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Sentí que si ella no existiera, habría sabido qué hacer, con exactitud. Pero existía. Y supe que se enorgullecía de mí, que siempre se había enorgullecido. Soy una persona más bien apagada, y no muy exitoso, pero hasta yo podía ser un objeto de orgullo. Era un buen atleta, siempre supe trabajar, tenía cerebro. Era bien visto en el observatorio, entre mis amigos. Sabía divertirme, mostrarme ingenioso, manejarme en las discusiones amistosas. Y ella se enorgullecía de todo eso. Tal vez un poco, pero aun así era orgullo. En ocasiones la veía mirarme. No sé cómo reaccionaría si me convertía en gelatina. Es probable que ni siquiera pudiese seguir amándola como se debía, que también fuese incapaz de eso.

Como si leyese mis pensamientos, dijo:

—¿Recuerdas cuan felices nos sentimos cuando nuestros exámenes quedaron atrás, y ya no tendríamos que aprobar ningún otro hasta el final de nuestros días? Parece que no han terminado. Parece que todavía queda uno.

— Si — dije, y pensé: pero esta es una prueba en que nadie sabe si una A o una D son mejores calificaciones. Y no hay manera de saber cómo se obtiene una A, y cómo una D.

— Dmitri — musitó ella, con el rostro junto al mío—. Debes de haber inventado algo realmente grande para que ellos te persigan. Tendrían que enorgullecerse, tú y los otros. ¡La propia madre natura los persigue!

— Hmmm — respondí, y pensé: Weingarten y Gúbar ya no tienen nada de qué enorgullecerse, y en cuanto a mí, todavía está por verse.

Y entonces, leyéndome otra vez los pensamientos, dijo:

— Y en realidad no tiene importancia qué decidas. Lo importante es que eres capaz de esos descubrimientos. ¿Me dirás por lo menos de qué se trata? ¿O también eso está prohibido?

— No sé —repuse, y pensé: ¿sólo quiere consolarme, o siente eso de veras? ¿Está tan aterrorizada que pretende convencerme de que capitule? ¿Quiere sólo endulzar la píldora que sabe que tendré que tragar? ¿O desea impulsarme a luchar, me está empujando?

— Los cerdos — dijo con suavidad—. Pero no nos quebrarán. ¿No es cierto? Nunca conseguirán eso. ¿No es cierto, Dmitri?

— Por supuesto — contesté, y pensé: ese es todo el problema, querida. De eso se trata.

La tormenta amainaba. La nube flotaba hacia el norte, y dejaba al descubierto un cielo gris, brumoso, del cual caía una blanda lluvia gris.

— Yo traje la lluvia — dijo Irina—. Y esperaba que el sábado pudiéramos ir a Solniéchnoie.

— Todavía falta para el sábado — repliqué—. Pero quizá debamos ir.

Ya se había dicho todo. Ahora debíamos hablar sobre Solniéchnoie, sobre anaqueles para Bóbchik, y acerca del lavarropas, que otra vez estaba descompuesto. Y hablamos de todo eso. Y hubo una ilusión de una velada normal, y para ampliar y fortalecer esa ilusión decidimos beber un poco de té. Abrimos un paquete nuevo de Ceilán, enjuagamos la tetera con agua caliente, en la forma más minuciosa y científica, depositamos triunfalmente la caja de Pique Dame sobre la mesa y vigilamos la marmita, esperando el momento del hervor. Hicimos las mismas bromas de siempre y preparamos la mesa, y yo tomé en silencio el formulario de la tienda de comestibles y la nota sobre Lídochka y el pasaporte de I. F. Serguéienko, los estrujé y los metí en el cesto de los papeles.

Y pasamos un momento maravilloso con el té —té de verdad, un elixir—, y hablamos de todo lo que existe bajo el sol, salvo de lo más importante. Me preguntaba qué pensaría Irina, porque parecía haber olvidado toda la pesadilla… me dijo todo lo que pensaba al respecto, y ahora lo había olvidado con alivio, y me dejaba solo, otra vez solo con mi decisión.

Después dijo que debía planchar, y que yo me sentara junto a ella y le contase algo gracioso. Comencé a levantar la mesa, y sonó el timbre de la puerta.

Me encaminé hacia el vestíbulo canturreando una cancioncilla, mientras dirigía una rápida mirada a Irina (serena, limpiaba las sillas con un trapo seco). Abrí la puerta, recordé mi martillo, pero me pareció melodramático ir a buscarlo, y terminé de abrir.

