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—¿Quién quiere un poco más? — preguntó Maliánov.

Trató de no mirar a Viecherovski. Sirvió té a Zájar, a Glújov. A sí mismo. Se sentó. Sentía mucha pena por Viecherovski, y la situación le resultaba incómoda. Val tenía razón: la reputación de un hombre de ciencia es una cosa frágil. Un solo discurso fallido, ¿y dónde queda tu reputación, Filíp Pávlovich Viecherovski?

Este se encontraba acurrucado en su silla, la cara entre las manos. Era insoportable.

— Sabes, Fil, es probable que tus sugestiones, tu plan de acción, sean correctos en teoría — dijo Maliánov—. Pero ahora no necesitamos teorías. Necesitamos un plan que pueda realizarse en circunstancias reales. Tú dices: una humanidad unida. ¿Sabes? es posible que tu plan pueda ejecutarlo alguna forma de vida, pero no la nuestra, no los terráqueos, quiero decir. Nuestra gente jamás creería en algo como eso. ¿Sabes cuándo creeremos en una supercivilización? Cuando esa supercivilización descienda a nuestro nivel y comience a rociarnos con bombas desde chirriantes naves espaciales. Entonces, creeremos, entonces nos uniremos, pero ni aún así enseguida. Es probable que primero nos lancemos algunas salvas unos a otros.

—¡Así es, precisamente! — convino Weingarten con voz desagradable, y prorrumpió en una breve carcajada.

Nadie dijo nada.

— Y de cualquier modo mi jefe es una mujer — dijo Zájar—. Mujer amable, muy dulce, ¿pero cómo puedo hablarle de esto? ¿De mí, quiero decir?

Todos siguieron sentados en silencio, sorbiendo té. Luego Glújov habló con suavidad.

—¡Qué espléndido té! De veras, eres un especialista, Dmitri: Hace siglos que no bebo un té así. Sí… es claro, todo esto es difícil y poco claro. Por otro lado, miren el cielo, que hermosa luna. Té, un cigarrillo… ¿qué más necesita un nombre? ¿Una buena serie de detectives en la televisión? No sé. Ahora bien, tú Dmitri, estás haciendo algo relacionado con las estrellas, con los gases interestelares. En verdad, ¿por qué te metes con eso? Piénsalo. Algo quiere que no hurgues en esos problemas. Bien, la respuesta es sencilla: no lo hagas. Bebe té, mira la televisión. Los cielos no son para hurgarlos… son para admirarlos. Y entonces el chico de Zájar anunció en voz alta:

—¡Eres un bribón!

Maliánov pensó que se refería a Glújov. Pero no. El chico, entrecerrando los ojos como un adulto, miraba a Viecherovski, y lo amenazaba con un dedo cubierto de chocolate.

— Sh, sh, — susurró Zájar, impotente. De súbito Viecherovski aparto las manos del rostro y volvió a su posición anterior: repantigado en la silla, con las piernas estiradas y cruzadas en los tobillos. En su cara había una sonrisa.

— Bien — dijo—, me alegra demostrar que la hipótesis del camarada Weingarten nos lleva a un callejón sin salida, eso resulta claro a simple vista. Es fácil ver que la hipótesis sobre la Unión de los Nueve nos llevará al mismo callejón sin salida, lo mismo que la misteriosa inteligencia que se oculta en las profundidades del mar, o cualquier otra fuerza racional. Sería muy bueno que todos ustedes se detuvieran por un minuto para pensar y convencerse de que lo que digo es correcto.

Maliánov revolvió su té y pensó: ¡El maldito! ¡Cómo nos ensartó! ¿Por qué? ¿A qué viene la farsa? Weingarten miraba hacia adelante, los ojos se le abultaban poco a poco, sus gordas mejillas sudorosas se contraían, amenazadoras. Glújov miraba a cada uno por turno, y Zájar esperaba con paciencia… el drama de la pausa del minuto se le escapaba por completo. Viecherovski volvió a hablar.

— Nota. A fin de explicar acontecimientos fantásticos tratamos de usar conceptos que, por fantásticos que fuesen, seguían correspondiendo al reino del entendimiento contemporáneo. Eso no dio nada. Absolutamente nada. Val nos lo demostró de manera convincente. Por lo tanto, es evidente que no tiene sentido aplicar conceptos exteriores al reino del entendimiento contemporáneo. Digamos, por ejemplo, Dios… o cualquier otra cosa. ¿Conclusión?

