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—¿Y lo hizo?

— No. Quiero decir, puede haber tocado el timbre y yo no lo oí. Estaba durmiendo.

Zíkov escribió con rapidez, apoyando el anotador en la carpeta que tenía sobre la rodilla. No miró para nada a Maliánov, ni siquiera cuando le formulaba preguntas. ¿Tal vez tenía prisa?

—¿Mencionó Snegovoi adonde iba?

— No, no me dijo adonde viajaba.

—¿Pero usted lo supuso?

— Bien, creo que tenía una idea. A un campo de pruebas, o algo por el estilo.

—¿El le dijo algo de eso?

— No, es claro que no. Nunca hablábamos de su trabajo.

— Y entonces, ¿en qué basó sus suposiciones?

Maliánov se encogió de hombros. ¿En qué las basaba? Es imposible explicar cosas como esa. Resultaba claro que el hombre trabajaba en un refugio subterráneo profundo, tenía las manos y la cara quemadas, y los modales correspondientes a esa clase de trabajo… y en rigor se había negado a hablar de sus ocupaciones.

— No sé. Siempre pensé eso. No sé.

—¿Le presentó a alguno de sus amigos?

— No, nunca.

—¿A su esposa?

—¿Está casado? Siempre creí que era soltero o viudo.

—¿Por qué creyó eso?

— No sé —contestó Maliánov, furioso—. Intuición.

—¿Quizá se lo dijo su esposa?

—¿Irina? ¿Cómo podría saberlo ella?

— Eso es lo que me gustaría aclarar.

Se miraron en silencio.

— No entiendo — dijo Maliánov—. ¿Qué quiere aclarar?

— Cómo supo su esposa que Snegovoi no estaba casado.

— Ah… ¿Sabía eso?

Zíkov no respondió. Miraba con atención a Maliánov, y sus pupilas se dilataban y contraían en forma ominosa. Maliánov tenía los nervios erizados. Sintió que comenzaría a golpear con el puño en la pared, a babear y a perder la dignidad si eso duraba un segundo más. Ya no lo soportaba. Toda la conversación tenía un subtexto maligno, era como una red pegajosa, y se metía a Irina en eso, quién sabe por qué.

— Bueno, está bien — dijo Zíkov, de pronto, cerrando el anotador con un golpe—. De manera que el coñac está aquí —señaló el bar—, y la vodka en la refrigeradora. ¿Qué prefiere usted? ¿Personalmente?

—¿Yo?

— Sí. Usted. ¿Personalmente?

— Coñac — dijo Maliánov con voz ronca, y tragó saliva. Tenía la garganta seca.

—¡Magnífico! — exclamó Zíkov con alegría. Se puso de pie y se acercó al bar con pasitos menudos—. ¡No tendremos que ir muy lejos! Ahí vamos — dijo, registrando el bar—. Inclusive tiene limón… un poco seco, pero está bien. ¿Qué copas? Usemos estas azules.

Maliánov miró con indiferencia, mientras Zíkov colocaba las copas en la mesa con destreza, cortaba delgadas tajadas de limón y descorchaba la botella.

—¿Sabe? hablando con franqueza, está en una mala situación. Por supuesto, la última palabra la dirán los tribunales, pero hace diez años que estoy en esto, y tengo alguna experiencia en estos asuntos. Y siempre se puede adivinar qué sentencia se dictará en cada caso. No le darán el máximo, por supuesto, pero le garantizo quince, por lo menos. — Sirvió el coñac con cuidado, sin derramar una gota, en las copas—. Es claro que siempre puede haber circunstancias atenuantes, pero por ahora, con franqueza, no veo ninguna… ¡No veo ninguna, Dmitri! ¡Bien! — Levantó la copa e hizo un movimiento de cabeza, de invitación.

Maliánov tomó su copa con dedos entumecidos.

— Muy bien — dijo con voz que no era la suya—. ¿Pero por lo menos puedo saber qué sucede?

—¡Es claro! — chilló Zíkov. Bebió, se echó un trozo de limón en la boca y asintió con energía—. ¡Es claro que puede! Se lo diré todo. Tiene derecho a saberlo.

Y se lo dijo.

