— De la tienda de comestibles — dijo el hombre con voz ronca, y le entregó dos recibos unidos con un alfiler—. Firme aquí.
—¿Qué es esto? — preguntó Maliánov, y vio que eran formularios de pedidos. Coñac… dos botellas; vodka… — . Espere un minuto, no creo haber pedido nada — dijo.
Vio la cuenta. Fue presa de pánico. No tenía tanto dinero en el departamento. Y de todos modos, ¿qué era eso? Por su cerebro asustado pasaron como un relámpago vividas imágenes de complicaciones, como explicarse, rechazar la entrega, discutir, exigir, telefonear a la tienda o quizás ir allí en persona. Pero entonces vio el sello purpúreo: «Pagado», en la esquina del recibo, y el nombre del comprador: I. E. Maliánova. ¡Irina! ¿Qué demonios estaba pasando?
— Firme aquí —insistió el hombre, señalando con la uña negra—. Donde está la X.
Maliánov tomó el cabo de lápiz del hombre y firmó.
— Gracias — dijo, devolviendo el lápiz—. Muchas gracias — repitió, metiéndose en el angosto vestíbulo con el hombre de la chaqueta ajustada, empujando enérgicamente a Kaliam hacia atrás, con el pie. El gato trataba de salir a lamer el suelo de cemento del rellano.
Después Maliánov cerró la puerta y permaneció bajo la lóbrega luz. Tenía la cabeza revuelta.
— Extraño — dijo en voz alta, y volvió a la cocina.
Kaliam frotaba la cabeza contra la caja. Maliánov levantó la tapa y vio cuellos de botellas, paquetes, bolsas y latas. La copia del recibo se hallaba sobre la mesa. Muy bien. El papel carbónico era borroso, como de costumbre, pero pudo entender la letra. Calle Héroe… hmm… todo parecía en orden. Comprador: I. E. Maliánova. ¡Bonito saludo! Miró de nuevo el total. ¡Aturdidor! Volvió el recibo del revés. Nada interesante del otro lado. Un mosquito aplastado. ¿Qué le pasaba a Irina? ¿Se había vuelto loca de remate? Una deuda de quinientos rublos. Un momento, ¿quizás dijo algo acerca de eso, antes de irse? Trató de recordar ese día, las maletas abiertas, los montículos de ropa desparramados por toda la casa, Irina semivestida y blandiendo su plancha. No te olvides de alimentar a Kaliam, tráele un poco de hierba, de la puntiaguda; no te olvides del alquiler; si llama mi jefe, dale mi dirección.
En apariencia, eso era todo. Había dicho algo más, pero en ese momento Bóbchik entró corriendo con su ametralladora. ¡Ah, sí! Llevar las sábanas al lavadero. ¡No entiendo absolutamente nada!
Maliánov extrajo de la caja, con cuidado, una botella. Coñac. ¡Por lo menos quince rublos! ¿Era mi cumpleaños, o algo? ¿Cuándo se fue Irina? Jueves, miércoles, martes. Fue doblando los dedos. Hoy hacían diez días que se había ido. Eso significa que hizo el pedido de antemano. Volvió a pedir prestado dinero a alguien, e hizo la compra. Una sorpresa. ¡Quinientos rublos de deuda, te das cuenta, y quiere darme una sorpresa! Por lo menos algo quedaba solucionado: no tendría que ir a la tienda. El resto era brumoso, por lo que a él se refería. ¿Cumpleaños? No.
¿Aniversario de bodas? No lo creo. No, decididamente no. ¿Cumpleaños de Bóbchik? No, eso es en invierno.
Contó las botellas. Diez. ¿Quién creía ella que se lo bebería todo? ¡Yo no podría beberme eso ni en un año! Viecherovsky casi no bebe, tampoco, y ella no puede soportar a Val Weingarten.
Kaliam se puso a maullar espantosamente. Intuyó que había algo en la caja.
EXTRACTO 2…un poco de salmón en su propio jugo, y un trozo de jamón con una costra de pan rancio. Luego encaró los platos sucios. Resultaba muy claro que una cocina sucia era particularmente ofensiva, con semejantes lujos en la refrigeradora. Durante ese tiempo, el teléfono sonó dos veces, pero Maliánov no hizo más que apretar la mandíbula con fuerza. No atenderé, y eso es todo. Al demonio con todos ellos, y sus Inturist y estaciones. También habrá que lavar la sartén, no es posible dejarla así. Hará falta para metas más altas que una porquería de omelet. Ahora, ¿cuál es el centro del asunto? Si la integral es realmente cero, entonces todo lo que queda en la parte derecha son la primera y segunda derivadas. No entiendo bien la física del asunto, pero no importa, por cierto que crea unas burbujas impresionantes. Sí, así las llamaré: burbujas. No, quizá «cavidades» esté mejor. Las cavidades Maliánov. «Cavidades-M». Hmmm.
