—¿Qué pasa, Irina? ¿Por qué estás aquí? ¿Dónde está Bóbchik?
No creo que me escuchase. Me aferraba las manos, me miraba a la cara, afiebrada, con los ojos húmedos, y repetía:
— Estaba volviéndome loca… pensé que llegaría tarde… ¿Qué ocurre?
Tomados de la mano, nos escurrimos en la cocina, la senté en mi taburete y Viecherovski le sirvió té fuerte. Lo bebió con avidez, derramando la mitad sobre su abrigo. Tenía un aspecto horrible. Casi no la reconocí. Comencé a temblar, y me apoyé en el fregadero.
—¿Algo le sucedió a Bóbchik? — pregunté, y apenas conseguí hacer funcionar la lengua.
—¿Bóbchik? — repitió ella—. ¿Qué tiene que ver Bóbchik con esto? Casi me volví loca de preocupación por ti. ¿Qué ha sucedido aquí? ¿Estuviste enfermo? — Gritaba—. ¡Estás tan sano como un toro!
Sentí que se me caía la mandíbula. No entendía nada. Viecherovski preguntó con suma calma:
—¿Recibió malas noticias acerca de Dmitri?
Ella dejó de mirarme y se volvió hacia él. Luego se levantó de un salto, corrió al vestíbulo y regresó, revolviendo el bolso.
— Miren, miren lo que recibí. —Un peine, lápiz de labios, papeles y dinero cayeron al suelo—. Dios, ¿dónde está? ¡Aquí! —Arrojó el bolso sobre la mesa, hundió la temblorosa mano en el bolsillo ¡le erró en el primer intento! y sacó un telegrama arrugado—. Aquí.
Lo tomé. Lo leí. No entendí nada: A TIEMPO. SNEGOVOI. Volví a leerlo, y enseguida desesperado en voz alta:
"DMITRI MAL. APRESÚRESE PARA LLEGAR A TIEMPO. SNEGOVOI".
—¿Por qué Snegovoi? ¿Cómo puede ser Snegovoi?
Viecherovski me quitó el telegrama con movimientos cuidadosos.
— Enviado esta mañana — dijo.
—¿Cuándo? — pregunté en voz alta, como un sordo.
— Esta mañana. A las nueve y veintidós.
—¡Dios! ¿Por qué me hizo semejante jugarreta? Ella…
CAPÍTULO 10
EXTRACTO 18…y entonces yo. Ella no pudo conseguir pasaje en el aeropuerto. Irrumpió en la oficina del director, blandiendo el telegrama, y él le dio cierto papel, pero no resultó de mucha ayuda. No había aviones prontos a despegar, y los que llegaban iban a otra parte. Por último, en desesperación, tomó un avión a Jarkov. Y entonces todo volvió a empezar, pero por añadidura comenzaba a llover. Sólo hacia el anochecer consiguió llegar a Moscú en un avión de carga, que llevaba refrigeradoras y ataúdes. Del aeropuerto de Domodédovo corrió a Sheremétievo, y por último llegó a Leningrado viajando en la carlinga. No había probado un bocado desde que salió, y se pasó casi todo el tiempo llorando. Inclusive en el momento de caer dormida, amenazaba con ir a la oficina de correos a primera hora de la mañana, con la policía, para averiguar de quién era ese trabajo, que canallas eran los responsables. Por supuesto, coincidí con ella, le dije que, es claro, no lo dejaremos así. Por bromas como ésta, habría que sacar a la gente a puñetazos de su puesto; no, más aun, se la debía arrestar. Es claro que no le dije que hoy en día, gracias a Dios, la oficina de correos no aceptaría un telegrama como ese sin confirmación, que es imposible hacer bromas pesadas de ese tipo, y que lo más probable era que nadie hubiese enviado el telegrama, que la teletipo de Odesa lo hubiera impreso por sí misma.
No pude dormirme. De cualquier modo, ya era de mañana. Afuera había luz, y la habitación estaba iluminada a pesar de las persianas. Yo seguía en la cama, acariciando a Kaliam, tendido entre nosotros, y escuchaba la respiración pareja de Irina. Siempre dormía profundamente y con gran placer. En el mundo no existía nada tan terrible que pudiese darle insomnio. Por lo menos, no existió hasta entonces.
No me había abandonado el nauseoso sentimiento de catástrofe inminente, que se apoderó de mí cuando leí y finalmente entendí el telegrama. Tenía los músculos acalambrados, y adentro, en el pecho y el estómago, un enorme bulto, frío e informe.
