Viecherovski puso la taza de café ante mí, se sentó enfrente, y con un movimiento elegante y preciso echó el resto del coñac en su café.
— Pienso irme de aquí —dijo—. Es probable que también me vaya del instituto. Me hundiré en algún lugar, lejos. En Pamir, tal vez. Sé que necesitan meteorólogos para el período otoño-invierno.
—¿Qué sabes de meteorología? — pregunté con tono apagado, mientras pensaba: No te alejarás de eso en Pamir, también en Pamir te encontrarán.
— No es una profesión difícil — replicó Viecherovski—. No se necesitan conocimientos especiales.
— Es estúpido — afirmé.
—¿Qué, con exactitud?
— Es una idea estúpida — dije. No lo miré—. ¿De qué servirá que te conviertas en un técnico rutinario, en lugar de seguir siendo un matemático? ¿Crees que ellos no te encontrarán? ¡te encontrarán, y cómo!
—¿Y qué sugieres?
— Arrójalo todo al incinerador — dije, casi sin poder hablar—. La revertasa de Weingarten, y el Intercambio Cultural, y esto. — Empujé el sobre hacia él, a través de la lisa superficie de la mesa—. Arrójalo todo y concéntrate en tu propia obra.
Viecherovski me miró en silencio a través de sus poderosas lentes, parpadeó con las pestañas chamuscadas, unió los restos de sus cejas y miró la taza.
— Eres un especialista de primera — dije—. ¡El mejor de Europa!
Viecherovski continuó silencioso.
—¡Tienes tu trabajo! — grité, sintiendo que la garganta se me agarrotaba—. ¡Trabaja! ¡Trabaja, maldito seas! ¿Por qué tuviste que mezclarte con nosotros?
Viecherovski lanzó un largo y profundo suspiro, se volvió de costado y apoyó la cabeza y la espalda en la pared.
— De manera que no entendiste — dijo con lentitud, y en su voz hubo una satisfacción y regocijo poco comunes, y totalmente fuera de lugar—. Mi trabajo… — Sin moverse, me miró de soslayo—. Hace dos semanas que me persiguen a causa de mi trabajo. Ustedes no tienen nada que ver con eso, mis corderitos. Debes admitir que poseo un notable dominio de mí mismo.
— Muérete — dije, y me puse de pie, para marcharme.
—¡Siéntate! — Me senté—. ¡Pon coñac en el café! —Puse—. ¡Bebe! — Vacié la taza, sin percibir sabor alguno.
— Pedazo de actor — dije—. A veces hay en ti mucho de Weingarten.
— Sí, hay. Y de ti, y de Zájar y de Glújov. En mí hay más de Glújov que de ningún otro. — Sirvió más café, con movimientos cuidadosos—. Glújov. El deseo de una vida tranquila, de irresponsabilidad. Convirtámonos en la hierba y los arbustos. Convirtámonos en el agua y las flores. ¿Quizá te irrito?
— Sí.
Asintió.
— Es natural. Pero no puedes hacer nada. Quiero explicarte lo que sucede. Pareces creer que me enfrentaré a un tanque con las manos vacías. Nada de eso. Estamos frente a las leyes de la naturaleza. Es estúpido luchar contra las leyes de la naturaleza. Es vergonzoso capitular ante ellas, y a la larga, también estúpido. Las leyes de la naturaleza deben ser estudiadas, y después utilizadas. Ese es el único enfoque posible. Y eso es lo que pienso hacer.
— No entiendo.