A las ocho de la mañana llegó un coche para recoger a Snegovoi y llevarlo al aeropuerto. Para sorpresa del conductor, Snegovoi no esperaba abajo, como de costumbre. Esperó cinco minutos, y luego subió al departamento. Nadie contestó, aunque el timbre funcionaba, el conductor lo oía. Entonces bajó y llamó a la oficina desde la esquina. La compañía empezó a llamar a Snegovoi por teléfono. El aparato de éste estaba constantemente ocupado. Entretanto, el conductor dio la vuelta a la casa y descubrió que las tres ventanas del departamento de Snegovoi se hallaban abiertas de par en par, y que a pesar de la luz del día, todas las luces eléctricas se hallaban encendidas. El conductor telefoneó la información. Se llamó a la gente correspondiente, y violaron la puerta y examinaron el departamento de Snegovoi. Su investigación reveló que todas las lámparas se encontraban encendidas, que en la cama había una maleta abierta, llena de ropa, y que Snegovoi estaba en su estudio, sentado ante el escritorio, sosteniendo el teléfono en una mano y una pistola Makárov en la otra. Se determinó que había muerto de una herida de bala en la sien derecha, disparada con esa arma a boca de jarro. La muerte fue instantánea, y se produjo entre las tres y las cuatro de la mañana.

—¿Qué tiene que ver eso conmigo? — susurró Maliánov.

En respuesta, Zíkov le contó en detalle que balística había seguido la trayectoria de la bala, que encontró alojada en la pared.

—¿Pero qué tiene que ver eso conmigo? — insistió Maliánov, golpeándose el pecho. Ya habían bebido tres copas cada uno.

—¿No siente pena por él? — inquirió Zíkov—. ¿No le apena?

— Por supuesto. Era un hombre excelente. ¿Pero qué tengo que ver yo con todo esto? Nunca tuve un arma en mi mano en toda la vida. Mi clasificación era Cuatro-F. Mi visión…

Zíkov no lo escuchaba. Siguió explicando en detalle que el extinto era zurdo, y que resultaba muy extraño que se matara con la pistola en la mano derecha.

— Sí, sí, Arnóld era zurdo, eso puedo corroborarlo.. ¡Pero en cuanto a mí! ¡Dormí toda la noche! Y de cualquier modo ¿por qué habría de matarlo? ¡Juzgue usted mismo!

—¿Y quién lo hizo, entonces? ¿Quién? — preguntó Zíkov con suavidad.

—¿Cómo podría saberlo? ¡Usted debería saber quién fue!

—¡Usted! — exclamó Zíkov con tono amable, reminiscente al de Porfiri en Crimen y castigo, mirando a Maliánov con un ojo, por encima de su copa de vodka—. ¡Usted lo mató, Dmitri!

— Esto es una pesadilla — susurró Maliánov, impotente. Quiso llorar.

Una leve brisa cruzó la habitación, movió la cortina, y el estridente sol del mediodía se precipitó en el cuarto y dio de lleno en el rostro de Zíkov. Algo le sucedió. Parpadeó con rapidez, el rubor le acudió a las mejillas y le tembló la barbilla.

— Perdóneme — dijo con voz totalmente humana—. Perdóneme, Dmitri. Tal vez usted pueda… hace mucho… aquí.

Se interrumpió porque algo cayó en el cuarto de Bóbchik y se quebró con un ruido resonante.

—¿Qué fue eso? — preguntó Zíkov, tenso. Ya no había en su voz ni rastros de calidad humana.

— Hay alguien ahí —contestó Maliánov, todavía sin entender qué había sucedido con Zíkov. Se le ocurrió un nuevo pensamiento—. ¡Escuche! — gritó, levantándose de un salto—. ¡Venga conmigo! ¡La amiga de mi esposa está allí! Ella puede jurar que yo dormí toda la noche, y que no fui a ninguna parte.

Chocando hombro con hombro, se abrieron paso hacia el vestíbulo.

— Interesante, muy interesante — decía Zíkov—. La amiga de su esposa. Ya veremos.

— Ella me respaldará. Ya verá. Es una testigo.

Se precipitaron en la habitación de Bóbchik sin golpear, y se detuvieron. La habitación estaba limpia y desocupada. No había allí ninguna Lídochka, ni sábanas en la cama, ni maletas. Y en el suelo, al lado de los trozos del cántaro de barro (Jorezm, siglo XI) se encontraba sentado Kaliam, con expresión increíblemente inocente.

—¿Este? — preguntó Zíkov, señalando a Kaliam.

— No — respondió Maliánov estúpidamente—. Este es nuestro gato, hace mucho que lo tenemos. Pero espere, ¿dónde está Lídochka? — Miró en el armario. Su chaqueta blanca ya no estaba—. ¿Se habrá ido?