La tirada sonó increíblemente a fraudulenta. No, no podía decir sencillamente: estamos perdidos, señor, sáquenos. No, tenía que resumir las cosas: nosotros también hemos estado pensando. Y ahora está sentado ahí como un tonto. Maliánov tomó la tetera y dejó a Val con su vergüenza. No escuchó la conversación mientras hacía correr el agua y ponía la marmita. Cuando volvió, Viecherovski hablaba con lentitud, examinándose con cuidado las uñas de la mano izquierda.
— …y por eso me parece que tu punto de vista es más exacto. En realidad, lo fantástico debe ser explicado por lo fantástico. Sospecho que todos ustedes cayeron en la esfera de interés de… llamémosla una supercivilización. Creo que esa se ha convertido en la denominación normal de una inteligencia muchos grados más poderosa que la inteligencia humana.
Weingarten hizo una inspiración profunda, exhaló humo y asintió, con expresión importante y concentrada.
— El motivo de que necesiten detener sus investigaciones en particular — continuó Viecherovski— no es sólo un problema complejo, sino, además, académico. El caso es que la humanidad, sin siquiera sospecharlo, ha atraído la atención de esa inteligencia, y dejado de ser un sistema contenido en sí mismo. En apariencia, sin sospecharlo, hemos pisado los callos a cierta supercivilización, y esa supercivilización, parece, ha decidido regular nuestros progresos como le parezca conveniente.
— Fil — dijo Maliánov—. Espera. ¿Tampoco tú lo ves? ¿Qué demonios de supercivilización es esa? Una supercivilización que nos acosa como un gatito ciego. ¿A qué vienen todas esas tonterías sin sentido? ¿Mi investigador y el coñac? ¿Las mujeres de Zájar? ¿Dónde está el principio fundamental de la razón: la conveniencia y la economía?
— Esos son detalles — replicó Viecherovski con suavidad—. ¿Por qué medir la conveniencia no humana en términos humanos? Y además recuerda con qué fuerza te golpeas la mejilla para matar a un mosquito insignificante. Un golpe como ese podría matar fácilmente a todos los mosquitos de la vecindad.
Weingarten agregó:
— O por ejemplo. ¿Cuál es la conveniencia de construir un puente sobre un río, desde el punto de vista de una trucha?
— Bueno, no sé —dijo Maliánov—. Pero no tiene sentido.
Viecherovski esperó un rato, y luego, seguro de que Maliánov había dejado de hablar, prosiguió:
— Quisiera destacar lo siguiente. (Cuando el asunto se formula de esa manera, los problemas personales de uno pasan a segundo plano.) Hablamos del destino de la humanidad. Bien, tal vez no en el sentido fatal de la palabra, pero de todos modos, del destino de su dignidad. Así que ahora nuestra meta no consiste sólo en proteger tu revertasa, Val, sino el futuro de la biología de todo nuestro planeta. ¿O me equivoco?
Por primera vez en presencia de Viecherovski, Val se infló hasta sus proporciones habituales. Asintió con suma energía, pero dijo algo que Maliánov no esperaba. Dijo:
— Sí, así es. Todos entendemos que aquí no estamos hablando de nosotros nada más. Hablamos de cientos de proyectos de investigación. Quizá de miles. Qué digo… ¡del futuro de la investigación en general!
— Y bien — dijo Viecherovski con fuerza—, tenemos por delante una batalla. El arma de ellos es el secreto, por lo cual la nuestra será la publicidad. Lo primero que debemos hacer es contarlo todo a nuestros amigos que, por una parte, posean suficiente imaginación para creernos, y por otra, bastante autoridad para convencer a sus colegas que ocupan altos puestos en la ciencia. De ese modo entraremos en contacto con el gobierno en forma oblicua, y conseguiremos acceso a los medios de comunicación de masas. Entonces podremos informar a toda la humanidad, si es necesario. Lo primero que hicieron fue correctísimo. Recurrieron a mí. Por mi parte, trataré de convencer a varios matemáticos que al mismo tiempo son importantes administradores. Como es natural, empezaré por nuestra propia gente, y luego pasaré a los matemáticos extranjeros.
