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Hasta ese momento, el lujo del contacto humano se expresaba en exclamaciones mutiladas. ¡Maldita sea esa timidez de los intelectuales! Dos personas absolutamente hermosas no son capaces de abrirse en el acto, la una a la otra, meterse una a otra en el corazón y el espíritu, ser amigas desde el primer segundo. Maliánov se puso de pie, sosteniendo la copa a la altura de la oreja, y expuso el tema en voz alta. No sirvió. Bebieron. Tampoco eso ayudó. Lídochka miraba por la ventana, aburrida. Snegovoi empujaba la copa sobre la mesa, de atrás adelante, con las enormes manos morenas. Maliánov advirtió por primera vez que los brazos de Arnóld estaban quemados… hasta el codo, y aún un poco más arriba. Eso lo empujó a preguntar:

— Bien, Arnóld, ¿cuándo volverás a desaparecer?

Snegovoi se estremeció en forma perceptible y lo miró, y luego contrajo el cuello y enarcó los hombros. Maliánov tuvo la impresión de que se disponía a ponerse de pie, y de pronto se dio cuenta de que su pregunta, para decirlo con suavidad, había podido entenderse de otra manera.

—¡Arnóld! — gritó, levantando los brazos al cielo—. ¡Dios, no es eso lo que quise decir! Lídochka, debes darte cuenta de que este hombre es totalmente misterioso. Viene aquí con la llave de su departamento, y se esfuma. Se ausenta durante uno o dos meses. Y entonces suena el timbre, y está de vuelta. — Sintió que parloteaba, que ya era bastante, que era hora de cambiar de tema—. Arnóld, sabes muy bien que te quiero de veras, y que siempre me alegro de verte. De modo que ni hablar de que te vayas antes de las dos de la mañana.

— Por supuesto, Dmitri — repuso Snegovoi, y palmeó a Maliánov en la espalda—. Es claro, mi querido amigo, es claro.

— Y esta es Lídochka — anunció Maliánov, señalando en dirección de ella—. La mejor amiga de mi esposa desde la escuela. De Odesa.

Snegovoi se obligó a girar hacia Lídochka, y preguntó:

—¿Se quedará mucho tiempo en Leningrado?

Ella respondió con cierta cortesía, y él hizo otra pregunta, algo relacionado con las Noches Blancas.

En una palabra, iniciaron su lujoso contacto, y Maliánov pudo quedarse tranquilo. No, no puedo beber. ¡Qué pena! Estoy volteado. Sin oír ni entender una sola palabra, contempló el horrible rostro de Snegovoi, corroído por los fuegos del infierno, y sufrió remordimientos de conciencia. Cuando el sufrimiento se volvió insoportable, se levantó en silencio; tomándose de las paredes, fue al cuarto de baño y se encerró con llave. Durante un rato se sentó en el borde de la bañera, en lúgubre desesperación, y luego abrió de lleno el agua fría y metió la cabeza bajo ella.

Cuando regresó, reanimado y con el cuello de la camisa mojado, Snegovoi se encontraba en medio de una tensa exposición del chiste de los dos gallos. Lídochka reía con fuerza, echaba la cabeza hacia atrás y dejaba al descubierto el cuello hecho-para-besar. Maliánov entendió que esa era una buena señal, aunque no se sentía bien dispuesto hacia personas que elevaban la cortesía al rango de un arte. Pero el lujo del contacto, como cualquier otro lujo, exigía ciertos gastos. Esperó mientras Lídochka reía, recogió la bandera a punto de caer y se lanzó en una serie de chistes astronómicos que no era posible que ninguno de los otros dos conociera. Cuando se le acabaron, Lídochka iluminó la situación con chistes sobre la playa. A decir verdad, no eran nada del otro mundo, y no sabía contarlos, pero sabía reír, y sus dientes eran chispeantes, y blancos como el azúcar. Luego, quién sabe por qué, la conversación pasó a la predicción del futuro. Lídochka les informó que una gitana le había dicho que tendría tres esposos y ningún hijo. ¿Qué haríamos sin las gitanas? murmuró Maliánov, y se jactó de que una gitana le había dicho que haría un trascendente descubrimiento sobre la interrelación de las estrellas con la difusión de la materia en la galaxia. Bebieron más Sangre de Toro helado, y de pronto Snegovoi prorrumpió en una extraña historia. Parece que se le había dicho que moriría a los ochenta y tres años en Groenlandia. («En la República Socialista de Groenlandia», bromeó Maliánov, pero Snegovoi respondió con calma: «No, sólo en Groenlandia».) Creía en eso con fatalismo, y su convicción irritaba a todos los que lo rodeaban. Una vez. durante la guerra, aunque no en el frente, uno de sus amigos, bebido, o mareado, como solían decir en esos días, se enfureció tanto con el asunto, que sacó la pistola, clavó el caño en la sien de Snegovoi y dijo:

— Ahora veremos — y amartilló el arma.

