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Me miró, expectante, y yo me encogí de hombros.

— No sé. Es posible.

— Yo tampoco lo sé. Cualquiera creería que soy un capitulador experimentado, lo vengo pensando desde hace tanto tiempo, no pienso en otra cosa, y se me han ocurrido tantos argumentos convincentes… Uno cree que ya ha llegado a un acuerdo con eso, se tranquiliza, y entonces todo empieza de nuevo. Es claro que existe una diferencia entre los siglos XIX y XX. Pero una herida es una herida. Se cura, desaparece, y uno se olvida de ella, y luego el tiempo cambia, y duele. Así fue siempre, en todos los siglos.

— Entiendo — contesté—. Lo entiendo todo. Pero una herida es una herida. Y en ocasiones la herida de otro es mucho más dolorosa.

—¡Dios mío! — susurró—. No trato de… Nunca me atrevería. Estoy hablando, nada más. Por favor, no creas que quiero convencerte, que te doy consejos. ¿Quién soy yo? ¿Sabes? no hago más que pensar: ¿qué somos? Quiero decir, la gente como nosotros. O bien hemos sido muy bien educados por nuestros tiempos y nuestro país, o somos remoras, trogloditas. ¿Por qué sufrimos tanto? No lo entiendo.

No dije nada. Se caló el cómico sombrero con un gesto débil, fláccido, y dijo:

— Bien, adiós, Dmitri. Creo que no volveremos a vernos, pero no importa, me alegro de haberte conocido. Y tu té es excelente.

Saludó con la cabeza y bajó.

— Podrías tomar el ascensor — dije a su espalda que se alejaba.

No se volvió, y no contestó. Escuché sus pisadas que bajaban cada vez más, escuché hasta oír el chirrido de la puerta, muy abajo. Luego se cerró de golpe, y todo volvió a quedar en silencio.

Reacomodé el sobre bajo el brazo, pasé el último rellano, y tomándome del pasamanos subí el último tramo. Escuché, ante la puerta de Viecherovski. había alguien adentro. Voces desconocidas. Tal vez pudiese regresar en otro momento, pero no tuve fuerzas. Tenía que terminar. Y terminar pronto.

Toqué el timbre. Las voces continuaron. Esperé y llamé otra vez, y no solté el botón hasta que oí pasos, y a Viecherovski que preguntaba:

—¿Quién es?

No sé por qué, no me sorprendí, aunque Viecherovski siempre abría la puerta a todos, sin preguntar nada. Como yo. Como todos mis amigos.

— Soy yo. Abre.

— Espera. — Hubo un silencio.

Ya no se escucharon más voces, sólo el ruido que hacía alguien, muchos pisos más abajo, que abría el incinerador de desperdicios. Recordé la advertencia de Glújov, de no venir. "No vayas allá, Warmold. Quieren envenenarte." ¿De dónde era eso? Algo muy familiar. Al diablo. No tenía adonde ir. Ni tiempo. Otra vez escuché pisadas detrás de la puerta, y la llave que giraba. La puerta se abrió.

Retrocedí involuntariamente. Nunca había visto así a Viecherovski.

— Entra — dijo con voz ronca, y se apartó para dejarme paso.

CAPÍTULO 12

EXTRACTO 21…—Así que de todos modos lo trajiste — dijo Viecherovski.

— Bóbchik — respondí, y dejé mi sobre en la mesa.

Asintió y se untó el hollín en la cara con la mano sucia.

— Te esperaba — declaró—. Pero no tan pronto.

—¿Quién está aquí?

— Nadie — contestó—. Sólo nosotros dos. Nosotros y el Universo. — Se miró las manos sucias, e hizo una mueca—. Perdóname, primero me lavaré.

Salió, y yo me senté en el brazo del sillón y miré en torno. Parecía como si un cartucho de pólvora negra hubiese estallado en la habitación. Manchas de hollín, negras, en las paredes. Delgados hilos de hollín flotando en el aire. Un desagradable tinte amarillento en el cielo raso. Y un desagradable olor químico… ácido y acre. El piso de parquet estaba arruinado por una depresión redonda, sucia de carbón. Y había otra en la ventana, como si hubiesen encendido una hoguera en ella. Sí, por cierto que se la habían dado a Viecherovski.

