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Gracias a Dios, Fil estaba en casa. Como de costumbre se encontraba vestido como a punto de salir para una recepción a Su Alteza Real en la embajada de Holanda, su coche lo recogería dentro de cinco minutos. Llevaba puesto un traje color crema fantásticamente espléndido, zapatos livianos que superaban los sueños de cualquier mortal, y corbata. La corbata siempre deprimía a Maliánov. No podía entender cómo nadie fuese capaz de trabajar en su casa de corbata.

—¿Estás trabajando? — preguntó Maliánov.

— Como de costumbre.

— No me quedaré mucho tiempo.

— Es claro. ¿Un poco de café?

— Espera. No, ¿por qué no? Por favor.

Fueron a la cocina. Maliánov ocupó una silla, y Viecherovski inició el ritual con el equipo para preparar café.

— Haré café vienés — dijo sin volverse.

— Magnífico — dijo Maliánov—. ¿Tienes crema batida?

Viecherovski no respondió. Maliánov miró sus salientes omóplatos por debajo de la tela color crema.

—¿El investigador en lo criminal vino a verte? — inquirió.

Los omóplatos se detuvieron un segundo, y luego el largo rostro pecoso, con la nariz caída y las cejas rojizas, enarcadas sobre los anteojos con armazón de carey, apareció lentamente por encima de su hombro redondo, caído.

— Perdón. ¿Qué dijiste?

— Dije: ¿el investigador en lo criminal vino a verte hoy?

—¿Por qué un investigador en lo criminal?

— Porque Snegovoi se mató. Ya hablaron conmigo.

—¿Quién es Snegovoi?

— Tú Sabes, el tipo que vive enfrente de mi departamento. El de la cohetería.

— Oh.

Viecherovski se volvió y sus omóplatos subieron de nuevo.

—¿No lo conocías? Pensé que te había presentado.

— No — repuso Viecherovski—. Por lo que recuerdo, no.

Un maravilloso aroma de café llenó la cocina. Maliánov se acomodó en la silla. ¿Debía decírselo o no? En esa aromática cocina, fresca a despecho del sol enceguecedor, donde todo estaba en su lugar y todo era de la mejor calidad — lo mejor del mundo, o más aún—, los sucesos de la víspera parecían especialmente locos e improbables, y en cierto modo, inclusive malsanos.

—¿Conoces el chiste de los dos gallos? — preguntó Maliánov.

—¿Dos gallos? Conozco uno sobre tres gallos. Un chiste tremendo.

— No, no. Es sobre dos gallos — dijo Maliánov—. ¿No lo conoces?

Y contó el chiste de los dos gallos. Viecherovski no reaccionó. Cualquiera habría creído que se veía ante un terrible problema, no ante un chiste… tan serio y pensativo estaba cuando dejó la taza de café y la cremera delante de Maliánov. Luego se sirvió una taza a su vez y se sentó enfrente, sosteniendo la taza en el aire, bebiendo un sorbo y pronunciando por último:

— Excelente. No tu chiste. Me refiero al café.

— Ya me había dado cuenta — dijo Maliánov, torvo.

Gozaron en silencio del café vienes. Luego Viecherovski quebró el silencio.

— Ayer pensé un poco en tu problema. ¿Probaste con las funciones de Hartwig?

— Lo sé, lo sé. También yo lo pensé.

Maliánov apartó la taza vacía.

— Escucha, Fil. ¡No puedo pensar en esa maldita función! Mi cerebro está hecho un embrollo, y tu…

EXTRACTO 9…nada, durante un minuto se frotó con los dedos la mejilla afeitada, y después declamó:

— No podíamos mirar la muerte a la cara, nos vendaron los ojos y nos llevaron a ella. — Y agregó—: Pobre tipo.

No resultó claro a quién se refería.

— Quiero decir que puedo entenderlo todo — dijo Maliánov—. Pero ese investigador…

—¿Quieres más café? —interrumpió Viecherovski.

Maliánov negó con la cabeza, y Viecherovski se puso de pie.

— Vamos a mi habitación — dijo.

