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– Nada -dice, decepcionado.

– Lo suponía, pero estabas tan entusiasmado que no quise desilusionarte.

Enfilamos la avenida Rey Jorge, entramos en la calle Lazaraki y torcemos a la izquierda en Fibis con dirección a la plaza de las Ninfas. La casa de Kustas se encuentra en la calle Psarón, paralela a Fibis. Se diría que se halla atrincherada tras un alto muro de cemento armado que han decorado con un bonito adorno de barrotes de hierro y alambre de espino en lo alto. La verja de entrada, de dos hojas, está reforzada con gruesas planchas metálicas. Junto a la casa, la puerta del garaje también está cerrada. Llamo al timbre y, en el acto, se ilumina una pequeña pantalla. Por lo visto sólo abren si les gusta tu jeta.

– ¿Quién es? -pregunta una voz femenina.

– Teniente Jaritos, del Departamento de Homicidios.

No debo de haberla impresionado, porque no recibo respuesta alguna. Tras unos minutos de espera se entreabre la verja. En el mismo instante, un hombretón ataviado con uniforme de guardia nos cierra el paso.

– ¿Me enseñan la documentación, señores? Debería cachearles, pero si son policías no será necesario.

– Si te atreves a tocarme, te encerraré hasta que tu patrón pague la fianza -respondo bruscamente.

Se amilana y no insiste en ver la documentación.

A diferencia del exterior, el interior recuerda el patio de una casucha de emigrantes donde, en vez de tomates y pepinos, hubieran plantado estatuas: un discóbolo, una cariátide, una estatuilla cicládica, un sátiro y tres más de estilo desconocido, todas de arcilla. Después de atravesar el cementerio de estatuas y subir tres escalones, nos encontramos ante la puerta de la casa. Una mujer asiática, de esas que han sustituido nuestros potajes de judías por platos de soja, nos espera en el salón para conducirnos a una sala de estar sumida en la penumbra. Abre un poco las persianas, lo justo para que alcancemos a distinguir las siluetas y no choquemos al avanzar. La luz que se cuela por la rendija traza en el suelo una línea divisoria entre Dermitzakis y yo.

El pavimento es de mármol y está cubierto de alfombras, no por completo sino en puntos escogidos: bajo el tresillo color azul marino, bajo la mesa redonda con sus cuatro sillas y bajo los dos sillones altos de madera, en los que podrían haberse acomodado el rey Arturo e Ivanhoe, separados por el pedestal sobre el que estaba el teléfono. Me acerco a la ventana y miro por la rendija que tuvo a bien abrir la filipina. Ahora entiendo por qué el jardín anterior mide dos palmos. En la parte posterior, un vergel espacioso se extiende hasta la calle de atrás, sembrado de parterres floridos y de alguna que otra palmera. El muro protector rodea toda la propiedad aunque, en lugar de foso y puente levadizo, este castillo tiene piscina, tumbonas y sombrillas.

Oigo un maullido y me vuelvo. Un gato se acerca contoneándose majestuosamente. Es tan blanco que, de no ser por sus ojos, lo hubiese confundido con el mármol. Se parece más a un cordero que a un gato, como si lo hubiesen tratado con hormonas. Se detiene delante de nosotros y sigue maullando, molesto con nuestra presencia. Al contemplarlo de cerca, descubro dos manchas grises en la frente, por encima de los ojos.

– Quieto, Michi -dice una voz femenina, y alzo la vista.

En la entrada aparece una mujer que ronda los cincuenta, con cuerpo de treintañera y una belleza cansada. Lleva una blusa negra y unos pantalones de lino blanco que le ciñen las caderas. Su rostro me resulta familiar y me devano los sesos para recordar de qué la conozco.

Sonríe sin tenderme la mano.

– Soy Élena Kusta [2], teniente.

– Jaritos. Le presento al subteniente Dermitzakis.

– Perdonen que les haya hecho esperar, pero su visita me ha sorprendido.

No se trata de un reproche, sino de una justificación. El gato, inmóvil, la mira a los ojos como se contemplan los enamorados durante el primer mes de su relación, antes de empezar a tirarse los trastos a la cabeza. Kusta se agacha para acariciarlo. Sigo devanándome los sesos para recordar de qué la conozco. Ella se percata y se echa a reír.