Al principio, cuando Irina quedó dormida en mitad de una palabra y yo escuché durante un momento su respiración tranquila, me sentí mejor. No estaba solo. A mi lado se encontraba la persona más cercana y cara para mí. Pero el frío sapo de mi pecho se agitó, y me sentí horrorizado ante ese sentimiento de alivio. De modo que me he hundido en esto; me han reducido a esto: puedo sentirme feliz de que Irina esté aquí, de que Irina se encuentre en la misma trinchera que yo, bajo el fuego. Oh, no, lo primero que haremos mañana será comprarle un pasaje. De vuelta a Odesa. Apartaré a todos a un lado, me abriré paso a mordiscos, a través de la cola, hasta llegar a la ventanilla de expendio de billetes.
Mi pobre chiquita, cómo ha sufrido por culpa de esos canallas, por mí y la piojosa materia en difusión, todo lo cual no vale una sola arruga en el rostro de Irina. Y también a ella la habían atrapado. ¿Por qué? ¿La necesitaban para algo? Los canallas, los canallas ciegos. Golpeaban a cualquiera que se encontrase en el campo de fuego. No, nada le sucederá. La están usando para asustarme. Juegan con mis nervios, de una u otra manera.
De pronto me imaginé a Snegovoi… caminando por el bulevar Moscú con su pijama a rayas, pesado, frío, con un agujero de bala, cubierto de coágulos, en el grueso cráneo; llegaba al correo y se ubicaba en la cola, en la ventanilla de los telegramas; un revólver en la mano derecha, el telegrama en la izquierda; y nadie se da cuenta. La muchacha toma el telegrama de sus dedos muertos, redacta un recibo, olvida el dinero y grita: "El que sigue".
Sacudí la cabeza para disipar la visión, bajé en silencio de la cama y me dirigí a la cocina, descalzo y en ropa interior. Había sol allí, y los gorriones armaban un alboroto en el patio, y pude oír la escoba del portero. Tomé el bolso de Irina, saqué un atado arrugado, que contenía dos cigarrillos, me senté y encendí uno. Hacía tiempo que no fumaba. Dos, tal vez tres años. Demostración de mi fuerza de voluntad. Si, hermano Maliánov, ahora necesitarás tu fuerza de voluntad. Cuernos, soy un pésimo actor, y no sé mentir. Irina no debe saber nada. No tiene nada que ver con esto. Debo hacerlo todo solo. Nadie puede ayudarme, ni Irina, ni nadie.
Y de todos modos, ¿qué tiene que ver aquí la ayuda? pensé. ¿Quién habla de ayudar? No le cuento a Irina mis problemas, si puedo evitarlo. No me gusta entristecerla. Me encanta hacerla feliz, y me habría encantado hablarle de las cavidades M, lo habría entendido en el acto, aunque no es una teórica y siempre menosprecia sus capacidades. ¿Pero qué puedo decirle ahora?
Pero existen diferentes problemas, distintos niveles de problemas. Están los menores, acerca de los cuales no es pecado quejarse, y que hasta resulta agradable exponerlos. Irina diría: gran cosa, que tontería, y todo se pondría mejor. Si los problemas son mayores, es poco varonil hablar de ellos. Yo no se los cuento a mi madre ni a Irina. Y después vienen los problemas de tal magnitud, que resultan un poco borrosos. Antes que nada, lo quiera o no, Irina está en primera línea de fuego conmigo.
Aquí sucede algo muy injusto. Me están matando a golpes, pero al menos entiendo por que, puedo adivinar quién lo hace y sé que me golpean. No son bromas estúpidas, y no es el destino; me apuntan a mí. Creo que es mejor saber que le apuntan a uno. Es claro que todos somos distintos, y es probable que la mayoría de la gente prefiera no saberlo, pero mi Irina no es de esas. Es arrojada; la conozco. Cuando tiene miedo de algo, se precipita de cabeza en el seno mismo de su miedo. Sería deshonesto no decírselo. Y en general, debo adoptar una decisión. (Ni siquiera intenté pensar en eso todavía, y tendré que hacerlo. ¿O ya elegí? ¿Hice mi elección sin saberlo?) Y si debo elegir… bien, supongamos que, por sí misma, la elección corre por mi cuenta. Haremos lo que queramos. ¿Pero y las consecuencias? Una elección llevará a que ellos nos lancen bombas atómicas, en lugar de las comunes. Otra… Me pregunto, ¿Glújov le habría gustado a Irina? Quiero decir, es un hombre agradable, simpático, tranquilo, dócil. Podríamos conseguir un aparato de televisión, para perdurable alegría de Bóbchik; esquiaríamos todos los sábados, iríamos al cine. De una u otra manera, la decisión no me afectará solo a mí. Permanecer sentado bajo una lluvia de bombas es malo, pero descubrir, al cabo de diez años de matrimonio, que el marido es una medusa, tampoco resulta muy divertido. Pero quizás esté bien. ¿Cómo sé qué ve ella en mí? Así es, no lo sé. Y es posible que tampoco ella lo sepa.