Estaba animado, erguido, y hablaba, hablaba, hablaba. Mencionó nombres, títulos, puestos; definió con claridad a quién debía ver Maliánov y a quién tenía que recurrir Weingarten. Cualquiera habría dicho que hacía días que planeaba eso. Pero cuanto más hablaba más deprimido se mostraba Maliánov. Y cuando Viecherovski, con una agitación en todo sentido indecente, pasó a la parte dos de su programa, la apoteosis — en que la humanidad, unida por la alarma general, combate contra el enemigo supercivilizado, cuerpo a cuerpo, en todo el planeta—, bien, Maliánov sintió que ya no podía mas, se levantó, fue a la cocina a preparar té fresco. Viecherovski, sí. Gran cerebro. El pobre tipo debe de estar aterrorizado también. Esta no es una simple discusión sobre telepatía. Pero la culpa es nuestra: Viecherovski esto, Viecherovski lo otro. Viecherovski es nada más que un tipo común. Un hombre listo, sí, una figura importante, pero no más que eso. Mientras se hable de abstracciones, es enorme, pero cuando se trata de la vida real… Le dolía que Viecherovski se hubiese puesto enseguida de parte de Val, y ni siquiera hubiese querido escucharlo. Maliánov tomó la tetera y regresó a la habitación.
Como es natural, Weingarten se dedicaba a aporrear a Viecherovski. Un respeto profundo es un respeto profundo, pero cuando un hombre vomita tonterías, de nada sirve el respeto. Tal vez Viecherovski cree que está tratando con idiotas absolutos. Quizá Viecherovski tiene guardados en alguna parte un par de académicos autorizados y débiles mentales que saludarán con entusiasmo esta noticia, luego de una o dos botellas. El, Weingarten, no tenía académicos como esos. El, Weingarten, tenía a su viejo amigo Dmitri Maliánov, de quien esperaba alguna simpatía definida, en especial porque Maliánov se encontraba en el mismo aprieto. ¿Y qué pasaba… acogía con entusiasmo su relato de congojas? ¿Con interés? ¿Con la menor simpatía? ¡Un cuerno! Lo primero que dijo fue que Weingarten mentía… y a su manera, Maliánov tiene razón. A Weingarten le aterroriza el pensar siquiera abordar a su jefe con una historia como ésa, aunque su jefe sea todavía un hombre joven, no esté osificado, y se muestre bien dispuesto hacia cierta noble locura en la ciencia. No conoce la situación de Viecherovski, pero él, Weingarten, no tiene la intención de pasarse el resto de sus días ni siquiera en el más lujoso de los loqueros.
—¡Los ordenanzas vendrán y nos llevarán a todos! — dijo Zájar, lastimero—. Eso está claro. Para ustedes estará bien, pero a mí me tildarán, además, de maniático sexual.
— Espera, Zájar — dijo Weingarten con irritación—. ¡No, Fil, no te reconozco! Supongamos que todo lo que decimos sobre instituciones para enfermos mentales es una exageración. ¡Aun así, eso será el final de nuestras carreras de científicos, inmediatamente! ¡Nuestra reputación quedará arruinada! Y además, maldito sea, aunque encontrásemos en la Academia una o dos almas que simpatizaran con nosotros, ¿cómo podrían ir al gobierno a llevarle estos desvaríos? ¿Quién querría correr ese riesgo? ¿Sabes el tipo de presión que sería necesario ejercer sobre un hombre para que se arriesgase a eso? Y por la humanidad, nuestros queridos cohabitantes del planeta Tierra… — Weingarten agitó la mano y miró a Maliánov con sus ojos color de oliva—. Sírveme un poco de té caliente — dijo—. Publicidad… la publicidad es un arma de doble filo, sabes. — Y comenzó a sorber su té, frotándose la nariz con el dorso del velludo brazo.