— En un minuto lo entenderás. Esa ley no se manifestó antes de nuestra época. Para decirlo con más exactitud, jamás la conocimos. Aunque tal vez no sea un accidente que Newton se enredara en la interpretación del Apocalipsis y Arquímedes fuese muerto por un soldado borracho. Él problema es que la ley se manifiesta de una sola manera: por medio de una presión insoportable. Una presión que pone en peligro la salud mental, y aun la vida. Pero aquí no es posible hacer nada. En fin de cuentas, eso no es singular en la historia de la ciencia. Hubo algún peligro en el estudio de la radioactividad, en la detención de las tormentas, en la teoría de que existen muchos mundos habitados. Es posible que con el tiempo aprendamos a canalizar esa presión hacia zonas inofensivas, y hasta llegar a dominarla para nuestros propios objetivos. Pero ahora no se puede hacer nada, es necesario correr el riesgo… y repito, no por primera y no por última vez en la historia de la ciencia. Quiero que entiendas que, en lo fundamental, no existe nada nuevo ni extraordinario en esta situación.
—¿Por qué debo entender todo eso? — pregunté, lúgubre.
— No sé. Quizá te facilite más las cosas. Y además me gustaría que supieses que esto no es para un día ni para un año. Creo que podría ser para más de un siglo. No hay prisa — bufó—. Todavía quedan mil millones de años por delante. Pero podemos y debemos empezar ahora. Y tú… bueno, tú tendrás que esperar. Hasta que Bóbchik crezca. Hasta que se acostumbre a la idea. Diez años, veinte… no tiene importancia.
—¡Y cómo! — repliqué, sintiendo en el rostro una desagradable sonrisa torcida—. Dentro de diez años no serviré para nada. Y dentro de veinte, me importará un comino de todo.
No dijo nada; se encogió de hombros y llenó la pipa. Callamos. El trataba de ayudarme. Me pintaba algunas perspectivas, me demostraba que yo no era tan cobarde, ni él tan heroico. Que sólo éramos dos hombres de ciencia; se nos ofrecía un proyecto, y dadas las circunstancias él podía trabajar en eso ahora, y yo no. Pero no me resultó más fácil por eso. Porque él iría a Pamir, a luchar con la revertasa de Weingarten, con los desvanecimientos de Zájar, con sus propias matemáticas brillantes y todo lo demás. Le lanzarían bolas de fuego, le enviarían fantasmas, congelados escaladores de montañas, en especial mujeres, dejarían caer aludes sobre él, lo arrojarían al espacio y el tiempo, y por último llegarían hasta él, allí. O quizá no. Tal vez él determinaría las leyes de las manifestaciones del fuego y de las invasiones de congelados trepadores de montañas. Y era posible que no ocurriese nada de eso. Quizá se sentaría a analizar sus trabajos, y trataría de descubrir el punto de intersección de la teoría de las cavidades M y el análisis cualitativo de la influencia cultural norteamericana sobre Japón, y era probable que fuese un muy extraño punto de intersección, y también era probable que en ese punto hallase la clave de todo el malévolo mecanismo, y hasta la clave para dominarlo. Y yo me quedaré en casa, recibiré a mi suegra y a Bóbchik, cuando bajen del avión, mañana, e iremos todos juntos a comprar los anaqueles.
— Te matarán allí —dije, desesperado.
— No es obligatorio — repuso—. Y en fin de cuentas, allí no estaré solo… y no sólo allí… y no sólo yo.
Nos miramos a los ojos. Detrás de las gruesas lentes no había tensión, ni falsa impavidez, ni llameante martirio… sólo la rojiza calma y la rojiza confianza de que todo sería como era, y de ninguna otra manera.
Y no dijo nada más, pero sentí que continuaba hablando. No había prisa, decía. Aún quedan mil millones de años hasta el fin del mundo, decía. En mil millones de años se puede hacer mucho, muchísimo, si no nos rendimos y entendemos, si entendemos y no nos rendimos. Y también pensé que decía: "¡El sabía cómo garabatear en el papel bajo el chisporroteo de la vela! Tenía algo por lo cual morir junto al río Negro". Y sus satisfechas risotadas, como las risas marcianas de Wells, resonaron en mis oídos.
Bajé la vista. Sentado, encorvado, apreté con ambas manos, contra el vientre, el sobre blanco, y repetí por décima, por vigésima vez: "Y desde entonces se abren ante mí senderos tortuosos, desviados, abandonados…"
Final del manuscrito
Julio-diciembre de 1974
FIN