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— Yo haré las preguntas. No tengo tiempo. ¿En que trabajas ahora, Dmitri?

Maliánov recordó a Val Weingarten, y le brotó un sudor frío. Dijo, con una sonrisa irónica:

— Todos parecen interesarse hoy por mi trabajo.

—¿Quién más? — preguntó Snegovoi, y sus ojitos azules lo perforaron—. ¿Ella?

Maliánov sacudió la cabeza.

— No. Weingarten. Un amigo mío.

— Weingarten, Weingarten — repitió Snegovoi.

—¡No, no! — exclamó Snegovoi—. Lo conozco bien, estuvimos juntos en la escuela primaria, y seguimos siendo amigos.

—¿El apellido Gúbar significa algo para ti?

—¿Gúbar? No. ¿Qué pasa, Arnóld?

Snegovoi apagó el cigarrillo y encendió otro.

—¿Quién más hizo averiguaciones sobre tu trabajo?

— Nadie más.

— Y bien, ¿en qué estás trabajando?

Maliánov se enfureció. Se enfurecía siempre que estaba asustado.

— Escucha, Arnóld. No entiendo.

—¡Tampoco yo! Y quiero saber, tengo muchos deseos de saber. ¡Díme! Espera un momento. ¿Tú trabajo es secreto?

—¿Qué quiere decir, «secreto»? — replicó Maliánov con irritación—. Es simple y vulgar astrofísica y dinámica estelar. La simple, relación entre las estrellas y la difusión de la materia. ¡Ahí no hay nada de secreto, sólo que no me agrada hablar de mi trabajo hasta que he terminado!

— Estrellas y difusión de la materia. — Snegovoi lo repitió con lentitud, y se encogió de hombros. Está la hacienda, y está el agua. ¿Y no es secreto? ¿Ninguna parte?

— Ni una sola letra.

—¿Y estás seguro de que no conoces a Gúbar?

— No conozco a ningún Gúbar.

Snegovoi fumó en silencio junto a él, gigantesco, encorvado, aterrador. Al cabo habló.

— Bueno, bueno, parece que ahí no hay nada. He terminado contigo, Dmitri. Por favor, perdóname.

—¡Pero yo no terminé contigo! Sigo queriendo saber…

—¡No tengo derecho! — dijo Snegovoi con palabras secas, y cortó la conversación.

Es claro que Maliánov no habría dejado que las cosas quedasen así, pero entonces vio algo que le hizo morderse la lengua En el bolsillo izquierdo de los pantalones de Snegovoi se vía un bulto, y del bolsillo asomaba el muy definitivo mango de una pistola. Una pistola grande. Como una gigantesca Colt 45 de las películas. Y esa Colt mató el deseo de Maliánov, de hacer más preguntas. En cierto modo, resultaba muy claro que había algo sospechoso, y que él no era quien debía hacer las preguntas. Y Snegovoi se puso de pie y dijo:

— Y bien, Dmitri. Me iré mañana por la mañana.

CAPÍTULO 3

EXTRACTO 5…yacía de espaldas, y despertaba poco a poco. Los camiones rodaban con estrépito al otro lado de la ventana, pero en el departamento reinaba el silencio. Los restos de la insensata noche de la víspera eran un ligero zumbido en la cabeza, un regusto metálico en la boca y una desagradable astilla en el corazón, o en el alma, o donde demonios doliera. Había comenzado a explorar qué era la astilla, cuando se escuchó un cuidadoso golpe en la puerta. Debía de ser Arnóld con sus llaves, supuso, y corrió a atender.

Camino a la puerta, notó que la cocina estaba limpia, y que la puerta de la habitación de Bóbchik se hallaba cerrada. Debe de haberse levantado, lavado los platos, y vuelto a acostarse, pensó.

Mientras forcejeaba con la cerradura, hubo otro delicado timbrazo.

— Ya va, ya va — dijo con la voz enronquecida por el sueño—. Un minuto, Arnóld.

Pero resultó ser otro. Un desconocido se frotaba los pies en la alfombra de goma. El joven usaba jeans, una camisa negra con las mangas arrolladas y grandes anteojos para el sol. Como los Tontón Macoute, la policía secreta haitiana. Maliánov vio que en el rellano, junto al ascensor, había otros dos Tontón Macoutes con gafas oscuras, pero antes que tuviese tiempo de preocuparse de ellos, el primer Tontón Macoute dijo:

— Del Departamento de Investigaciones Criminales — y entregó a Maliánov una libretita. Abierta.