Pasaron al estudio. Viecherovski se sentó a su escritorio, desnudo aparte de un papel que había en el medio, tomó de un cajón una guía telefónica, oprimió un botón, leyó la página y disco el número.

— El Investigador Superior Zíkin, por favor — dijo con tono seco, brusco—. Quiero decir Zíkov, Igor Petróvich. ¿Está en una misión? Gracias. — Colgó—. El investigador superior Zíkov está en misión — dijo a Maliánov.

— Está bebiendo mi coñac con algunas chicas, eso es lo que está haciendo — gruño Maliánov.

Viecherovski se mordió el labio.

— Eso no interesa. ¡Lo que importa es que existe!

—¡Es claro que existe! Me mostró sus documentos. ¿Por qué, creías que eran malhechores?

— Lo dudo.

— Eso es lo que pensé yo también. Armar toda esa historia nada más que por una botella de coñac, y al lado mismo de un departamento sellado…

Viecherovski asintió.

— Y tú dices… ¡la función de Hartwig! ¿Cómo puedo trabajar en un momento así? Están pasando demasiadas cosas.

Viecherovski lo miró con atención.

— Dmitri — dijo—. ¿No te sorprendió que Snegovoi se interesara por tu trabajo?

—¡Y cómo! Antes, nunca habíamos hablado de eso.

—¿Y qué le dijiste?

— Bien, en términos muy generales… en rigor, no pidió detalles.

—¿Y que dijo?

— Nada. Creo que se desilusionó. Dijo: «Donde está la hacienda y donde está el agua».

—¿Qué?

— «Donde está la hacienda y dónde está el agua.»

—¿Y qué se supone que significa eso?

— Es una referencia literaria… ¿Sabes? como decir que es algo traído de los cabellos.

— Ahá. —Viecherovski parpadeó con sus pestañas bovinas, y luego tomó de un alféizar un cenicero prístino, chispeante, y una pipa y tabaquera, y comenzó a llenar la pipa—. Ahá… «Donde está la hacienda y dónde está el agua»… Eso me gusta. Tendré que recordarlo.

Maliánov esperó con impaciencia. Tenía una gran confianza en él. Viecherovski era dueño de un cerebro totalmente inhumano. Maliánov no conocía a ningún otro que pudiera presentar conclusiones tan inesperadas.

—¿Bien? — preguntó al cabo.

Viecherovski había llenado su pipa y ahora la fumaba con lentitud, y la saboreaba. La pipa hacía ruiditos gorgoteantes. Mientras inhalaba, Viecherovski dijo:

— Dmitri… pf-pf-pf… ¿cuánto avanzaste desde el jueves? Creo que el jueves… pf-pf-pf… fue la última vez que hablamos.

—¿Qué importancia tiene? — inquirió Maliánov, disgustado—. Ahora no tengo tiempo para eso.

Viecherovski dejó que las palabras pasaran de largo. Siguió mirando a Maliánov con sus ojos rojizos, y chupando la pipa. Así era Viecherovski. Hizo una pregunta, y ahora esperaba la respuesta. Maliánov cedió. Creía que Viecherovski sabía mejor que él qué era importante y qué no lo era.

— Avancé muchísimo — dijo, y describió cómo había reformulado el problema, para reducirlo a una ecuación en forma de un vector, y luego a una integral-diferencial; cómo empezó a tener una imagen física; cómo imaginó las cavidades M, y cómo, por fin, la noche anterior, entendió que debía usar las transformaciones de Hartwig.

Viecherovski escuchó con atención, sin interrumpir ni hacer preguntas, y una sola vez, cuando Maliánov se arrebató, y tomó el papel y trató de escribir en él, lo detuvo y le dijo:

— Con palabras, con palabras.

— Pero no tuve tiempo para hacer nada al respecto — terminó Maliánov, triste—. Porque primero empezaron los estúpidos llamados telefónicos, y después vino el tipo de la tienda. — Pero no tuvo tiempo para hablar a Viecherovski de eso, porque recordó algo más.

— Escucha — dijo, excitándose—, me había olvidado por completo. Weingarten, cuando llamó ayer, quiso saber si conocía a Snegovoi.

—¿Sí?