohada. Era el miedo.
Y no el miedo común y corriente, sino el Miedo Negro. Vete de aquí. Corre para salvar la vida. Déjalo todo, escóndete, entiérrate, ahógate. Eh, tú, se gritó a sí mismo. ¡Despierta, idiota! No puedes hacer eso, morirás. Y habló con cierto esfuerzo.
— Lo entiendo, pero es una tontería.
—¿Por qué?
— Porque es un cuento de hadas. — Se le puso ronca la voz, y tosió—. Para lectores jóvenes. ¿Por qué no lo escribes y lo llevas a Publicaciones Fogata? Asegúrate de que el pionero Vasia destruya a la pandilla maligna, al final, y salve al mundo.
— Muy bien — dijo Weingarten con serenidad—. ¿Esas cosas nos sucedieron?
— Bueno, sí.
—¿Los sucesos fueron fantásticos?
— Bien, digamos que lo fueron.
— Y entonces, amigo, ¿cómo esperas explicar acontecimientos fantásticos sin hipótesis fantásticas?
— No sé nada de eso — replicó Maliánov—. Ustedes dos tuvieron sucesos fantásticos. Y tal vez estuvieron bebiendo como locos durante las dos últimas semanas. A mí no me ocurrió nada fantástico. Yo no bebo.
El rostro de Weingarten se puso rojo como una remolacha, y golpeó en la mesa con el puño y gritó:
—¡Maldición, tienes que creernos, si no nos creemos unos a otros, maldición, todo se irá al demonio! ¡Tal vez esos canallas cuentan con eso, maldición! Que no nos creamos unos a otros, que terminemos aislados, cada uno para ser manipulado como se les ocurra.
Gritaba y bramaba con tanta furia, que Maliánov se amedrentó.
Y hasta se olvidó del Miedo Negro.
— Bueno, muy bien — dijo—, vamos, basta, no te pongas histérico. Fue un error de mi parte, lo siento, lo siento, no lo dije en serio. — Gúbar regresó del excusado y los miró, aterrorizado.
Terminados sus gritos, Weingarten se levantó de un salto, tomó de la refrigeradora una botella de agua mineral, le arrancó con los dientes la tapa de plástico y bebió de la botella. El agua carbonatada le corrió por las velludas mejillas gordas, y en el acto apareció en forma de sudor en su frente y en sus peludos hombros desnudos.
— Quiero decir que lo que en verdad pensaba — dijo Maliánov, apaciguador— es que no me gusta que las cosas imposibles se expliquen por causas imposibles. ¿Sabes? la navaja de Occam. De lo contrario te sale Dios sabe qué.
— Bien, ¿y qué sugieres? — interrogó Weingarten, aplacado, metiendo bajo la mesa la botella vacía.
— No tengo sugestiones. Si las tuviera, te las diría. Mi cerebro ha quedado paralizado por el temor. Sólo que me parece que si en verdad son tan todopoderosos, habrían podido arreglar todo el asunto con mucha mayor sencillez.