Un hombre alto, muy joven, de impermeable mojado y empapado, cabello rubio me entregó un telegrama, y me pidió que firmara. Tomé su cabo de lápiz, apoyé el recibo contra la pared, escribí la fecha y la hora, a instancias de él, firmé, devolví recibo y lápiz, le agradecí y cerré la puerta. Sabía que no era nada bueno. Allí mismo, en el vestíbulo, bajo la intensa lamparilla de 200 vatios, abrí el telegrama y lo leí.

Era de mi suegra. BÓBCHIK Y YO SALIMOS MAÑANA. VUELO 425. BÓBCHIK GUARDA SILENCIO. VIOLACIÓN UNIVERSO HOMEOSTATICO. CARIÑOS. MAMÁ. Y abajo había pegada una tira de papeclass="underline" UNIVERSO HOMEOPÁTICO. Leí y releí el telegrama, lo plegué en cuatro, apagué la luz y caminé por el pasillo. Irina me esperaba apoyada contra la puerta del cuarto de baño. Le entregué el telegrama, dije "Mamá y Bóbchik llegan mañana" y fui a mi escritorio. El corpiño de Lídochka cubría mis anotaciones. Lo deposité con cuidado en el alféizar, recogí mis notas, las ordené y las metí en el anotador. Luego tomé un sobre de papel manila nuevo, puse todo adentro, lo até, y todavía de pie escribí en éclass="underline" "D. Maliánov. Sobre la interacción de las estrellas y la materia en difusión en la galaxia". Lo releí, pensé un poco y taché el D. Maliánov. Luego me puse el sobre bajo el brazo y salí. Irina estaba todavía junto a la puerta del baño; tenía el telegrama apretado contra el pecho. Cuando pasé a su lado, hizo un débil ademán, ya sea para detenerme o para agradecerme. Sin mirarla, le dije:

— Voy a ver a Viecherovski. Volveré enseguida.

Subí las escaleras con lentitud, paso a paso, acomodando el sobre que a cada rato se me resbalaba. Quién sabe por qué, las luces estaban apagadas en las escaleras. Reinaba la oscuridad y el silencio, y oí el agua que chorreaba del techo, a través de las ventanas abiertas. En el rellano del sexto piso, junto al vertedero de basura, donde antes se besaban los amantes, me detuve y miré hacia el patio. Las hojas mojadas del gigantesco árbol relucían, negras, en la noche. El patio se hallaba desierto; los charcos brillaban, ondulados bajo la lluvia.

No encontré a nadie en las escaleras. Pero entre el séptimo y el octavo pisos un hombrecito se acurrucaba en los peldaños, y tenía a su lado un anticuado sombrero gris. Di la vuelta en torno de él, con cuidado, y seguí, y en ese momento habló:

— No subas, Dmitri.

Me detuve y lo miré. Era Glújov.

— No subas ahora — repitió—. ¡No lo hagas!

Se levantó, tomó el sombrero, se enderezó poco a poco, tomándose de la espalda, y vi que tenía el rostro manchado de algo negro… barro u hollín. Sus gafas estaban ladeadas y sus labios se retorcían de verdadero dolor. Se acomodó los anteojos y habló casi sin mover los labios:

— Otro sobre. Blanco. Otra bandera de rendición.

No dije nada. Se golpeó el sombrero contra la rodilla, sacudiendo el polvo, y luego trató de limpiarlo en la manga. Tampoco dijo nada, pero no se fue. Esperé a ver qué diría.

—¿Sabes? — dijo por último—, siempre es desagradable capitular. En el siglo pasado la gente se mataba antes que capitular. No porque tuviesen miedo de la tortura o de los campos de concentración, y no porque temieran derrumbarse bajo la tortura, sino porqué estaban avergonzados.

— Eso también ocurre en nuestro siglo — repuse—. Y no muy de vez en cuando.

— Sí, es claro — admitió—. Es claro. A uno le resulta muy desagradable darse cuenta de que no es todo lo que creía ser. Quiere seguir siendo lo que fue toda la vida, y eso es imposible si capitula. Por lo tanto debe… Pero hay una diferencia. En nuestro siglo la gente se mata porque se avergüenza ante los demás… la sociedad, los amigos… En el siglo pasado se mataban porque se avergonzaban ante sí mismos. Sabes, por alguna razón, en nuestro siglo todos creen que una persona siempre puede entenderse consigo misma. Quizá sea cierto. No sé por qué. No sé qué está ocurriendo aquí ¿Tal vez se trata de que el mundo se ha vuelto más complicado? ¿O de que existen tantos otros conceptos, aparte del orgullo y el honor, que pueden usarse para convencer a la gente?