«¡Espléndido!», pensó Maliánov. Todo estaba claro. Habría debido esperarlo. Se sintió molesto. En calzoncillos, se encontraba ante, el Tontón Macoute del Departamento de Investigaciones Criminales y miraba el librito, aturdido. Había una foto, algunos sellos y firmas, pero sus sensaciones embotadas sólo permitieron pasar un dato pertinente: «Oficina del Ministerio de Asuntos Internos». En letras grandes.

— Sí, es claro, pase — masculló—. Pase. ¿Qué ocurre?

— Hola — dijo el Tontón Macoute con extrema cortesía—. ¿Usted es Dmitri Alexéievich Maliánov?

— Sí.

— Me gustaría hacerle algunas preguntas, si no le molesta.

— Por favor, hágalo. Espere, mi cuarto no está ordenado. Acabo de levantarme. ¿Le molestaría pasar a la cocina? No, allí da el sol, ahora. Bien, entre aquí, limpiaré en un santiamén.

El Tontón Macoute entró en la habitación principal y se detuvo en el centro con modestia, miró francamente en torno mientras Maliánov acomodaba la cama, se ponía una camisa y un par de jeans, y abría las persianas y las ventanas.

— Siéntese aquí, en la butaca. ¿O estará más cómodo ante el escritorio? ¿Qué problema hay?

El Tontón Macoute pisó con cuidado los papeles dispersos por el suelo, se sentó en la butaca, y depositó su carpeta sobre su regazo.

— Su pasaporte, por favor.

Maliánov revisó el cajón del escritorio y extrajo su pasaporte.

—¿Quién más vive aquí? —preguntó el Tontón Macoute mientras examinaba el pasaporte.

— Mi esposa, mi hijo… pero ahora se encuentran ausentes. Están en Odesa, de vacaciones, en casa de los padres de ella.

El Tontón Macoute dejó el pasaporte sobre la carpeta, y se quitó los anteojos. Un tipo de exterior perfectamente normal. Y ningún Tontón Macoute. Un vendedor, tal vez. O un mecánico de aparatos de TV.

— Conozcámonos — dijo—. Soy investigador superior del DIC. Me llamo Igor Petróvich Zíkov.

— Un placer.

Entonces recordó que él, maldito sea, no era un criminal, y que el, maldito sea, era un científico universitario superior, y Doctor en Filosofía. Y que tampoco era un chiquillo. Cruzó las piernas, se puso cómodo y dijo con frialdad:

— Escucho.

Igor Zíkov levantó la carpeta con ambas manos, cruzó las piernas, volvió a poner la carpeta sobre la rodilla y dijo:

—¿Conoce a Arnóld Pávlovich Snegovoi?

La pregunta no sorprendió a Maliánov. Por algún motivo — un motivo inexplicable—, sabía que le preguntarían por Val Weingarten o por Arnóld Snegovoi. Y por lo tanto podía contestar con frialdad.

— Sí. Conozco al coronel Snegovoi.

—¿Y cómo sabe que es coronel? — interrogó Zíkov enseguida.

— Bueno, quiero decir… — Maliánov evitó una respuesta directa—. Nos conocemos desde hace mucho tiempo.

—¿Cuánto?

— Bien, cinco años, creo. Desde que se mudó a este edificio.

—¿Y en qué circunstancias se conocieron?

Maliánov trató de recordar. ¿Cuáles habían sido las circunstancias? Maldición. ¿Cuándo le llevó la llave por primera vez? No. entonces ya nos conocíamos.

— Hmm — dijo, descruzando las piernas y rascándose la nuca—. ¿Sabe? no recuerdo. Recuerdo esto. El ascensor no funcionaba, e Irina, mi esposa, volvía de la tienda con comestibles y el niño. Arnóld Snegovoi la ayudó con los paquetes y el chico. Bien, ella lo invitó a pasar. Creo que vino esa misma noche.

—¿Iba de uniforme?

— No — repuso Maliánov con certidumbre.