—¿Y? — preguntó Lídochka.

— Lo dejó muerto — bromeo Maliánov.

— El tiro falló —explicó Snegovoi.

— Tiene extraños amigos — dijo Lídochka, con tono de duda.

Había dado en el clavo. Arnóld Snegovoi hablaba muy pocas veces de sí, pero cuando lo hacía, era memorable. Y a juzgar por sus relatos, tenía, en verdad, amigos muy extraños.

Después Maliánov y Lídochka discutieron con acaloramiento, durante un rato, acerca de cómo podía terminar Arnóld en Groenlandia. Maliánov se inclinó por la teoría del accidente de aviación. Lídochka suscribió unas sencillas vacaciones turísticas. En cuanto al propio Arnóld, fumaba cigarrillo tras cigarrillo, sentado, con los labios purpúreos contraídos en una sonrisa.

Entonces Maliánov lo pensó y trató de servir un poco más de vino en las copas, pero descubrió que la botella ya estaba vacía. Estaba a punto de precipitarse en busca de otra, pero Arnóld lo detuvo. Era hora de irse, había entrado nada más que por un minuto. Lídochka, por otra parte, se mostraba dispuesta a continuar. Ni siquiera estaba achispada, la única huella del vino eran sus mejillas enrojecidas.

— No, no, amigos — dijo Snegovoi—, debo irme. — Se puso de pie con pesadez, y llenó la cocina con su corpachón—. Me voy. ¿Por qué no me acompañas, Dmitri? Buenas noches, Lídochka, fue un placer conocerla.

Atravesaron el vestíbulo. Maliánov continuaba tratando de convencerlo de que se quedase para otra botella, pero Snegovoi meneaba con decisión la cabeza gris, y mascullaba negativamente. En la puerta dijo en voz alta:

—¡Ah, sí! ¡Dmitri! Te prometí ese libro. Ven, te lo daré.

—¿Qué libro? — estuvo a punto de preguntar Maliánov, pero Snegovoi se llevó el gordo dedo a los labios y lo atrajo al rellano. El gordo dedo en los labios dejó atónito a Maliánov, y siguió a Snegovoi como una polilla a la llama. En silencio, aun tomando a Maliánov del brazo, Snegovoi encontró su llave en el bolsillo y abrió la puerta. En el departamento, las luces se hallaban encendidas: en el vestíbulo, en ambas habitaciones, en la cocina y aun en el cuarto de baño. Olía a tabaco rancio y a agua de colonia fuerte, y Maliánov se dio cuenta de súbito que nunca había estado allí, en los cinco años que se conocían. La habitación a la cual lo condujo Snegovoi era limpia y pulcra; todas las lámparas se encontraban encendidas: la araña de tres luces, la lámpara de pie, en el rincón, junto al sofá, y la lámpara de la mesita. Del respaldo de una silla colgaba una casaca con botones y charreteras de plata, y con una sarta de medallas, barras y condecoraciones. Resultaba que Arnóld Snegovoi era coronel. ¿Qué me dicen?

—¿Qué libro? — preguntó Maliánov por fin.

— Cualquiera — contestó Snegovoi con impaciencia—. Ten, toma este, y retenlo, o te lo olvidarás. Sentémonos un momento.

Confundido, Maliánov tomó de la mesa un grueso volumen. Lo apretó con fuerza bajo el brazo, y se hundió en el sofá, bajo la lámpara. Arnóld se sentó junto a él y encendió un cigarrillo. No miró a, Maliánov.

— Bien, es así… bueno… — comenzó a decir—. Pero ante todo, ¿quién es esa mujer?

—¿Lídochka? Ya te lo dije. La amiga de mi esposa. ¿Por qué?

—¿La conoces bien?

— No. La conocí hoy. Llegó con una carta. — Maliánov se interrumpió y preguntó, asustado—: ¿Por qué crees que es…?