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—¿Cómo, por ejemplo?

— Oh, no sé. Bien, habrían podido envenenarte con conservas podridas. Y a Zájar… una descarga de mil voltios. Y de todos modos, ¿por qué molestarse siquiera con tanta matanza y terror? Y si son telépatas tan competentes, podrían hacernos olvidarlo todo, fuera de las matemáticas más sencillas. O crear un reflejo condicionado: en cuanto nos sentamos a trabajar, tenemos colitis, o influenza: nos chorrea la nariz, nos duele la cabeza. O eccema. Hay muchísimas cosas. En silencio, con tranquilidad; nadie se habría enterado.

Weingarten esperó a que terminase.

— Mira, Dmitri, tienes que entender una cosa…

Pero Zájar no lo dejó terminar.

—¡Un momento! — suplicó, extendiendo las manos como para empujar a Weingarten y Maliánov a sus respectivos rincones—. Déjenme hablar mientras puedo recordarlo. ¿Quieres esperar, Val, y dejarme hablar? Es sobre las jaquecas. Acabas de mencionarlas, Dmitri. ¿Saben? el año pasado me hospitalizaron.

Resultó que el año anterior estuvo en el hospital porque algo andaba mal en su sangre, y compartió una habitación con ese Vladen Semiónovich Glújov, un orientalista. Glújov estaba allí por problemas cardíacos, pero no se trataba de eso. Se trataba de que trabaron amistad, y que cuando salieron se encontraban de vez en cuando. Y dos meses atrás el mismo Glújov se quejó a Gúbar de que tenía ese enorme proyecto para el cual hacía diez años que reunía materiales, y que todo se iba al demonio por algo muy extraño que le sucedía. A saber: en cuanto se sentaba a escribir acerca de sus investigaciones, la cabeza le dolía espantosamente, hasta el punto de la náusea y de los accesos de desvanecimiento.

— Y sin embargo podía pensar libremente en su trabajo — continuó Zájar—, leer materiales e inclusive, creo, hablar de eso… aunque no estoy seguro, y no quiero mentirles. Pero no le era posible escribir. Y después de lo que dijiste tú, Dmitri…

—¿Conoces su dirección? — preguntó Weingarten.

— Sí.

—¿Tiene teléfono?

— Sí. Tengo su número.

— Adelante. Invítalo a venir. Es uno de los nuestros.

Maliánov se levantó de un salto.

—¡Vete al demonio! — gritó—. ¡Estás demente! No puedes hacer eso. Tal vez sea nada más que una cosa.

— Todos tenemos una cosa.

—¡Val, es un orientalista! ¡Un campo distinto por completo!

— Es el mismo, amigo, juro que es el mismo.

—¡No lo hagas! Zájar, siéntate, no le prestes atención. Está totalmente ebrio.

Resultaba horrible e imposible imaginar a un normal y total desconocido entrando en esa cocina calurosa, repleta de humo, para hundirse en la absoluta locura, terror y borrachera.

— Oigan, ¿por qué no hacemos esto? — insistió Maliánov—. ¿Por qué no llamamos a Viecherovski? Juro que será mucho mejor.

Weingarten no opuso objeciones.

— Muy bien — dijo—. Es una buena idea, llamar a Viecherovski. Viecherovski tiene una cabeza sobre los hombros. Zájar, ve a llamar a tu Glújov, y después llamaremos a Viecherovski.

Maliánov, desesperado, no quería a ningún Glújov. Rogó, suplicó, insistió en que estaba en su casa, y que los echaría a todos a puntapiés. Pero era inútil oponerse a Weingarten. Zájar salió a llamar a Glújov, y el chico se deslizó del taburete y lo siguió como una sombra.

CAPÍTULO 7

EXTRACTO 14…el hijo de Zájar, cómodamente instalado en un rincón de la cama, adornó la sesión con ocasionales lecturas de la Enciclopedia médica popular, que Maliánov le había entregado para tenerlo tranquilo. Viecherovski, notablemente elegante en contraste con el sudoroso y desgreñado Weingarten, escuchó y miró con curiosidad al extraño chico, enarcando muy altas las rojas cejas. Todavía no había dicho nada de peso… hizo un par de preguntas que a Maliánov (y no sólo a Maliánov) le parecieron impertinentes. Por ejemplo, sin motivo alguno, le preguntó a Zájar si tenía conflictos frecuentes con sus inspectores, y a Glújov si le gustaba ver televisión. (Resultó que Zájar nunca tenía conflictos con nadie, así era su personalidad, y que a Glújov le gustaba ver la televisión, y no sólo le gustaba, sino que no podía resistirla.)