Weingarten, nervioso, se secó el rostro con la camisa y atacó afiebradamente el té. Maliánov preguntó, con tono ofendido:

—¿Quiere decir que nos hiciste hacer el papel de tontos adrede?

—¿Qué otro remedio me quedaba? — replicó Viecherovski, levantando hasta el cielo raso las malditas cejas rojas—. ¿Probarles que ir a las autoridades sería inútil? ¿Qué carecía de sentido formular el problema como lo hacían? La Unión de los Nueve o Fu Manchú… ¿qué diferencia hay? ¿Qué se puede discutir ahí? Fuese cual fuere la respuesta que obtuviesen, no podía haber una acción práctica basada en ella. Cuando la casa de uno se incendia o es destruida por un huracán o arrastrada por una inundación… uno no piensa en investigar qué le sucedió con exactitud a la casa; piensa en cómo vivirá, dónde vivirá y qué hará a continuación.

— Está tratando de decir… — empezó Maliánov.

— Digo que no les sucedió nada interesante. Aquí no hay nada en que interesarse, nada que estudiar, nada que analizar. Toda esa búsqueda de causas no es otra cosa que un derroche de curiosidad ociosa. No deberían pensar en el tipo de prensa que los oprime; tendrían que pensar en cómo comportarse bajo la presión. Y pensar en eso es mucho más complejo que fantasear acerca del rey Asoka, ¡porque de ahora en adelante cada uno de ustedes está solo! Nadie los ayudará. Nadie les dará consejos. Nadie decidirá por ustedes. Ni los académicos, ni el gobierno, ni siquiera la humanidad progresista… Val lo dejó perfectamente aclarado.

Se puso de pie, se sirvió un poco de té y regresó a su silla… intolerablemente confiado, sereno, elegantemente negligente, todavía parecido a un noble en una recepción diplomática de palacio.

El chico leyó en voz alta:

— «Si el paciente no sigue las órdenes del médico, no toma sus medicinas y abusa del alcohol, más o menos cinco o seis años después la fase secundaria de la enfermedad es seguida por la tercera y última etapa.»

Zájar suspiró.

—¿Pero por qué? ¿Por qué yo?

Viecherovski depositó la taza en el platillo, con un leve repiqueteo, y el conjunto en la mesa, a su lado.

— Porque nuestra era sigue vestida de negro — explicó, secándose los labios equinos, de color gris rosado, con un níveo pañuelo blanco—. Todavía usa sombrero de copa, y aún seguimos corriendo, y cuando el reloj marca la hora de la inacción y la hora de despedirse de las ocupaciones cotidianas, llega el momento de la división, y ya no soñamos con nada…

— Al demonio contigo — dijo Maliánov, y Viecherovski lanzó remilgadas risotadas marcianas.

Weingarten tomó del cenicero una colilla bastante larga, se la metió entre los gruesos labios, encendió un fósforo, y durante un rato continuó sentado, los ojos, bizcos, concentrados en la punta ardiente.

— En verdad — murmuró—, ¿tiene importancia qué poder es… mientras sea más poderoso que los humanos? — Inhaló—. Un pulgón aplastado por un ladrillo y un pulgón aplastado por una moneda… pero yo no soy un pulgón. Puedo elegir.

Zájar lo miró, esperanzado, pero Weingarten no agregó nada más. Elegir, pero Maliánov. Eso se dice con facilidad.

—¡Eso se dice con facilidad… elegir! — comenzó a decir Zájar, pero Glújov empezó a hablar. Zájar lo miró, esperanzado.

— Pero es evidente — dijo Glújov con sentimiento poco habitual—. ¿No resulta claro lo que deben elegir? Por supuesto que no los telescopios y los tubos de ensayo. ¡Qué se ahoguen con sus telescopios! ¡Y los gases de difusión! ¡Hay qué vivir, amar, sentir la naturaleza… sentirla de veras, no hurgar en ella! Ahora, cuando miro un árbol o un arbusto, sé que es mi amigo, que existimos el uno para el otro, que nos necesitamos.

—¿Ahora? — preguntó Viecherovski en voz alta.

Glújov se interrumpió, tartamudeando.

—¿Perdón?

— Nos hemos conocido, ¿sabes, Vladen? — dijo Viecherovski—. ¿Recuerdas? ¿Estonia, la escuela de lingüística matemática? El sauna, la cerveza.