Miré el escritorio. Estaba repleto de papeles. Una de las carpetas de Weingarten se encontraba abierta en el centro, y otra, todavía atada, junto a ella. Y había otra, anticuada, de cubierta marmolada y un rótulo en el cual se leía: "EE.UU.-Japón. Relaciones interculturales. Materiales". Y había páginas cubiertas con lo que juzgué que eran dibujos de esquemas electrónicos, y uno estaba firmado con letra rasgada, cuidadosa: "Gúbar, Z. Z.", y abajo, en letras mayúsculas: "Desvanecimiento". Mi sobre blanco, nuevo, se hallaba en el borde del escritorio. Lo tomé y lo deposité en mi regazo.

El agua del baño dejó de correr, y poco después Viecherovski me llamó.

— Dmitri, ven aquí. Beberemos un poco de café.

Pero cuando entré en la cocina no había café, sino una botella de coñac y dos exquisitas copas de cristal. Viecherovski no sólo se había lavado, sino, además, cambiado de ropa. Había reemplazado su elegante chaqueta, con el enorme agujero bajo el bolsillo del pecho, y los pantalones color crema, por un liviano conjunto de entrecasa. Y no llevaba corbata. Su cara lavada estaba muy pálida, lo que hacía que sus pecas se destacaran aún más, y un mechón de cabellos rojos mojados le caía sobre la abultada frente. En su semblante había algo más, aparte de la palidez, que resultaba fuera de lo común. Y entonces me di cuenta de que tenía las cejas y pestañas chamuscadas. Sí, se la habían dado a Viecherovski, de veras.

— Un tranquilizante — dijo, mientras servía el coñac—. ¡Probst!

Era Ajtamar, un raro y legendario coñac armenio. Bebí un sorbo y lo saboreé. Maravilloso coñac. Bebí otro sorbo.

— No me haces preguntas — dijo Viecherovski mirándome a través de la copa—. Tiene que resultarte difícil. ¿O no?

— No, no tengo preguntas. Para nadie. — Apoyé un codo en mi sobre blanco—. Tengo una respuesta. Y es la única. Escucha, te van a matar.

Por costumbre, enarcó las cejas chamuscadas y bebió un sorbo de su copa.

— No lo creo. No me acertarán.

— Tarde o temprano te acertarán.

— A la guerre comme a la guerre — replicó, y se irguió—. Muy bien, ahora que mis nervios están tranquilizados, podemos beber un poco de café y discutir todo el asunto.

Miré su espalda redonda y sus móviles hombros mientras manipulaba su cafetera.

— No tengo nada que discutir. Tengo a Bóbchik.

Y mis propias palabras hicieron que algo chasqueara en mí. Desde el momento en que leí el telegrama, todos mis pensamientos y sentimientos habían quedado anestesiados; de pronto, ahora se descongelaban y trabajaban a todo vapor. Volvieron a mí el miedo; la repugnancia, la desesperación y el sentimiento de impotencia, y me di cuenta, con insoportable claridad, que a partir de ese momento quedaba trazada, entre Viecherovski y yo, una línea de fuego y azufre que jamás se podría franquear. Debería detenerme detrás de ella por el resto de mi vida, mientras él seguía caminando por entre las minas de tierra, el polvo y el fango de las batallas que yo nunca conocería y desaparecía en el horizonte llameante. Nos saludaríamos con la cabeza cuando nos cruzáramos en la escalera, pero yo permanecería de este lado de la escalera, con Weingarten, Zájar y Glújov… bebiendo té o cerveza, o cerveza para bajar la vodka, y parloteando sobre intrigas y ascensos, ahorrando para un coche y subsistiendo en algún aburrido proyecto oficial. Y tampoco vería a Weingarten y Zájar. No tendríamos nada que decirnos; nos sentiríamos demasiado avergonzados para encontrarnos, nos daría repugnancia mirarnos, y tendríamos que comprar vodka u oporto para olvidar la turbación o la náusea. Es claro que aún me quedaría Irina, y Bóbchik estaría vivo y bien, pero nunca llegaría a ser el hombre que yo quería que fuese. Porque ya no tendría derecho a desear que fuera así. Porque él jamás podría enorgullecerse de mí. Porque yo sería ese papá "que pudo haber hecho un gran descubrimiento, también, pero que por ti…" ¡Maldito el momento en que las estúpidas cavidades M pasaron flotando por mi cerebro!