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—¿En qué estoy trabajando? — dijo con alborozada malicia. Te lo puedo decir con gran detalle, si quieres. Te fascinará, estoy seguro, ya que eres un biólogo, y todo eso. Ayer por la mañana pude encontrar algo, por fin. Resulta que en las suposiciones más generales respecto de las funciones potenciales, mis ecuaciones de movimiento tienen una integral más, aparte de la de energía y de la integral de momentos. Es una especie de generalización de un problema limitado de tres campos. Si la ecuación de movimiento se proyecta en forma de vector, y después se aplica la trasformación Hartwig, queda completa la integración para todo el volumen, y el problema entero se reduce a ecuaciones integral-diferenciales de tipo Kolmogórov-Feller.

Para su enorme sorpresa, Weingarten no lo interrumpió. Durante un segundo, Maliánov creyó que los habían desconectado.

—¿Me escuchas?

— Sí, con gran atención.

—¿Tal vez entiendes inclusive lo que te digo?

— Pesco una parte de eso — respondió Weingarten con animación. Maliánov se dio cuenta de pronto de lo extraña que sonaba su voz. Le asustó.

— Val, ¿pasa algo malo?

—¿Qué quieres decir? — preguntó Weingarten, ganando tiempo.

—¿Qué quiero decir? ¡Si te pasa algo a ti, por supuesto! Tienes una voz un poco rara. ¿No puedes hablar ahora?

— No, no, amigo. Eso es una tontería. Estoy bien. Es el calor, nada más. ¿Conoces el de los dos gallos?

— No. ¿Y?

Weingarten le contó el chiste de los dos gallos… era muy tonto, pero gracioso. Pero no se trataba de un chiste de los de Weingarten, para nada. Maliánov, por supuesto, lo escuchó, y rió en el momento oportuno, pero el chiste sólo consiguió intensificar el sentimiento de que algo le ocurría a Weingarten. Tal vez tuvo otro choque con Sveta, pensó con incertidumbre. Quizá volvieron a arruinarle el epitelio, entonces Weingarten preguntó:

— Escucha, Dmitri. ¿El nombre Snegovoi significa algo para tí?

—¿Snegovoi? ¿Arnóld Pávlovich Snegovoi? Tengo un vecino de ese nombre, vive al otro lado del corredor. ¿Por qué?

Weingarten no respondió. Inclusive había dejado de respirar por la boca. Sólo se escuchaba un tintineo… debía de estar jugando con sus monedas.

—¿Y qué hace, tu Snegovoi?

— Creo que es físico. Trabaja en no sé qué refugio subterráneo. Ultrasecreto. ¿De dónde lo conoces?

— No lo conozco — replicó Weingarten con inexplicable tristeza. Sonó el timbre de la puerta.

—¡Están todos enloquecidos! — dijo Maliánov—. Espera, Val. Alguien está tirando mi puerta abajo.

Weingarten dijo algo, o inclusive gritó, pero Maliánov había arrojado el teléfono en la otomana y corría al vestíbulo. Kaliam ya estaba metido entre sus pies, y Maliánov casi tropezó con él.

Retrocedió en cuanto abrió la puerta. En el umbral había una joven de júmper blanco, corto, muy atezada y de cabello corto, blanqueado por el sol. Hermosa. Una desconocida. (Maliánov tuvo aguda conciencia de que sólo tenía puestos los calzoncillos, y de que su vientre estaba sudado). La joven tenía una maleta a los pies, y una chaqueta echada al brazo.

—¿Dmitri Maliánov? — preguntó, turbada.

— S-sí —contestó Maliánov. ¿Una parienta? ¿La prima tercera, Zina, de Omsk?

— Por favor, perdóneme, Dmitri. Sé muy bien que este no es un buen momento para usted. Tenga.

Le entregó un sobre. Maliánov lo tomó en silencio y extrajo de él un trozo de papel. En su pecho bramaron horribles, furiosos sentimientos hacia todos los parientes del mundo, y en especial hacia esa Zina o Zoia.

Pero resultó que no era una prima tercera. Con grandes letras apresuradas, las líneas torcidas hacia uno y otro lado, Irina había escrito: «¡Dímochka! Esta es Lida Ponomariova, mi mejor amiga de la escuela. Yo te hablé de ella. Sé amable, no le gruñas. No se quedará mucho. Todo va bien. Ella te lo contará. Besos, yo».