– Intenta recordar de qué me conoce, ¿verdad? No es el único. A todo el mundo le pasa lo mismo. ¿Le gusta la revista, teniente?

Estoy a punto de responder que no, que sólo me gusta el cine, cuando de pronto caigo en la cuenta. Poco después de ingresar en el cuerpo, me destinaron a la guardia de personalidades políticas y tuve que custodiar a uno de los ministros de la Junta Militar al que le apasionaba la revista. Ahora ya la recuerdo. En aquella época ella no se llamaba Kusta, sino Fragaki. Llevaba un vestido de lamé negro, con un profundo escote que dejaba la mitad de sus pechos al descubierto y un corte en la falda que enmarcaba sus piernas como si se tratara de un telón. Ella ostentaba ambas joyas y la gente la aclamaba. «¡Qué mujer, qué mujer!», murmuraba el ministro, embobado pero también con cierto aire de tristeza, como si lamentara que no fuera comunista para poder encerrarla en un cuarto de Jefatura y hacer con ella lo que quisiera.

– Usted es Élena Fragaki -afirmo.

Se alegra de que la haya recordado y esboza una leve sonrisa de vanidad.

– Cuando me casé, hace ya quince años, dejé el teatro. Por eso me halaga que aún se me recuerde. Es un pequeño consuelo -añade con cierta amargura.

Su recuerdo me ha bloqueado y no sé por dónde empezar. Ella comprende mi desconcierto y me echa una mano.

– Si han venido para interrogarme, ya hablé con sus colegas de la Antiterrorista. Lo encontrarán todo en mi declaración.

– ¿Le importaría contarlo de nuevo? Preferiría oírlo de su boca.

– Con mucho gusto. Es tan poco lo que puedo decir, que no tardaremos ni un minuto. -Cruza las piernas, pero el pantalón no se comporta como aquel vestido y no me permite admirar sus atributos-. Dinos salió de casa alrededor de las once. Según me comentó, pensaba pasar primero por el restaurante y después por Los Baglamás. Normalmente, cuando iba a ambos sitios, no regresaba antes de las tres, de modo que miré un rato la televisión y luego me acosté. Debían de ser las cuatro cuando sonó el teléfono y alguien me comunicó que mi marido había muerto. No sé nada más.

– ¿Su marido trabajaba todas las noches?

– Sí, excepto cuando íbamos a salir. Aunque, por lo general, sólo visitaba uno de los clubes.

– ¿Tenía alguna razón especial para visitar los dos aquella noche?

– No lo sé, teniente. Dinos nunca me hablaba de sus negocios. -De nuevo advierto un matiz de amargura en su voz; no sé si es el disgusto de Élena Kusta porque su marido la mantenía apartada o el de Élena Fragaki, que se vio obligada a abandonar las candilejas y los aplausos para enclaustrarse en su Alcatraz particular.

– ¿El restaurante al que se refiere es el Kanandré, en Kifisiá? -Dermitzakis se suma así al interrogatorio. Tiene el nombre del restaurante anotado en un papelito y lo pronuncia con dificultad.

– ¿Cómo ha dicho? -Kusta se echa a reír.

– Kanandré. Así está escrito.

– Le Canard Doré, subteniente. El Pato de Oro. Mi marido eligió un nombre francés porque la cocina es francesa. Si lo oyera pronunciarlo de esta manera se levantaría de la tumba.

La sola ocurrencia parece asustarla. Dermitzakis se ha ruborizado hasta las cejas y yo estoy furioso.

– Los policías nos defendemos un poco en inglés -digo, pensando en mis esfuerzos idiomáticos-. Pero desde luego no sabemos francés. El Estado no nos paga clases de francés para que leamos correctamente los rótulos.

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[2] La diferente grafía de los apellidos de las esposas e hijas corresponde a que se ha respetado el genitivo griego. Por ejemplo, Niki Kusta significaría Niki de Kustas; Adrianí Jaritu, Adrianí de Jaritos. (N. de la T.)