Guardó los platos y miró en el cacharro de Kaliam. Todavía estaba muy caliente. Pobre Kaliam. Tendrá que esperar. El pobre y pequeño Kaliam deberá esperar y sufrir, hasta que se enfríe.
Se limpiaba la mano cuando se le ocurrió una idea, como ayer. Y como en la víspera, no la creyó.
— Un minuto, espera un minuto — murmuró, afiebrado, mientras las piernas lo llevaban por el corredor, con el linóleo fresco que se le pegaba en los talones, a través del denso calor amarillo, hasta su escritorio y la estilográfica. Cuernos, ¿dónde estaba? Sin tinta. Por aquí, en alguna parte, había un lápiz. Y entretanto la consideración secundaria, no, la primaria, la fundamental, era la función de Hartwig… y fue como si toda la parte derecha hubiese desaparecido. Las cavidades se volvieron axialmente simétricas… ¡y la vieja integral ya no era cero! Es decir, hasta tal punto no era cero, mi pequeña integral, que el valor era significativamente positivo. ¡Pero qué imagen presenta! ¿Por qué no me di cuenta hace tiempo? Está bien, Maliánov, tranquilízate, hermano, no eres el único. El viejo académico Cómo-se-llama tampoco lo vio. En el espacio amarillo, apenas curvado, las cavidades axialmente simétricas giraban con lentitud, como gigantescas burbujas. La materia fluía en torno de ellas, tratando de filtrarse a través, sin lograrlo. La materia se comprimía en los límites, a densidades tan increíbles, que las burbujas comenzaban a fulgurar. Dios sabe qué ocurrió después… pero ya lo veremos. Primero atacaremos la estructura de las fibras. Después, los arcos de Ragozin. Y después las nebulosas planetarias. ¿Y qué creían, amigos? ¿Qué éstas eran cáscaras en expansión, desprendidas? ¡Vaya cáscaras! ¡Todo lo contrario!
El maldito teléfono volvió a sonar. Maliánov lanzó un rugido de cólera, pero continuó escribiendo. Debería desconectarlo por completo. Había un interruptor para eso… Se echó en la otomana y tomó el receptor.
—¡Sí!
—¿Dmitri?
— Sí, ¿quién es?
—¿No me reconoces, perro? — Era Weingarten.
— Ah, eres tú, Val. ¿Qué quieres?
Weingarten vaciló.
—¿Por qué no atiendes tu teléfono?
— Estoy trabajando — respondió Maliánov, furioso. Se mostraba muy poco amistoso. Quería volver al escritorio y ver el resto de la imagen con las burbujas.
— Trabajando — dijo Weingarten—. Construyendo tu edificio inmortal, supongo.
—¿Por qué, querías pasar por aquí?
—¿Pasar? No, en verdad no.
Maliánov perdió los estribos del todo.
—¿Y qué quieres, entonces?
— Escucha, amigo… ¿En qué estás trabajando ahora?
— Estoy trabajando, ya te lo dije.
— No… quiero decir: ¿en qué estás trabajando?
Maliánov quedó atónito. Hacía veinticinco años que conocía a Weingarten, y éste jamás había manifestado una pizca de interés por la labor de Maliánov. A Weingarten nunca le interesó otra cosa que el propio Weingarten, aparte de dos objetos misteriosos: la de dos peniques, de 1934, y la de «medio rublo del cónsul», que no era medio rublo, sino cierto sello postal especial. El vagabundo no tiene nada que hacer, decidió Maliánov. Está tratando de matar el tiempo. ¿O tal vez necesita un techo sobre su cabeza, y quiere llegar de a poco a la pregunta?
—¿En qué estoy trabajando? — dijo con alborozada malicia. Te lo puedo decir con gran detalle, si quieres. Te fascinará, estoy seguro, ya que eres un biólogo, y todo eso. Ayer por la mañana pude encontrar algo, por fin. Resulta que en las suposiciones más generales respecto de las funciones potenciales, mis ecuaciones de movimiento tienen una integral más, aparte de la de energía y de la integral de momentos. Es una especie de generalización de un problema limitado de tres campos. Si la ecuación de movimiento se proyecta en forma de vector, y después se aplica la trasformación Hartwig, queda completa la integración para todo el volumen, y el problema entero se reduce a ecuaciones integral-diferenciales de tipo Kolmogórov-Feller.