Maliánov lanzó un largo aullido silencioso, cerró los ojos y los abrió de nuevo. Pero sus labios esbozaban una sonrisa maquinal, amistosa.

— Qué bien — dijo con tono amigable, negligente—. Pase, Lida, por favor. Perdone mi aspecto. El calor, sabe.

Debe de haber habido algo raro en su recepción, porque el hermoso rostro de Lida adquirió una expresión de desconcierto, y por algún motivo volvió la cabeza y miró el rellano, como si de pronto se preguntase si el lugar que buscaba era ese.

— Vamos, déjeme entrar su maleta — dijo Maliánov con rapidez—. Entre, entre, no sea tímida. Puede colgar su chaqueta aquí. Esta es nuestra habitación principal, aquí trabajo, y está es la de Bóbchik. Será la suya. ¿Tal vez quiere darse una ducha?

Oyó un cloqueo nasal que llegaba de la otomana.

— Perdón — dijo—. Póngase cómoda, enseguida estaré con usted.

Tomó el teléfono y oyó que Weingarten repetía con extraña voz monótona:

— Dmitri, Dmitri, oh Dmitri, ven al teléfono, Dmitri.

—¡Hola! Val, escucha…

—¡Dmitri! — gritó Weingarten—. ¿Eres tú?

Maliánov se asustó.

—¿Por qué gritas? Acabo de recibir una visita, perdóname. Te llamaré más tarde.

—¿Quién? ¿Quién es el visitante? — preguntó Weingarten con voz inhumana.

Maliánov sintió un estremecimiento. Val ha enloquecido. Qué día.

— Val — dijo con gran calma—. ¿Qué sucede? Ha llegado una mujer. Una amiga de Irina.

—¡Hijo de puta! — dijo Weingarten, y colgó.

CAPÍTULO 2

EXTRACTO 3…y se cambió el minijúmper y se puso una minifalda y una miniblusa. Es preciso decir que era una muchacha muy atrayente… y Maliánov llegó a la conclusión de que no necesitaba corpiño. No lo necesitaba; estaba en perfecta forma sin eso. Olvidó todo lo relacionado con las cavidades Maliánov.

Pero todo fue muy correcto, como ocurre en los mejores hogares. Se sentaron y conversaron y bebieron té, y sudaron. Para entonces él ya era Dímochka, y para él ella era Lídochka. Después del tercer vaso, Dímochka le contó el chiste de los dos gallos — parecía adecuado—, y Lídochka rió alegremente y agitó el brazo desnudo en dirección de Dímochka. Este recordó (se lo recordaron los gallos) que debía llamar a Weingarten, pero no lo hizo; en cambio dijo a Lídochka:

—¡Qué bronceado maravilloso tienes!

— Y tú estás tan blanco como una oruga — contestó Lídochka.

— Trabajo, trabajo, trabajo.

— En el campamento de Pioneros dónde trabajo yo…

Y Lídochka le contó con lujo de detalles, pero en forma muy atrayente, cómo era su campamento de Pioneros en lo que se refiere a broncearse. En compensación, Maliánov le contó cómo se bronceaban los muchachos en la Gran Antena. ¿Qué era la Gran Antena? Era muy de ella preguntarlo, y él le habló de la Gran Antena. Ella estiró las largas piernas morenas, las cruzó en los tobillos y las apoyó en la silla de Bóbchik. Sus piernas eran bruñidas como espejos. Maliánov tuvo la impresión de que inclusive reflejaban algo. Para apartar los pensamientos de ellas, se puso de pie y sacó de la hornalla la tetera, que hervía. Consiguió quemarse los dedos con el vapor, y recordó a un monje que metía una extremidad en el fuego, o en el vapor, para huir del mal que se incubaba como consecuencia de su contacto directo con una mujer hermosa. Un sujeto decidido.

—¿Qué te parece otro vaso? — inquirió.

Lídochka no respondió, y él se volvió. Ella lo miraba con los ojos claros muy abiertos. Había una extraña expresión en su brillante rostro tostado — no del todo de confusión, y no del todo de temor—, y tenía la boca entreabierta;

—¿Te sirvo un poco? — preguntó Maliánov con inseguridad, agitando la tetera.