En verdad, Glújov le gustó a Maliánov. En general, a Maliánov no le agradaba ver a personas nuevas en compañía de los de antes; siempre temía que mostrasen algún mal comportamiento, y que se sintiera molesto por ellos. Pero Glújov estaba bien. Era muy afable y nada amenazador… un hombrecito flaco, de nariz respingada, de ojos rojizos ocultos tras gruesos lentes. Cuando llegó, bebió, feliz, la copa de vodka que le ofreció Weingarten, y se entristeció a las claras cuando se enteró de que era la última que había en la casa. Cuando se le interrogó, escuchó a cada uno con atención, inclinó la cabeza hacia la derecha, como un profesor, y también miró hacia la derecha.

— No, no — respondió con tono de disculpa—. No, nada de eso me sucedió a mí. Por favor, ni siquiera puedo imaginarme algo por el estilo. ¿Mi tesis? Me temo que es demasiado ajena a ustedes: «La influencia cultural de EE.UU. en Japón: intento de análisis cualitativo y cuantitativo». Sí, mis dolores de cabeza parecen ser una idiosincrasia; hablé de ellos con grandes doctores… un caso raro, dicen.

En términos generales, fracasaron con Glújov, pero no importaba, era bueno que estuviese allí. Era un tipo con los pies en la tierra. Bebió con vigor, y quiso más; comió caviar con alborozo infantil, prefería el té de Ceilán, y sus lecturas favoritas eran las novelas de misterio. Miró al extraño niño con reservada aprensión, de vez en cuando rió con incertidumbre, escuchó los delirantes relatos con simpatía nada común, y se rascó detrás de ambas orejas, mientras murmuraba:

—¡Sí, es sorprendente, increíble!

En una palabra, en Glújov todo estaba claro para Maliánov. Por cierto que de él no se obtendrían nuevas informaciones, ni consejos.

Weingarten, como sucedía siempre que Viecherovski estaba cerca, redujo de perfil. Y hasta pareció más presentable, y dejó de gritar y llamar «amigo» a la gente. Pero se comió los últimos granos del caviar negro.

Si no se contaban las breves respuestas a las preguntas de Viecherovski, Zájar no dijo nada. Ni siquiera liego a narrar su propia historia: Weingarten se encargó de eso. Y dejó de censurar a su hijo, y sonrió en forma lastimera cuando escuchó las útiles citas sobre enfermedades de distintos órganos delicados.

Por consiguiente, guardaron silencio, sentados. Sorbieron té frío. Fumaron. Las ventanas de la casa de enfrente brillaban como oro fundido, la hoz de plata de la luna nueva pendía en el cielo azul oscuro, y por la ventana entraba un seco ruido restallante… debían de estar quemando otra vez cajones viejos en la calle. Weingarten agitó su atado de cigarrillos, atisbo dentro de él, lo arrugó y preguntó con suavidad:

—¿A quién le quedan cigarrillos?

— Toma, sírvete — repuso Zájar en voz baja. Glújov tosió e hizo repiquetear la cucharilla en el vaso.

Maliánov miró a Viecherovski. Seguía sentado en su silla, con la pierna estirada y cruzada en el tobillo, estudiándose las uñas de la mano derecha. Maliánov miró a Weingarten. Weingarten fumaba y observaba a Viecherovski por sobre la punta ardiente del cigarrillo. Zájar contemplaba a Viecherovsky, y Glújov. A Maliánov se le ocurrió que la situación era tonta. En realidad, ¿qué esperamos de él? Bien, es un matemático. Bien, un gran matemático. Bueno, digamos que es un enorme matemático… un matemático mundialmente famoso. ¿Y? Somos como un puñado de chicos. ¡Dios! Estamos perdidos en el bosque y miramos confiados al hombre simpático, y parpadeamos. Oh, él nos sacará del bosque.

— Bien, en lo fundamental esas son todas las ideas que tenemos sobre el asunto — dijo Weingarten—. Como ven, están adquiriendo forma por lo menos dos posiciones. — Hablaba como si se dirigiera al grupo, pero sólo miraba a Viecherovski—. Dmitri siente que deberíamos explicar todos estos acontecimientos en el marco de los fenómenos naturales conocidos. Yo considero que nos vemos ante la intervención de fuerzas que nos son desconocidas por nosotros. Es decir: lo igual cura a lo igual, lo fantástico con lo fantástico.